La Regenta. Leopoldo Alas

La Regenta - Leopoldo Alas


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en que la tristeza la atormentaba, volvía a escribir versos, pero los rasgaba en seguida y arrojaba el papel por el balcón para que sus tías no tropezasen con el cuerpo del delito. La persecución en esta materia llegó a tal extremo, tales disgustos le causó su afán de expresar por escrito sus ideas y sus penas, que tuvo que renunciar en absoluto a la pluma; se juró a sí misma no ser la «literata», aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles.

      Las amiguitas, que habían sabido algo, y nunca tenían qué censurar en Ana, aprovecharon este flaco para ponerla en berlina delante de los hombres, y a veces lo consiguieron. No se sabía quién—pero se creía que Obdulia—había inventado un apodo para Ana. La llamaban sus amigas y los jóvenes desairados Jorge Sandio .

      Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto.

      —En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir—decía el baroncito, clavando los ojos en Ana y creyendo agradarla.

      —¿Y quién se casa con una literata?—decía Vegallana sin mala intención—. A mí no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que yo.

      La marquesa se encogía de hombros. Creía firmemente que su marido era un idiota. «¡A qué llamarán talento los maridos!»—pensaba satisfecha de lo pasado.

      —Yo no quiero que mi mujer se ponga los pantalones—añadía el afeminado baroncito. Y la marquesa, vengando en él lo de su marido, decía:—Pues hijo mío, serán ustedes un matrimonio sans-culotte .

      Fuera de estas defensas relativas de la marquesa, era unánime la opinión: la literata era un absurdo viviente.

      —«Tenían razón en este punto aquellos necios, llegó a pensar Ana; no escribiría más». Pero ella se vengaba de las burlas, despreciándolas y desdeñando los obsequios de aquellos que su orgullo tenía por majaderos aristocráticos. Admitía el culto que se tributaba a su hermosura, pero como algunos hombres eminentes desvanecidos, uno por uno despreciaba a los fieles que se prosternaban ante el ídolo. Para ella eran incompatibles el amor y cualquiera de aquellos nobles audaces antes, cobardes ya ante su desdén supremo. Era demasiado crédula en cuanto se refería a las cosas vanas y repugnantes del mundo en que vivía; para tales materias prefería las advertencias de doña Anuncia al propio criterio. Al principio se le había figurado que ella, con un poco de arte, hubiera podido conquistar a cualquiera de aquellos nobles ricos que se divertían con todas y se casaban con la de mayor dote. Pero le pareció una indignidad asquerosa semejante idea; ni una sola vez trató de ensayar sus recursos y prefirió creer a su tía: aquellos aristócratas interesados no eran maridos posibles. Se acostumbró a esta idea y miraba a sus amigos y parientes como a los figurines de las sastrerías: en efecto, los veía tan enclenques de espíritu que se le antojaban de papel marquilla.

      Los pollos de la aristocracia acabaron por confesar que Ana era una excepción; o calculaba más que sus mismas tías, o era una virtud efectiva.

      —«¡Qué diablo, alguna había de haber!». Los seductores de la clase media que anhelaban siempre meter la cabeza en la aristocracia, declararon lo mismo: «Ana era invulnerable».

      —Esperará algún príncipe ruso—decía Alvarito Mesía, que vivía entre plebeyos y nobles. Alvarito no había dicho nunca a Anita: «buenos ojos tienes». Eran dos orgullos paralelos.

      Se fue a Madrid Mesía, a cepillar un poco el provincialismo. Dejaba ya en Vetusta muchas víctimas de su buen talle y arte de enamorar, pero los mayores estragos pensaba hacerlos a la vuelta.

      La tarde en que Álvaro tomó la diligencia, Ana había salido a paseo con sus tías por la carretera de Madrid. Encontraron el coche. Álvaro las vio y saludó desde la berlina. Se encontraron los ojos de Ana y de Mesía. Se miraron como si hasta aquel momento nunca se hubieran visto bien.

      —«Buenos ojos—pensó el Tenorio—no sabía yo a lo que saben, hasta ahora».

      Y continuó:—«Esa será una de las primeras».

      Más de una hora fue viendo aquella nube de polvo que parecía de luz y en medio los ojos de la sobrina .

      La sobrina también llevó a casa la imagen de don Álvaro entre ceja y ceja.

      Y pensaba:—«Ese era de los menos malos. Parecía más distinguido; y no era pesado; tenía cierta dignidad... era comedido... frío con elegancia... el menos tonto sin duda».

      El pesimismo la hizo repetir muchos días seguidos:

      —«Se ha ido el menos tonto».

      Pero al mes ya no se acordaba de don Álvaro; ni don Álvaro de Ana en cuanto llegó a Madrid.—«¡Oh! el convento, el convento; ese era su recurso más natural y decoroso. El convento o el americano».

      El confesor de Anita, Ripamilán, oyó la proposición de la joven como quien oye llover.

      —¡Ta, ta, ta, ta!—dijo en voz alta sin pensar que estaba en la iglesia—. Hija mía, las esposas de Jesús no se hacen de tu maderita. Haz feliz a un cristiano, que bien puedes, y déjate de vocaciones improvisadas. La culpa la tiene el romanticismo con sus dramas escandalosos de monjitas que se escapan en brazos de trovadores con plumero y capitanes de forajidos. Has de saber, Anita mía, que yo tengo para ti un novio, paisano mío. Vuélvete a casa, que allá iré yo y te hablaré del asunto. Aquí sería una profanación.

      El candidato de Ripamilán era un magistrado, natural de Zaragoza, joven para oidor y algo maduro, aunque no mucho, para novio. Tenía entonces la señorita doña Ana Ozores diez y nueve años y el señor don Víctor Quintanar pasaba de los cuarenta. Pero estaba muy bien conservado. Ana suplicó a don Cayetano que nada dijese a sus tías de aquella proporción, hasta que ella tratase algún tiempo a Quintanar; porque si doña Anuncia sabía algo, impondría al novio sin más examen.

      —«Nada más justo; prefiero que estas cosas las resuelva el corazón; Moratín, mi querido Moratín, nos lo enseña gallardamente en su comedia inmortal: El sí de las niñas ».

      Se quedó en ello. ¡Quién hubiera dicho a doña Anuncia que aquel novio soñado, que ya empezaba a tardar, pasaba todos los días cerca de ellas, en el Espolón, el Paseo de invierno, o en la carretera de Madrid, orlada de altos álamos que se juntaban a lo lejos! Ana había notado que todas las tardes se encontraban con don Tomás Crespo, el íntimo de la casa, y un caballero que se la comía con los ojos. Don Tomás era una de las pocas personas a quien ella estimaba de veras, por ver en él prendas morales raras en Vetusta, a saber: la tolerancia, la alegría expansiva, y la despreocupación en materias supersticiosas.

      El caballero las miraba de lejos, mientras don Tomás se detenía a saludarlas. Aquel señor era Quintanar; el magistrado. Efectivamente, no estaba mal conservado. Era muy pulcro de traje y de aspecto simpático.

      «Era un forastero , palabra de sentido especial en Vetusta, para las señoritas de Ozores, que no le habían visto aún en ninguna casa de las suyas ».

      —Es un magistrado—les había dicho Crespo un día—; un aragonés muy cabal, valiente, gran cazador, muy pundonoroso y gran aficionado de comedias; representa como Carlos Latorre. Sobre todo en el teatro antiguo es lo que hay que ver.

      Esto era todo lo que las tías sabían del novio que se les preparaba a escondidas.

      Una tarde Crespo, enterado de que la niña ya sabía algo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, detuvo a las de Ozores en la carretera de Castilla y les presentó al señor don Víctor Quintanar, magistrado. Las acompañaron aquellos señores durante el paseo y hasta dejarlas en el sombrío portal del caserón de Ozores. Doña Anuncia ofreció la casa a don Víctor. Este pensaba que las tías conocían su honesta pretensión, y al día siguiente, de levita y pantalón negros, visitó a las nobles damas. Ana le trató con mucha amabilidad. Le pareció muy


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