La Regenta. Leopoldo Alas
los guantes sobre la mesa, pidió café y se puso a mirar de hito en hito a Joaquín, que hubiera querido hacerse invisible.
—¿De quién se murmura, pollo?—preguntó el diputado dando una palmada en el muslo no muy lucido del sietemesino.
Para piernas, Ronzal. En efecto, las estiró al lado de las del joven para que pudiesen comparar aquellos señores. Joaquín contestó:—De nadie. Y encogió los hombros.—No lo creo. Estos madrileñitos siempre tienen algo que decir de los infelices provincianos.
—Así es la verdad—dijo el ex-alcalde—. Su amigo de usted el Provisor, era hoy la víctima.
Ronzal se puso serio.—¡Hola!—dijo—¿también espifor ? (Espíritu fuerte en el francés de Trabuco.)
—Se trataba—añadió Foja—de las varas que toma o no toma cierta dama, hasta hoy muy respetada, y de los refuerzos espirituales que su atribulada conciencia busca o no busca en la dirección moral de don Fermín.... ¡Je, je!...
Ronzal no entendía.—A ver, a ver; exijo que se hable claro.
Joaquinito miró a su papá como pidiendo auxilio.
El señor Orgaz se atrevió a murmurar:
—Hombre, eso de exigir...—Sí, señor; exigir. ¡Y hago la cuestión personal!
—Pero ¿qué es lo que usted exige?—preguntó el muchacho agotando su valor en este rasgo de energía.
—Exijo lo que tengo derecho a exigir, eso es; y repito que hago la cuestión personal.
—¿Pero qué cuestión?
—¡Esa! Joaquinito volvió a encogerse de hombros, pálido como un muerto. Comprendió que el tener razón era allí lo de menos. A Ronzal ya le echaban chispas los ojos montaraces. Se había embrollado y esto era lo que más le irritaba siempre, perder el discurso a lo mejor.
—¡Sí, señor, esa cuestión; y quiero que se hable claro!
Ni él mismo sabía lo que exigía.
Foja se encargó de poner las cosas claras.
—El señor Ronzal quiere que se le explique si se piensa que es él quien pone las varas que esa señora toma o deja de tomar.
—¡Eso es!—dijo Ronzal, que no pensaba en tal cosa, pero que se sintió halagado con la suposición.
—Quiero saber—añadió—si se piensa que yo soy capaz de poner en tela de juicio la virtud de esa señora tan respetable....
—Pero ¿qué señora?
—Esa, don Joaquinito, esa; y de mí no se burla nadie.
La disputa se acaloró; tuvieron que intervenir los señores venerables del rincón obscuro; tan grave fue el incidente. Se pusieron por unanimidad de parte del señor Ronzal, si bien reconocían que se enfadaba demasiado. Le explicaron el caso, pues aún no había dejado que le enterasen. No se trataba de Ronzal. Se había dicho allí con más o menos prudencia, que el señor Magistral iba a ser en adelante el confesor de la señora doña Ana de Ozores de Quintanar, porque esta ilustre y virtuosísima dama, huyendo de las asechanzas de un galán, que no era el señor Ronzal....
—Es Mesía—interrumpió Joaquín.
—Pues miente quien tal diga—gritó Trabuco muy disgustado con la noticia—. Y ese señor don Juan Tenorio puede llamar a otra puerta, que la Regenta es una fortaleza inexpugnable. Y en cuanto al que trae tales cuentos a un establecimiento público....
—El Casino no es un establecimiento público—interrumpió Foja.
—Y se hablaba entre amigos, en confianza—añadió Orgaz, padre.—Y eso del don Juan Tenorio vaya usted a decírselo a Mesía—gritó Orgaz hijo desde la puerta, dispuesto a echar a correr si la pulla ponía fuera de sí al bárbaro de Pernueces.
No hubo tal cosa. Se puso como un tomate Trabuco, pero no se movió, y dijo:
—¡Ni Mesía ni San Mesía me asustan a mí! y yo lo que digo, lo digo cara a cara y a la faz del mundo, surbicesorbi (a la ciudad y al mundo en el latín ronzalesco.) No parece sino que don Alvarito se come los niños crudos, y que todas las mujeres se le...—y dijo una atrocidad que escandalizó a los señores del rincón obscuro.
—¡Silencio!—se atrevió a decir bajando la voz Joaquinito, sin dejar la puerta.
—¿Cómo silencio? A mí nadie... ¡caballerito!
Se oyó una carcajada sonora, retumbante, que heló la sangre del fogoso Ronzal. No cabía duda, era la carcajada de Mesía. Estaba hablando con los señores del dominó en la sala contigua. Le acompañaban Paco Vegallana y don Frutos Redondo. Llegaron a donde estaba Ronzal. Este había vuelto a sentarse y se quejaba de que se le había enfriado el café, que tomaba a pequeños sorbos. Había hecho una seña a los del corro. Quería decir que callaba por pura discreción.
Don Álvaro Mesía era más alto que Ronzal y mucho más esbelto. Se vestía en París y solía ir él mismo a tomarse las medidas. Ronzal encargaba la ropa a Madrid; por cada traje le pedían el valor de tres y nunca le sentaban bien las levitas. Siempre iba a la penúltima moda. Mesía iba muchas veces a Madrid y al extranjero. Aunque era de Vetusta, no tenía el acento del país. Ronzal parecía gallego cuando quería pronunciar en perfecto castellano. Mesía hablaba en francés, en italiano y un poco en inglés. El diputado por Pernueces tenía soberana envidia al Presidente del Casino.
Ningún vetustense le parecía superior al hijo de su madre ni por el valor, ni por la elegancia ni por la fortuna con las damas, ni por el prestigio político, si se exceptuaba a don Álvaro. Trabuco tenía que confesarse inferior a este que era su bello ideal. Ante su fantasía el Presidente del Casino era todo un hombre de novela y hasta de poema. Creíale más valiente que el Cid, más diestro en las armas que el Zuavo, su figura le parecía un figurín intachable, aquella ropa el eterno modelo de la ropa; y en cuanto a la fama que don Álvaro gozaba de audaz e irresistible conquistador, reputábala auténtica y el más envidiable patrimonio que pudiera codiciar un hombre amigo de divertirse en este pícaro mundo. Aunque pasaba la vida propalando los rumores maliciosos que corrían acerca del origen de la regular fortuna que se atribuía al Presidente, él, Ronzal, no creía que ni un solo céntimo hubiese adquirido de mala fe.
Ronzal era reaccionario dentro de la dinastía y Mesía, dinástico también, figuraba como jefe del partido liberal de Vetusta que acataba las Instituciones. En todas partes le veía enfrente, pero vencedor. Mandaban los de Ronzal, este era diputado de la comisión permanente, y sin embargo, entraba don Álvaro en la Diputación, y él quedaba en la sombra; no era Mesía de la casa, tenía allí una exigua minoría, y desde el portero al Presidente todos se le quitaban el sombrero, y don Álvaro para aquí, y don Álvaro para allá; y no había alcalde de don Álvaro que no viese aprobadas sus cuentas, ni quinto de Mesía que no estuviera enfermo de muerte, ni en fin, expediente que él moviese que no volara.
¡Y sobre todo las mujeres! Muchas veces en el teatro, cuando todo el público fijaba la atención en el escenario, un espectador, Ronzal, desde la platea del proscenio clavaba la mirada en el elegante Mesía, aquel gallo rubio, pálido, de ojos pardos, fríos casi siempre, pero candentes para dar hechizos a una mujer. Aquella pechera, aquel plastón (como decía Ronzal) inimitable, de un brillo que no sabían sacar en Vetusta, que no venía en las camisas de Madrid, atraía los ojos del diputado provincial como la luz a las mariposas. Atribuía supersticiosamente al plastón gran parte en las victorias de amor de su enemigo.
Él, Ronzal, también lucía mucho la pechera, pero insensiblemente tendía al chaleco cerrado y a la corbata acartonada. Volvía a ver la pechera del otro, y volvía él a los chalecos abiertos. Miraba a Mesía Ronzal, y si aplaudía su modelo aborrecido aplaudía él, pero pausadamente y sin ruido, como el otro. Ponía los codos en el antepecho del palco y cruzaba las manos, y se volvía para hablar con sus amigos aquel