Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
Australia, y me perdía en todo el esplendor de la exploración. En aquellos tiempos había muchos espacios en blanco en la tierra, y cuando veía uno que parecía particularmente tentador en el mapa (y cuál no lo parece), ponía mi dedo sobre él y decía: “Cuando sea mayor iré allí”. Recuerdo que el Polo Norte era uno de esos lugares. Bueno, nunca he estado allí y no voy a intentarlo ahora. El encanto ha desaparecido. Otros lugares estaban desparramados alrededor del Ecuador y en todas las latitudes a lo largo y a lo ancho de los dos hemisferios. He estado en algunos de ellos y…, bueno, no vamos a hablar de eso. Pero seguía habiendo uno —el más grande, el más vacío, por decirlo así— por el que sentía particular atracción.
»Cierto que por aquel entonces ya había dejado de ser un espacio en blanco. Desde mi niñez se había ido llenando de ríos y lagos y nombres. Había dejado de ser un espacio en blanco de grato misterio, una mancha blanca sobre la que un muchacho edificaba sus sueños fantásticos. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Pero especialmente había en él un río grande y poderoso que se podía ver en el mapa, parecido a una inmensa serpiente desenroscada, con su cabeza en el mar, su cuerpo en reposo curvándose a través de un extenso país y su cola perdida en las profundidades del continente. Y cuando miraba el mapa en un escaparate me hipnotizaba como una serpiente a un pájaro, a un pobre pajarito incauto. Entonces recordé que había una gran empresa, una compañía dedicada al comercio en ese río. ¡Caramba!, pensé para mis adentros; no pueden comerciar sin usar algún tipo de embarcación en esa masa de agua. ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentar ponerme al frente de uno? Seguí caminando por Fleet Street, pero no podía quitarme la idea de la cabeza. La serpiente me había hechizado.
»Daos cuenta de que la sociedad comercial era una empresa continental; pero tengo un montón de familiares que viven en el continente porque es barato y no tan desagradable como parece, dicen.
»Siento tener que admitir que empecé a importunarles. Esto ya era algo insólito en mí. No estaba acostumbrado a conseguir las cosas de esta manera. Siempre fui por mi propio camino y por mi propio pie a donde me hubiera propuesto ir. Nunca habría sospechado tal cosa de mí; pero entonces, ya veis, tuve el presentimiento de que debía llegar allí por las buenas o por las malas. Así es que les importuné. Los hombres dijeron: “Mi querido amigo”, y no hicieron nada. Entonces, ¿me creeríais?, lo intenté con las mujeres. Yo, Charlie Marlow, les hice trabajar para encontrarme un empleo. ¡Santo Cielo! Bueno, como veis, me impulsaba la idea. Tenía una tía, una entrañable alma entusiasta. Me escribió: “Será maravilloso. Estoy dispuesta a hacer lo que quiera que sea, cualquier cosa por ti. Es una idea fantástica. Conozco a la esposa de un alto funcionario de la Administración, y también a un hombre que tiene gran influencia”, etc. Estaba decidida a hacer toda clase de gestiones para conseguir que me pusieran al frente de un vapor, si tal era mi deseo.
»Conseguí el cargo, naturalmente, y muy pronto. Al parecer, la compañía había tenido noticia de que uno de sus capitanes había resultado muerto durante un altercado con los indígenas. Ésta era mi oportunidad, y con ella mi impaciencia aumentó. Sólo muchos meses más tarde, cuando intenté recuperar lo que quedaba del cuerpo, me enteré de que, en su origen, la pelea había surgido de un malentendido acerca de unas gallinas. Sí, dos gallinas negras; Fresleven (ése era el nombre del sujeto, un danés) pensaba que de algún modo le habían timado en el negocio, así es que desembarcó y empezó a golpear al jefe del poblado con una estaca. Oh, no me sorprendió lo más mínimo oír esto, ni que al mismo tiempo me dijeran que Fresleven era la criatura más apacible y tranquila que había existido jamás. Indudablemente lo era; pero ya había estado un par de años allí dedicado a la noble causa, ya sabéis, y probablemente sintió por fin la necesidad de reafirmar en cierta manera el respeto a sí mismo. Así, pues, apaleó despiadadamente al viejo negro, mientras un gran número de los suyos le observaban, como paralizados por un rayo, hasta que alguien (me dijeron que fue el hijo del jefe), desesperado al oír al viejo chillar, clavó su lanza en el hombre blanco con tímida intención, pero ésta, claro está, penetró fácilmente entre sus omóplatos. Entonces la población entera huyó a la selva, esperando que ocurrieran toda clase de calamidades, mientras que, por otra parte, el vapor que Fresleven había comandado zarpó, también él aterrado, con el ingeniero al frente, creo saber. Después nadie pareció preocuparse mucho de los restos de Fresleven, hasta que yo llegué y pasé a ocupar su puesto. Pero cuando al fin llegó la ocasión de encontrarme con mi predecesor, la hierba que crecía entre sus costillas era tan alta que cubría sus huesos. Estaban todos allí. El ser sobrenatural no había sido tocado después de su caída. Y el poblado estaba desierto; las cabañas, abiertas y a oscuras, se pudrían todas torcidas, dentro del derruido recinto. Sin duda había sobrevenido una catástrofe. La gente había desaparecido. El pánico había dispersado a hombres, mujeres y niños por entre la maleza y ya no habían regresado. Tampoco sé qué fue de las gallinas. Supongo que, en cualquier caso, la causa del progreso las atrapó. No obstante, gracias a este glorioso asunto, obtuve el cargo antes de que hubiera empezado siquiera a esperarlo.
»Me lancé como un loco a prepararlo todo, y en menos de cuarenta y ocho horas estaba cruzando el Canal para presentarme antes mis patronos y firmar el contrato. En muy pocas horas llegué a una ciudad que siempre me hace pensar en un sepulcro blanqueado. Un prejuicio, sin duda. No tuve ninguna dificultad en encontrar las oficinas de la compañía. Eran lo más grande de toda la ciudad, y toda la gente que encontré no hablaba de otra cosa. Iban a regir un Imperio en Ultramar y a hacer mucho dinero con el comercio.
»Una calle estrecha y desierta, en profunda oscuridad, casas altas, innumerables ventanas con persianas, un silencio sepulcral, hierba despuntando entre las piedras, imponentes arcos a derecha e izquierda, grandes y pesadas puertas de doble hoja entreabiertas. Me deslicé por una de estas rendijas, subí una escalera barrida y sin adornos, tan árida como un desierto, y abrí la primera puerta con que me topé. Dos mujeres, una gruesa y la otra delgada, estaban sentadas en sillas con asiento de paja, haciendo punto con lana negra. La delgada se levantó y caminó derecha hacia mí, ocupada aún en su trabajo y con la mirada baja, y sólo cuando empecé a pensar en apartarme de su camino, como se haría con un sonámbulo, se irguió y levantó la mirada. Su vestido era tan liso como la funda de un paraguas; se volvió sin decir palabra y me condujo a una sala de espera. Di mi nombre y miré a mi alrededor. Una mesa de pino en el centro, sillas austeras a lo largo de las paredes y, en un extremo, un gran mapa reluciente, marcado con todos los colores del arco iris. Había una buena cantidad de rojo, agradable de ver en cualquier momento, porque siempre indica que allí se está realizando un trabajo serio; un montón de azul, un poco de verde, salpicaduras de color naranja y, en la costa Este, una mancha violeta para indicar dónde beben cerveza los joviales pioneros del progreso. No obstante, yo no me dirigía a ninguno de esos colores. Iba al amarillo. Al centro mismo. Y el río estaba allí, fascinante, mortífero como una serpiente. ¡Ah! Se abrió una puerta, apareció la cabeza canosa de un secretario con expresión compasiva, y un flaco dedo índice me invitó al santuario. Estaba escasamente iluminado, y un pesado escritorio invadía el centro de la habitación. Desde detrás de este mueble apareció una pálida corpulencia dentro de una levita: el gran hombre en persona. Calculo que debía medir algo más de cinco pies seis pulgadas, y tenía en sus manos el control de incontables millones. Me dio la mano, me imagino; murmuró vagamente; estaba satisfecho con mi francés. Bon voyage.
»Unos cuarenta y cinco segundos más tarde me encontré otra vez en la sala de espera con el compasivo secretario, que, lleno de desolación y sentimiento, me hizo firmar un documento. Supongo que me comprometí, entre otras cosas, a no revelar ningún secreto comercial. Bueno, no pienso hacerlo.
»Empecé a sentirme algo incómodo. Sabéis que no estoy acostumbrado a semejantes ceremonias, y había algo amenazador en el ambiente. Era como si hubiera entrado a formar parte de una conspiración, no sé, algo que no estaba demasiado bien, y me alegré de salir de allí. En la habitación exterior las dos mujeres hacían punto febrilmente con lana negra. Estaba llegando gente, y la más joven iba de un lado para otro introduciéndolos. La más vieja estaba sentada en una silla. Sus zapatillas de paño sin tacón estaban apoyadas en un brasero, y un gato reposaba en su regazo. Llevaba algo blanco y almidonado en la cabeza, tenía una verruga en la mejilla y unas gafas con montura de plata se aferraban sobre la punta de su