Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
lánguido como un trapo; las bocas de los largos cañones de seis pulgadas asomaban por todo el bajo casco del barco; el oleaje grasiento y viscoso lo levantaba perezosamente y lo dejaba caer, meciendo sus delgados mástiles. Allí estaba, en la vacía inmensidad de tierra, cielo y agua: incomprensible, disparando contra un continente. ¡Pum! Disparaba uno de los cañones de seis pulgadas; una pequeña llama asomaba y se desvanecía, una pequeña nube blanca desaparecía, un diminuto proyectil producía un débil chirrido y no ocurría nada. No podía ocurrir nada. Había algo de insensato en toda la maniobra; una sensación de lúgubre bufonada en el espectáculo, que no se disipó porque alguien a bordo me asegurara seriamente que había un campamento de indígenas (¡los llamaba enemigos!) oculto en alguna parte.
»Le dimos su correspondencia (oí que los hombres en ese solitario barco morían de fiebre a razón de tres por día) y continuamos. Atracamos en algunos lugares más con nombres ridículos, donde la alegre danza de la muerte y el comercio continúa en una atmósfera telúrica, inmóvil como la de una catacumba caldeada, a lo largo de la informe costa orlada de peligroso oleaje, como si la misma Naturaleza hubiera tratado de mantener alejados a los intrusos; entrando y saliendo de los ríos, corrientes de muerte en vida, cuyas orillas degeneraban en barro, cuyas aguas, espesas hasta convertirse en lodo, invadían los contorsionados manglares, que parecían retorcerse de dolor ante nosotros, en el extremo de una desesperación impotente. En ninguna parte nos detuvimos lo suficiente como para recibir una impresión detallada, pero la sensación general de prodigio vago y opresivo creció en mí. Era como un duro peregrinar en medio de indicios de pesadillas.
»Pasaron más de treinta días antes de que viera la desembocadura del gran río. Anclamos frente a la sede del Gobierno. Pero mi trabajo no comenzaría sino unas doscientas millas más adelante. Así que, tan pronto como pude, partí hacia un lugar treinta millas más arriba.
»Hice el viaje en un pequeño vapor de altura. Su capitán era un sueco, y al saber que yo era marinero me invitó a subir al puente. Era un hombre joven, enjuto, rubio y hosco, con pelo lacio y andares renqueantes. Cuando abandonamos el pequeño y miserable muelle sacudió la cabeza indicando despectivamente la costa. “¿Ha estado ahí?”, preguntó. “Sí”, contesté. “Buena cuadrilla estos chicos del gobierno, ¿no? —continuó, hablando en inglés con gran precisión y considerable amargura—. Es curioso lo que algunas personas son capaces de hacer por unos cuantos francos al mes. Me pregunto qué les ocurre a este tipo de gente cuando se adentran en el país”. Le dije que esperaba verlo pronto. “¡Biee-e-n!”, exclamó. Cruzó de un lado al otro renqueante, mirando al frente con ojo vigilante. “No esté demasiado seguro —continuó—. El otro día recogí a un hombre que se ahorcó en la carretera. Era sueco también”. “¡Se ahorcó! ¿Por qué, en nombre de Dios?”, grité. Él siguió mirando atentamente. “¿Quién sabe? Demasiado sol para él, o el país, quizá”.
»Por fin se abrió ante nosotros una gran extensión de agua. Apareció un promontorio rocoso, montículos de tierra removida junto a la orilla, casas en una colina, otras con techo de hierro, entre un desierto de excavaciones o colgando de un declive. Un ruido continuo de las cascadas de más arriba se cernía sobre esta escena de habitada devastación. Un montón de gente, la mayoría negra y desnuda, iba de un lado a otro como las hormigas. Un espigón se adentraba en el río. A veces una luz cegadora ahogaba todo esto en un repentino recrudecimiento de resplandor. “Ahí está la estación de su compañía —dijo el sueco, señalando tres construcciones de madera con aspecto de barracas sobre la ladera rocosa—. Enviaré sus cosas allí arriba. ¿Dijo cuatro cajas? Bien. Adiós”.
»Me topé con un caldero caído entre la hierba; luego encontré un sendero que subía colina arriba y se desviaba para evitar las rocas y también un pequeño vagón de ferrocarril que yacía boca abajo con las ruedas al aire. Le faltaba una. El objeto parecía tan muerto como los restos de algún animal. Encontré más piezas de maquinaria deteriorada, un montón de rieles oxidados. A la izquierda un grupo de árboles formaba un lugar sombreado, donde parecían agitarse débilmente cosas oscuras. Parpadeé, el camino era empinado. Se oyó sonar un cuerno a mi derecha y vi correr a los negros. Una detonación sorda y pesada sacudió la tierra, una nubecilla de humo salió de la roca y eso fue todo. Ningún cambio se traslució en la superficie de la roca. Estaban construyendo un ferrocarril. La roca no obstruía el camino ni nada parecido; pero estas voladuras sin objeto constituían todo el trabajo que se llevaba a cabo.
»Un leve tintineo a mi espalda me hizo volver la cabeza. Seis negros avanzaban en fila, subiendo fatigosamente por el sendero. Caminaban erguidos y despacio, manteniendo en equilibrio sobre sus cabezas pequeñas cestas llenas de tierra, y el tintineo seguía el ritmo de sus pasos. Sus ijares estaban envueltos en negros harapos, cuyos cortos extremos se movían a su espalda de un lado a otro, como si fueran rabos. Se les notaban todas las costillas; las articulaciones de sus miembros parecían nudos de una cuerda; todos llevaban un collar de hierro alrededor del cuello y estaban unidos por una cadena cuyas cuelgas oscilaban entre ellos, tintineando rítmicamente. Otro estampido desde el acantilado me hizo pensar repentinamente en aquel barco de guerra que había visto disparar al continente. Era el mismo tipo de voz ominosa; pero ni con el mayor esfuerzo de la imaginación se podía llamar enemigos a estos hombres. Se les llamaba criminales, y la ultrajada ley, al igual que los proyectiles que estaban estallando, les había llegado del mar, como un misterio insoluble. Todos sus enjutos pechos jadearon al unísono, sus narices violentamente dilatadas temblaron, sus ojos miraron fija y fríamente a lo alto de la colina. Pasaron a menos de seis pulgadas de mí, sin lanzar ni una mirada, con esa total y mortal indiferencia propia de salvajes infelices. Detrás de esta materia prima uno de los asimilados, el producto de las nuevas fuerzas en acción, se paseaba abatido, sosteniendo un rifle por el medio. Vestía una chaqueta de uniforme a la que le faltaba un botón, y en cuanto vio a un hombre blanco en el camino, se llevó el arma al hombro con presteza. Era simple prudencia, puesto que como todos los hombres blancos se parecen tanto desde lejos, él no habría podido saber quién era yo. Se tranquilizó rápidamente, y con una amplia, blanca e indigna mueca y una ojeada a su cargamento pareció tomarme como socio en su exaltada confianza. Después de todo, también yo formaba parte de la grandiosa causa de estas altas y justas acciones.
»En lugar de seguir subiendo, di la vuelta y bajé por la izquierda. Mi intención era perder de vista a aquella cadena de presidiarios antes de escalar la colina. Ya sabéis que no soy particularmente tierno; he tenido que golpear y que esquivar golpes; he tenido que resistir y que atacar en ocasiones (que es sólo una forma de resistir) sin calcular el precio exacto, de acuerdo con las exigencias del tipo de vida en la que había caído. He visto el demonio de la violencia, el demonio de la avaricia, el demonio del deseo ardiente; pero ¡por todas las estrellas!, eran demonios fuertes, vigorosos, con los ojos inyectados, que dominaban y manejaban hombres; hombres, os digo. Pero cuando estaba de pie en aquella ladera presentí que, bajo la luz cegadora de aquella tierra, iba a conocer un demonio flácido, pretencioso y de ojos apagados, de una locura rapaz y despiadada. Cuán incordiante podía llegar a ser además, no lo iba yo a descubrir hasta varios meses más tarde, mil millas más adelante. Por un momento permanecí de pie horrorizado como por una advertencia. Al fin descendí la colina, oblicuamente, hacia los árboles que había visto.
»Evité un gran hoyo artificial que alguien había estado cavando en la pendiente, y cuya finalidad me fue imposible adivinar. De todas formas no era ni una cantera ni un arenal. Era un simple agujero. Podía guardar relación con el deseo filantrópico de proporcionar a los malhechores algo que hacer. No lo sé. Después estuve a punto de caer en un estrecho barranco, apenas una cicatriz en la colina. Descubrí que allí habían sido arrojados un montón de tubos de desagüe importados para el asentamiento. No había ni siquiera uno que no estuviera roto. Era un destrozo gratuito. Al fin llegué al pie de los árboles. Tenía la intención de pasear un rato por la sombra, pero tan pronto como estuve allí me pareció haber penetrado en el tenebroso círculo de algún Infierno. Las cascadas de agua estaban cerca, y un ruido ininterrumpido, uniforme, rápido e impetuoso llenaba con un misterioso sonido la lúgubre quietud de la arboleda en la que no se agitaba ni un hálito ni se movía una sola hoja, como si repentinamente el paso desgarrante de la tierra propulsada se hubiera hecho audible.
»Se veían negras