Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
como un borbotón de una cloaca. En ese momento no hizo más que emitir un hosco gruñido; el subjefe de máquinas, en la parte superior de la escala del puente, continuó, impávido, mientras amasaba con palmas húmedas un trapo sucio, el relato de sus quejas. Los marineros la pasaban bien ahí arriba, y maldito sea si entendía qué utilidad tenían para el mundo. Los pobres diablos de los maquinistas debían hacer marchar el barco de cualquier manera, y muy bien podían ocuparse además de todo lo otro; caramba, ellos…
—Cállese —gruñó el alemán, estólido.
—¡Sí! Cállese… Y cuando algo anda mal, vienen corriendo a buscarnos, ¿no? —continuó el otro. Tenía la impresión de estar más que cocinado a medias; pero de cualquier manera no le importaba todo lo que había pecado, porque en los últimos tres días había pasado por un magnífico curso de preparación para el lugar al cual van los chicos malos cuando mueren en verdad que sí… además de haber quedado ensordecido por el maldito estrépito de abajo. El condenado montículo de basura compleja, podrida y condensada repiqueteaba y golpeaba allí como un viejo cabestrante de puente, sólo que más aún. Y ni él mismo podía decir qué le hacía arriesgar la vida todas las noches y días creados por el Señor, en medio de los desperdicios de una playa de desguace que vuela de un lado a otro a cincuenta y siete revoluciones. Sin duda había nacido sin capacidad para reflexionar, cuernos. Él…
—¿De dónde sacó bebida? —preguntó el alemán, muy salvaje, pero inmóvil a la luz de la bitácora, como una torpe efigie de un hombre tallado en un bloque de grasa. Jim continuó sonriendo al horizonte que retrocedía; tenía el corazón henchido de impulsos generosos, y su pensamiento contemplaba su propia superioridad.
—¡Bebida! —repitió el maquinista con amable desprecio. Se aferraba con ambas manos a la baranda, sombría figura de piernas flexibles—. No de usted, capitán. Usted es demasiado mezquino, cuernos. Preferiría dejar morir a un buen hombre antes que darle una gota de schnapps . Eso es lo que ustedes, los alemanes, llaman economía. Ahorran peniques y derrochan libras. —Se puso sentimental. El jefe le había dado un trago de cuatro dedos a eso de las diez—. ¡Uno solo, lo juro! El bueno y viejo jefe. —Pero en cuanto a sacar al viejo falsario de su litera… ni una grúa de cinco toneladas lo conseguiría. Ni pensarlo.
Por lo menos esa noche. Dormía dulcemente, como un chiquillo, con una botella de coñac de primera bajo la almohada. De la gruesa garganta del comandante del Patna salió un bajo retumbo, en el cual el sonido de la palabra schwein aleteó de arriba abajo como una caprichosa pluma en una leve corriente de aire. Él y el jefe de máquinas eran compinches desde hacía muchos años; servían al mismo chino jovial y taimado, de gafas con montura de cuerno e hilos de seda roja trenzados en los venerables cabellos canos de su coleta. La opinión de los muelles en el puerto de base del Patna era que esos dos, en materia de descarados peculados, «habían hecho muy bien juntos, todo lo que pueda pensarse».
Por fuera no combinaban bien: uno de mirada apagada, malévolo y de suaves curvas carnosas; el otro delgado, todo huecos, con una cabeza larga y huesuda como la de un caballo viejo, mejillas y sienes hundidas, indiferente mirada turbia de ojos hundidos. Había quedado encallado en algún punto del Oriente, en Cantón, Shanghai o tal vez Yokohama; quizá ni siquiera a él mismo le interesaba recordar la localidad exacta, y menos aún la causa de su naufragio. Por piedad para con su juventud, se lo expulsó con discreción de su barco, hacía veinte años, o más, y habría podido ser tanto peor para él que el recuerdo del episodio casi no contuviese huellas de desdicha. Luego, cuando la navegación de vapor se extendió en esos mares y los hombres de su oficio escasearon al comienzo, en cierto modo «siguió adelante». Se esforzaba por hacer saber a los desconocidos, en un lúgubre murmullo, que «aquí era un viejo caballo de diligencia». Cuando se movía, un viejo esqueleto parecía agitarse, suelto, debajo de sus ropas; su marcha era un simple vagabundeo, y así solía vagar por la lumbrera del cuarto de máquinas, fumando sin placer tabaco modificado en un cuenco de bronce fijado al extremo de una boquilla de cerezo de un metro veinte de largo, con la imbécil gravedad de un pensador que elaborase un sistema filosófico a partir de la brumosa visión de una verdad. Por lo general no era muy generoso con su acopio personal de bebidas alcohólicas, de modo que su segundo, un hijo de Wapping, débil de cerebro, se mostraba muy feliz, desfachatado y parlanchín, entre lo inesperado del convite y la fuerza de la bebida. La furia del alemán de Nueva Gales y del Sur era extrema: resoplaba cono un tubo de escape, y Jim, un tanto divertido con la escena, esperaba con impaciencia el momento de bajar. Los últimos diez minutos de la guardia eran irritantes como un arma que no dispara; esos hombres no pertenecían al mundo de la aventura heroica. Pero no; eran malos tipos. Y aun el propio capitán… Se le cerró, la garganta ante la visión de la masa de carne jadeante de la cual surgían murmullos que gorgoteaban un nebuloso hilo de expresiones obscenas. Pero experimentaba una languidez demasiado placentera para sentir un desagrado activo por esa; o cualquier otra cosa. La calidad de esos hombres no importaba; se rozaba con ellos pero no podían tocarlo. Compartía; el aire que respiraban, pero él era distinto… ¿Atacaría el capitán al jefe de máquinas?… La vida era fácil y él estaba demasiado seguro de sí… demasiado seguro de sí para… La línea que separaba su meditación de una cabeceada subrepticia, de pie, era más delgada que el hilo de una tela de araña.
El subjefe de máquinas llegaba, en fáciles transiciones, a la consideración de sus finanzas y su valentía.
—¿Quién está borracho? ¿Yo? ¡No, no, capitán! Nada, de eso. Ya tendría que saber que el jefe no es lo bastante generoso como para emborrachar a un gorrión, cuernos. La bebida jamás me hizo daño en la vida; todavía no se fabricó, la que pueda embriagarme a mí. Podría beber fuego líquido, vaso por vaso, con otro que bebiese whisky, cuernos, y mantenerme fresco como una lechuga. Si creyese que estoy ebrio, saltaría por la borda… terminaría conmigo mismo, cuernos, ¡lo juro! ¡Sin vacilar! Y no me iré del puente. ¿Dónde quiere que tome aire en una noche como esta, eh? ¿En la cubierta, entre esas sabandijas de abajo? Sí, ¿eh? No tengo miedo de nada de lo que pueda hacerme.
El alemán levantó al cielo dos pesados puños y los sacudió un poco sin hablar.
—No conozco el miedo —continuó el maquinista, con el entusiasmo de una sincera convicción—. ¡No temo hacer todo el condenado trabajo en este bote podrido, cuernos! Y es una bendición para usted que haya en el mundo algunos de nosotros que no temen por sus vidas, o dónde estaría, si no… usted y este vejestorio, con planchas como papel de estraza… papel de estraza, lo juro, ¿eh? Para usted está muy bien… saca una cantidad de dinero de todo esto, de una u otra manera, ¿pero y yo, qué tengo yo? Unos míseros ciento cincuenta dólares por mes, y haga lo que le parezca. Quiero preguntarle con respeto… con respeto, ¿entiende?, ¿quién no mandaría al demonio un trabajo de porquería como este? ¡No es seguro, lo juro, no lo es! Sólo que yo soy uno de esos que no tienen miedo…
Soltó la baranda e hizo amplios ademanes, como si demostrase en el aire la forma y extensión de su valor; su voz aguda se precipitó en prolongados chillidos hacia el mar, retrocedió y avanzó en puntas de pies para conseguir más fuerza de emisión, y de pronto cayó hacia abajo, de cabeza, como si lo hubieran golpeado con una porra desde atrás. Dijo «¡Maldito sea!» al derrumbarse; un instante de silencio siguió a sus chillidos. Jim y el capitán avanzaron tambaleando de común acuerdo, y deteniéndose, se quedaron muy tiesos e inmóviles, mientras miraban, asombrados, el nivel imperturbable del mar. Luego miraron hacia arriba, a las estrellas.
¡Qué había sucedido! El jadeante repiqueteo de las máquinas continuaba. ¿La tierra se había detenido en su trayectoria? No entendían; y de pronto el mar sereno, el cielo sin nubes, parecieron formidablemente inseguros en su inmovilidad, como suspendidos al borde del vacío y la destrucción. El maquinista rebotó cuan largo era, y volvió a derrumbarse en un vago montón. El montón decía «¿Qué es eso?» con apagado acento de profunda pena. Un ruido tenue, como de un trueno, de un trueno infinitamente remoto, apenas algo más que una vibración, pasó con lentitud, y el barco se estremeció en respuesta, como si el trueno hubiese gruñido en las profundidades del océano. Los ojos de los dos malayos de la rueda del timón brillaron hacia los hombres blancos, pero sus manos oscuras siguieron apretadas