Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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dirigirse contra él, y que lo hicieron contener la respiración, atemorizado. Se quedó inmóvil.

      Le pareció que se le hacía girar en torno de sí.

      Lo empujaron.

      —¡Al cúter!

      Los jóvenes corrieron a su lado. Un costero que corría en busca de refugio había atravesado a una goleta anclada, y uno de los instructores del barco presenció el accidente. Una multitud de jóvenes se treparon a las barandas, se apiñaron en torno de los pescantes.

      —Colisión. Delante de nosotros. Mr. Symons lo vio.

      Un empellón lo hizo trastabillar contra el palo de mesana, y se tomó de una maroma. El viejo barco de adiestramiento, encadenado a su amarradero, se estremecía de uno a otro extremo, se bamboleaba con suavidad, de proa al viento, y su escaso velamen canturreaba en un bajo profundo la entrecortada canción de su juventud en el mar.

      —¡Arríen!

      Vio que el bote, tripulado, descendía con rapidez debajo de la baranda, y corrió tras él. Oyó un chapoteo.

      —¡Suelten! ¡Desenganchen las betas!

      Se asomó. El río hervía en espumosas franjas.

      Se pudo ver al cúter, en la creciente oscuridad, bajo el impulso de la corriente y el viento, que por un momento lo mantuvieron clavado, sacudiéndose junto al barco. Una voz que gritaba le llegó, débil:

      —¡Remen al compás, cachorros, si quieren salvar a alguien! ¡Al compás!

      Y de pronto se levantó de proa y, saltando con los remos en alto sobre una ola rompió el hechizo que le imponían el viento y la marea.

      Jim sintió que le apretaban el hombro con firmeza.

      —Demasiado tarde, joven. —El capitán del barco depositó el freno de su mano en el muchacho, quien parecía a punto de saltar por sobre la borda, y Jim levantó la vista con el dolor de la derrota consciente en la mirada. El capitán le sonrió con simpatía—. Mejor suerte la próxima vez. Eso te enseñará a ser más despierto.

      Un agudo grito saludó al cúter. Regresó bailando, semi lleno de agua, y con dos hombres extenuados bañándose en las tablas del fondo. El tumulto y la amenaza del viento y el mar le parecieron entonces despreciables a Jim, y le hicieron lamentar el haberse aterrorizado ante su ineficiente peligro.

      Ahora sabía qué pensar de él. Le pareció que el ventarrón carecía de importancia. Podía afrontar mayores riesgos, y mejor que nadie. No quedaba ni una partícula de temor. Pero caviló toda la noche, mientras el remero de proa del cúter —un muchacho con una cara como la de una niña y grandes ojos grises— era el héroe del puente inferior. Ansiosos interrogadores se apiñaban a su alrededor. El joven narraba:

      —Vi que la cabeza se le asomaba y se hundía, y lancé mi bichero al agua. Se le enganchó en los pantalones y yo casi caí al agua, me pareció que estaba a punto, sólo que el viejo Symons soltó el timón y me agarró de las piernas… El bote casi se inundó. El viejo Symons es un buen tipo. No me molesta que nos gruña. Me maldijo durante todo el tiempo que me sostuvo la pierna, pero esa no era más que su manera de decirme que no soltara el bichero. El viejo Symons es muy excitable, ¿no? No, no el tipo bajito y rubio; el otro, el grande de barba. Cuando lo sacamos gimió: «¡Oh, mi pierna! ¡Oh, mi pierna!». ¿Alguno de ustedes se desmayaría de un golpe de bichero? Yo no. Se le clavó en la pierna hasta aquí. —Mostró el bichero, que había llevado abajo con tal fin, y provocó una gran sensación—. ¡No, tonto! No lo sostuvo la carne, sino los pantalones. Mucha sangre, es claro.

      Jim lo consideró una lamentable exhibición de vanidad. El ventarrón había patrocinado un heroísmo tan espurio como su propia ficción de terror. Se sentía furioso con el brutal amotinamiento de la tierra y el cielo, por tomarlo desprevenido y frenar injustamente su generosa disposición apenas por un pelo. En otro sentido, se alegraba de no haber ido en el cúter, pues una proeza de menor importancia tuvo idéntica utilidad. Había ampliado sus conocimientos en mayor medida que quienes hicieron la labor. Cuando todos los hombres retrocedieran, entonces —estaba seguro— sólo él sabría cómo hacer frente a la espuria amenaza del viento y el agua. Sabía qué pensar de ellos. Vistos sin apasionamiento, parecían despreciables. No percibía en sí ni una sola huella de emoción, y el efecto final del conmovedor acontecimiento fue que, inadvertido y separado de la ruidosa multitud de muchachos, se alborozó, con renovada certidumbre, por su avidez para la aventura y por un multifacético sentimiento de valentía.

      Después de dos años de adiestramiento, navegó en el mar, y al penetrar en regiones tan bien conocidas por su imaginación, las encontró extrañamente estériles de aventuras. Hizo muchos viajes. Conocía la mágica monotonía de la existencia entre el cielo y el agua; tenía que soportar las críticas de los hombres, las imposiciones del mar y la prosaica severidad de la tarea cotidiana que hace ganar el pan, pero cuya única recompensa consiste en el perfecto amor al trabajo. Esta recompensa lo eludía. Pero no podía retroceder, porque nada existe más atrayente, desilusionante y esclavizante que la vida en el mar.

      Además, sus perspectivas eran buenas. Era caballeresco, tenaz, tratable, tenía un amplio conocimiento de sus obligaciones; y con el tiempo, cuando aún fuese muy joven llegaría a ser primer oficial de un buen barco, sin haber sido puesto a prueba jamás por los acontecimientos marinos que muestran a la luz del día la valía interior de un hombre, el filo de su temperamento y la fibra de la materia de que está hecho; que revelan la calidad de su resistencia y la verdad secreta de sus ficciones, no sólo a los demás, sino también a él mismo.

      Una sola vez más volvió a entrever la sinceridad de la cólera del mar. Esa verdad no resulta evidente con tanta frecuencia como cree la gente. Existen muchos matices en el peligro de las aventuras y los huracanes, y sólo de vez en cuando aparece en la faz de los hechos una siniestra violencia de intención, ese no sé qué indefinible que dice a la mente y al corazón de un hombre que esa complicación de accidentes o esas furias elementales se precipitan contra él con un propósito de malicia, con una fuerza indominable, con una crueldad irrefrenada que quiere arrancarle su esperanza y su temor, el dolor de su fatiga y su ansia de descanso; que tiene la intención de aplastar, destruir, aniquilar todo lo que vio, conoció, amó, disfrutó u odió; todo lo apreciable y necesario, el sol, los recuerdos, el futuro; que ansía borrar por completo de su vista todo el precioso mundo mediante el sencillo y aterrador acto de quitarle la vida.

      Jim, incapacitado por la caída de un palo al comienzo de una semana de la cual su capitán escocés solía decir luego:

      —¡Hombre! ¡Para mí es un perfecto milagro que hayamos salido de ella con vida! —Jim, entonces, se pasó varios días echado de espaldas, aturdido, magullado, desesperanzado y atormentado, como si se hallara en el fondo de un abismo de inquietud. No le importaba cuál fuese el final, y en sus momentos de lucidez sobrevaloraba su indiferencia. El peligro, cuando no se lo ve, posee la imperfecta vaguedad del pensamiento humano. El miedo se vuelve incierto; y la Imaginación, la enemiga de los hombres, madre de todos los terrores, carente de estímulos se hunde a reposar en el embotamiento de la emoción agotada. Jim nada veía, salvo el desorden de su camarote sacudido. Yacía allí, aporreado en medio de una pequeña devastación, y en secreto se sentía feliz de no tener que subir al puente. Pero de vez en cuando se apoderaba de él, físicamente, una incontenible embestida de la angustia, lo hacía jadear y retorcerse bajo las mantas, y después, la nada inteligente brutalidad de una existencia pasible del tormento de tales sensaciones lo llenaba de un desesperado deseo de escapar a cualquier costo. Luego volvió el buen tiempo, y ya no pensó más en esto.

      Pero su cojera persistió, y cuando el barco llegó a un puerto oriental tuvo que ir al hospital. Su recuperación era lenta, y lo dejaron allí.

      No había nada más que otros dos pacientes en la sala de hombres blancos: el sobrecargo de una cañonera, que tenía una pierna fracturada por una caída a través de una escotilla; y una especie de contratista ferroviario


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