Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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el otro con voz atenuada, desapareciendo rápidamente.

      Algunos, disgustados, acusaron al piloto de estar «demasiado blando». En la toldilla se veía al capitán Allistoun mirando al cielo, que comenzaba a cubrirse al Sudoeste, y no tardó en recorrer las cubiertas la nueva de que el barómetro había comenzado a bajar durante la noche y que debía esperarse se levantase la brisa de un momento a otro. Por una sutil asociación de ideas, eso suscitó una violenta querella sobre el momento exacto en que Jimmy había muerto. ¿Había sido antes o después de comenzar el descenso del barómetro? Imposible saberlo, de donde numerosos gruñidos de desprecio cambiados. De repente, estalló un gran tumulto a proa. El pacífico Knowles y el buenazo de Davis habían llegado a las manos. El cuarto relevado intervino fogosamente y durante diez minutos una estrepitosa refriega se desarrolló en torno de la escotilla, donde, a la sombra movible de las velas, el cuerpo de Jimmy, envuelto en un lienzo blanco, yacía bajo la guardia del lamentable Belfast que desdeñaba la riña en el exceso de su pena. Una vez calmado el tumulto y vueltas las pasiones a la calma de un silencio huraño y enojado, se irguió cerca de la cabeza del cuerpo amortajado y con los dos brazos levantados al cielo, gritó con un tono de indignación dolorida:

      —¡Debíais avergonzaros…!

      Y lo sintieron.

      Belfast tomó su duelo muy a pecho. Dio pruebas tras pruebas de inextinguible abnegación. Fue él, y no otro, quien quiso ayudar al velero a ataviar los restos de Jimmy para su entrega solemne al insaciable mar. Cuidadosamente distribuyó el lastre a lo largo de los tobillos: dos ladrillos, un anillo viejo de ancla, algunos eslabones rotos de una cadena de engranaje deteriorada. Colocábalos primero de un modo y luego de otro.

      —¡Dios te bendiga, hijo, no tendrás miedo de que se desuellen los talones, verdad! —le dijo el velero, excitado por la tarea.

      Clavaba la aguja lanzando bocanadas rabiosas, con la cabeza envuelta por una nube de humo de tabaco, sentando los pliegues de la tela, ajustando las costuras, estirando la lona.

      —Levántale los hombros… Tira un poco de tu lado… Ya… ya… Basta.

      Belfast obedecía, tirando, levantando, abrumado de pena, mojando con sus lágrimas el hilo embreado.

      —No ajustes mucho la tela sobre su pobre rostro, velero —imploró dolorosamente.

      —¿Para qué seguir? Bien cómodo estará así —aseguraba el otro, cortando el hilo después de dar el último punto, justamente a la altura de la mitad de la frente; enrolló la tela sobrante y guardó sus agujas—. ¿Por qué lo tomas tan a pecho? —preguntó.

      Belfast bajó los ojos hacia el largo paquete de tela gris.

      —Fui yo quien lo sacó aquella vez —murmuró—, y no quería irse. Si lo hubiera velado yo anoche, seguiría viviendo para darme gusto…, pero anoche estaba yo cansado.

      El velero chupó vigorosamente su pipa y refunfuñó:

      —Cuando yo estaba… en las Antillas… La fragata La Blanca… Fiebre amarilla… se cosían así veinte hombres al día… mozos de Portsmouth, de Devonport, de nuestras tierras… se les conocían sus padres, sus madres, sus hermanas, toda su gente. No se paraba atención en ellos. Y negros como éste, nadie sabe de dónde vienen. No tienen a nadie. No sirven a nadie. ¿A quién le hará falta éste?

      —A mí. Fui yo quien lo salvó aquella vez —gimió Belfast inconsolable.

      Sobre dos tablas clavadas juntas, y en apariencia inmóvil y resignado bajo los pliegues de la Unión Jack con franja blanca James Wait, llevado a popa por cuatro hombres, fue depositado cuidadosamente, con los pies en dirección a una porta abierta. Hacia occidente se levantaba un oleaje y, siguiendo el balanceo del barco, el pabellón rojo a media asta ondulaba en el cielo gris como una lengua de fuego. Charley doblaba la campana y a cada oscilación hacia estribor todo el vasto semicírculo de aguas de acero visibles de aquel lado parecían levantarse, ávidas, hasta la porta, como impacientes por arrebatamos a nuestro Jimmy. Todos se hallaban allí, excepto Donkin, demasiado enfermo para presentarse; el capitán y mister Creighton, descubiertas las cabezas, se hallaban en el frontón de la toldilla; mister Baker, obedeciendo las órdenes del patrón que le había dicho gravemente:

      —Usted tiene más costumbre de esas cosas que yo —salió por la puerta de la cámara.

      Andaba rápidamente, con una sombra de confusión, llevando en la mano el libro de oraciones. Todos los gorros desaparecieron. Comenzó quedamente, con su tono habitual de amenaza inofensiva, como si reprochase discretamente por última vez al marinero que yacía a sus pies. Los hombres escuchaban, formando grupos dispersos, apoyados sobre la batayola y mirando a la cubierta, la barbilla en las manos y los rostros pensativos, o los brazos cruzados, una rodilla ligeramente doblada, rígido el cuerpo, en la actitud de la meditación. Wamibo soñaba. Mister Baker continuaba gruñendo reverentemente al doblar cada página. Las palabras del texto sagrado, pasando por sobre los corazones inconstantes de los hombres, se iban errantes, sin asilo, sobre el desierto de las olas sin piedad; y James Wait, crítico elocuente antaño y mudo para siempre, yacía pasivamente bajo su murmullo ronco de terrores y esperanzas.

      Dos hombres permanecían listos en espera de esas palabras que envían a tantos de nuestros hermanos a dar su última zambullida. Mister Baker comenzó el pasaje.

      —¡Atención! —dijo el contramaestre entre dientes.

      Mister Baker leyó:

      —A las profundidades —e hizo una pausa.

      Los hombres levantaron la extremidad de las tablas vecinas a la cubierta, el contramaestre retiró con mano rápida la Unión Jack, pero James Wait no se movió.

      —Más alto —gruñó colérico el contramaestre.

      Todas las cabezas se habían levantado, un malestar general crispaba a todo el mundo, pero James Wait no daba señales de querer irse. Muerto y, bajo el sudario que lo envolvía para siempre, parecía aferrarse todavía al barco con un abrazo de espanto que lo sobrevivía a él mismo.

      —¡Más alto! ¡Arriba! —Silbó la voz rabiosa del contramaestre.

      —No quiere —tartamudeó uno de los dos hombres, tembloroso, y ambos parecieron a punto de abandonarlo todo.

      Mister Baker esperaba con el rostro hundido en el libro y cambiando sus pies de lugar. Todos los hombres parecían profundamente desconcertados; de entre ellos salió un rumor débil, una especie de zumbido que iba ganando volumen…

      — ¡Jimmy! —gritó Belfast con tono quejumbroso.

      Hubo un instante de tembloroso desorden.

      —¡Jimmy, pórtate como un hombre! —chilló apasionadamente.

      Todos estaban boquiabiertos, sin parpadear siquiera. Los ojos de Craik estaban desorbitados y todo su cuerpo se crispaba; se inclinó hacia delante como un hombre atraído por la fascinación de lo horrible.

      —¡Vete! —gritó, y saltó con el brazo extendido—. ¡Vete, Jimmy! ¡Jimmy, vete…! ¡Vete!

      Sus dedos tocaron la cabeza del cadáver y el fardo gris se movió de mala gana, luego, repentinamente, se deslizó a lo largo de las tablas inclinadas con la rapidez de un relámpago. Como un solo hombre, la tripulación entera dio un paso adelante, un «¡Ah… h… h!» profundo vibró al salir de los anchos pechos. El barco se balanceó como aliviado de un peso ilegítimo; crujió el velamen. Belfast, sostenido por Archie, jadeaba histéricamente; y Charley, que, deseando ver la última zambullida de Jimmy, se había precipitado hacia la batayola, llegó demasiado tarde para ver otra cosa que un círculo que se borraba sobre el agua apenas rizada.

      Mister Baker, todo sudoroso, leyó la última oración entre un rumor profundo de voces sobreexcitadas y de crujientes velas. «Amén», concluyó con un gruñido inseguro, y cerró el libro.

      —¡Cuadrad las vergas! —tronó una voz encima de él.


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