Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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ojillos brillantes, haciéndolos parpadear.

      —¿Conoces esto? —preguntó el patrón.

      —No, no lo conozco —respondió el otro, tembloroso, pero descarado.

      —Eres un perro. Cógelo —ordenó el patrón.

      Los brazos de Donkin parecían pegados a los muslos; con la mirada fija a los lados, permanecía tan inmóvil como si se hallase en una revista.

      —Cógelo —repitió el patrón avanzando un paso.

      Se lanzaban el aliento al rostro.

      —Coge —dijo una vez más el capitán Allistoun, haciendo un ademán de amenaza.

      Donkin logró arrancar un brazo del costado contra el cual lo apretara.

      —¿Por qué me busca usted? —murmuró con trabajo, como si tuviese la boca llena de papilla.

      — Si no te das prisa… —comenzó el patrón.

      Donkin empuñó la cabilla como si fuese a huir con ella y quedó inmóvil, manteniéndola como un cirio.

      —Vuélvela a poner donde la cogiste —dijo el capitán con una mirada airada.

      Donkin retrocedió con los ojos desmesuradamente abiertos.

      —Ve, bribón, o te ayudaré yo —gritó el patrón, obligándolo a batirse en retirada ante un avance amenazador.

      Donkin se retrajo procurando defender su cabeza con el peligroso hierro que blandía en el puño. Mister Baker dejó de gruñir un momento.

      —¡Bien, by Jove! —murmuró mister Creighton con un tono de conocedor.

      —¡No me toque! —chilló Donkin, retrocediendo.

      —Más de prisa entonces. Vamos, de prisa.

      —No me toque, o lo llevaré a los Tribunales.

      El capitán Allistoun dio un paso, y Donkin, volviéndose totalmente de espaldas, corrió algunos metros; se detuvo luego, mostrando por encima del hombro sus amarillos dientes.

      —Más lejos, en los obenques de proa —ordenó el capitán extendiendo el brazo.

      —¿Vais a seguir viendo tranquilamente cómo se me persigue? —gritó Donkin a la tripulación taciturna que le observaba.

      El capitán Allistoun se lanzó sobre él resueltamente. Donkin se deslizó de nuevo de un salto, se precipitó sobre los obenques de proa y colocó violentamente la cabilla en su agujero.

      —Esto no termina así; todavía tendré mi desquite —gritó a todo el barco, eclipsándose luego tras el palo de mesaría.

      El capitán Allistoun dio media vuelta y regresó hacia popa, perfectamente tranquilos los rasgos de su rostro, como si hubiese olvidado ya el incidente. Los hombres se apartaron a su paso. £1 no miraba a nadie.

      —Esto bastará, mister Baker. Haga bajar el cuarto —dijo tranquilamente—. Y vosotros, marineros, procurad andar a derechas de ahora en adelante —agregó con su voz igual.

      Durante algunos momentos siguió con mirada pensativa las espaldas de la tripulación que se retiraba impresionada.

      —El desayuno, camarero —gritó con tono de alivio por la puerta de la cámara.

      —¡Hum!, el verle dar la cabilla a ese tipo, sir … me produjo no sé qué… ¡Hum! —observó mister Baker—. Hubiera podido romperle…, ¡hum!, la cabeza como una cáscara de huevo.

      — ¡Oh!, lo que es ése… —murmuró el patrón, con el espíritu ausente—. ¡Demonio de mozos! —continuó a media voz—. Creo que ahora todo queda en orden. Nunca se puede decir, sin embargo, en los tiempos que corren y con… Hace años, entonces era yo capitán mozo, durante un viaje a la China tuve un motín. Rebelión franca, Baker. Eran otros hombres, no obstante. Yo sabía lo que querían: saquear el cargamento y apoderarse de las bebidas. Muy sencillo. Durante dos días nos zurramos y cuando tuvieron bastante… dulces como corderos. Buena tripulación. Bonita travesía. Como ya no se hacen.

      Miró al aire, en dirección a las vergas orientadas de bolina.

      —Día tras día, viento contrario —exclamó amargamente—. ¿No tendremos, pues, una buena brisa en todo este viaje?

      —Servidor, sir —dijo el camarero apareciendo ante ellos como por arte de magia, con una servilleta sucia en la mano.

      —¡Ah!, muy bien. Vamos, mister Baker. Se ha hecho tarde con todas estas tonterías.

      Una pesada atmósfera de opresora quietud invadió el barco. Por la tarde, los hombres erraban de lado a lado, lavando sus vestidos y tendiéndolos para secarlos a las brisas poco prósperas, con una languidez meditabunda de filósofos desencantados. Se hablaba poco. El problema de la vida parecía demasiado vasto para los estrechos límites del lenguaje humano y de común acuerdo se dejaba su solución al gran mar que, desde un principio, lo había envuelto en su enorme abrazo; al mar que lo sabía todo, y que, infaliblemente, revelaría a cada uno y a su tiempo la sabiduría que hay oculta en todos los errores, la certidumbre escondida en todas las dudas, el reino de paz y de seguridad que florece más allá de las fronteras del sufrimiento y el miedo. Y entre las confusas corrientes de pensamientos impotentes que nacen y se mueven en toda reunión de hombres, Jimmy emergía, forzando la atención, semejante a una negra boya encadenada al fondo de un estuario fangoso. La mentira triunfaba. Triunfaba gracias a la duda, a la estupidez, a la compasión, a la sensiblería. Y nosotros ayudábamos a su triunfo por compasión, por indiferencia, por cierto sentido cómico. La obstinación de Jimmy en su actitud simuladora ante la verdad inevitable adquiría las proporciones de un enigma colosal, de una manifestación grandiosa e incomprensible que a veces inspiraba un respeto maravillado; y había también en ello para algunos algo de exquisitamente bufo en engañarlo así hasta el extremo de su propia impostura.

      Su obstinado desconocimiento de la única certidumbre cuya proximidad podíamos seguir nosotros de día en día, era tan turbadora como el fracaso de una ley de la naturaleza. Se engañaba tan totalmente sobre sí mismo, que no podía uno menos de sospechar que se hallaba en el secreto de algún saber sobrehumano. Era absurdo hasta el punto de parecer inspirado. Era único y fascinador como solo puede serlo un ser inhumano; parecía que nos lanzase sus negaciones desde el otro lado ya de la frontera fatal. Se hacía inmaterial como una aparición; sus pómulos se pronunciaban, su frente se hacía más huidiza, el rostro se llenaba de cavidades, de manchas de sombra; y la cabeza descamada parecía una negra calavera desenterrada en cuyas órbitas rodasen dos bolas de plata. Era desmoralizador. Por él nos humanizábamos hasta el refinamiento. Nos hacíamos sensibles, complejos, excesivamente decadentes. Comprendíamos la sutileza de su temor, compartíamos todas sus repugnancias, sus antipatías, sus subterfugios, sus engaños, como si estuviésemos supercivilizados, corrompidos y privados de todo conocimiento sobre el sentido de la vida. Teníamos el aspecto de iniciados en misterios infames; con muecas profundas de conspiradores cambiábamos miradas llenas de cosas, de palabras breves y significativas. Éramos indeciblemente viles y estábamos intensamente satisfechos de nosotros mismos. Lo mencionábamos con gravedad, con emoción, con unción, como si ejecutásemos algún fraude moral para conseguir la salvación eterna. A sus afirmaciones más extravagantes respondíamos con un coro afirmativo, como si fuese él un millonario, un político o un reformador y nosotros una manada de ambiciosos poltrones. Si nos aventurábamos a dudar de sus palabras, lo hacíamos a la manera de obsequiosos sicofantes, a fin de que su gloria fuese realzada por nuestro disentimiento adulador. Influenciaba el tono moral de nuestro mundo, como si tuviese el poder de distribuir honores, riquezas o sufrimientos; ¡y él no podía damos sino su desprecio! Éste era inmenso, parecía crecer sin cesar, a medida que su cuerpo enflaquecía bajo nuestros ojos, y era la única cosa en él —de él— que diese una impresión de perennidad y de vigor. Su desprecio


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