Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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un tempestuoso caos de discursos en el que emergían uno que otro fragmento inteligible. Se oía:

      —En mi último barco…

      —¿Qué importa eso?

      —Dice que está mejor.

      —Siempre he creído…

      —No importa…

      Donkin, acurrucado contra el bauprés, con las clavículas a la altura de las orejas, con su nariz ganchuda que caía hacia tierra, parecía un buitre enfermo, con las plumas erizadas. Belfast, con las piernas esparrancadas, el rostro rojo a fuerza de chillar y los brazos en alto, figuraba bastante bien una cruz de Malta. Los dos escandinavos, en un rincón, tenían el aspecto de muda consternación que se ve en los testigos de un cataclismo. Y, más allá de la luz, Singleton de pie entre la humareda, monumental, indistinto, tocando las vigas del techo con la cabeza, erguía una efigie de estatura heroica entre las sombras de aquella cripta.

      Dio un paso hacia delante, impasible y enorme. El bullicio cayó como una ola que se rompe; pero todavía alcanzó Belfast a gritar una vez más, agitando los brazos:

      —¡Os digo que se muere!

      Luego se sentó de repente sobre la escotilla, cogiéndose la cabeza entre las manos. Todos contemplaban a Singleton, levantando los ojos desde el suelo en que yacían, o mirándole fijamente desde los rincones oscuros, o volviendo sus cabezas con miradas curiosas. Esperaban, apaciguados ya, como si aquel viejo que a nadie miraba poseyese el secreto de sus indignaciones y de sus deseos turbados, y una visión más exacta y un más claro saber. En verdad de pie en medio de ellos, revestía la expresión indiferente de un hombre que ha conocido multitudes de barcos, que ha oído muchas voces semejantes a las suyas, que ha visto ya cuanto puede suceder sobre la inmensa extensión de los mares. Oyeron el ronquido de su voz en su vasto pecho, como si las palabras rodasen hacia ellos desde las profundidades de un pasado rudo.

      —¿Qué queréis hacer? —preguntó.

      Nadie respondió. Sólo Knowles murmuró:

      —¡Ay! ¡Ay!

      Y alguien dijo muy quedamente:

      —¡Si esto no es vergonzoso!

      Singleton esperó, haciendo un gesto despreciativo.

      —Cuando muchos de vosotros no habíais nacido, ya había visto yo muchos motines a bordo, provocados por algo o por nada —dijo lentamente—; pero jamás por cosa semejante.

      —Puesto que yo os digo que se muere… —repitió Belfast lúgubremente, sentándose a los pies de Singleton.

      —Y por un negro además —continuó el viejo lobo marino—. Yo los he visto morir como moscas.

      Se detuvo pensativo, como en el esfuerzo de rememorar. Cosas siniestras…, detalles de horror…, hecatombes de negros. Los hombres le miraban fascinados. Era bastante viejo para recordar negreros, motines sangrientos, quizá piratas. ¡Quién podría decir a qué violencias y a qué terrores había sobrevivido! ¿Qué iba a decir? Dijo:

      —No podéis hacer nada. Es preciso que muera.

      Hizo una nueva pausa. Su bigote y su barba se movían. Mascaba las palabras, mascullaba detrás de la maraña de pelo blanco, incomprensible y turbador como un oráculo tras un velo.

      —Quedarse en tierra…, enfermo… En lugar de eso…, traemos todo este viento contrario. Miedo. El mar quiere lo suyo… Morir a vista de tierra. Siempre lo mismo. Ellos lo saben…, viaje largo…, más jornadas, más dólares… Permaneced tranquilos. ¿Qué es lo que necesitáis? No podéis hacer nada.

      Pareció salir de un sueño.

      —Ni por él, ni por vosotros —dijo austeramente—. El patrón no es una bestia. Tiene su idea. Tened cuidado, soy yo quien os lo dice. ¡Yo los conozco!

      Con los ojos fijos ante sí, volvió la cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si inspeccionase una larga fila de astutos patrones.

      —Ha dicho que me rompería la cabeza —gritó Donkin con tono desgarrador.

      Singleton dirigió la mirada hacia el suelo con un aire de atención intrigada, como si no pudiese descubrir al otro.

      —¡Vete al diablo! —dijo vagamente, renunciando a verlo.

      Emanaba de él una inefable sabiduría, la indiferencia dura, el soplo helado de la resignación. En torno, todos los oyentes se sintieron en cierto modo completamente iluminados por su decepción misma y, mudos, hacían negligentemente los gestos y ademanes de desahogo despreocupado de hombres aptos para discernir el aspecto irremediable de sus existencias. Él, profundo de inconsciente sabiduría, esbozó un movimiento con el brazo y salió sobre cubierta sin agregar otra palabra.

      Belfast, abiertos desmesuradamente los ojos, se abismaba en sus reflexiones. Uno o dos marineros treparon pesadamente a las literas superiores, y, una vez arriba, lanzaron un suspiro; otros se hundían de cabeza en las literas bajas con gran presteza, dando instantáneamente media vuelta sobre sí mismos como bestias que entran en sus cubiles. El raer de un cuchillo raspando la arcilla quemada de una pipa rechinaba. Knowles había dejado su sonrisa burlona. Con un tono de convicción ardiente, dijo Davis:

      —Entonces, nuestro patrón está chiflado.

      Archie gruñó:

      —¡Demonio! ¿Es que todavía no hemos concluido ese asunto?

      Fuera, la campana dio cuatro toques.

      —¡La mitad de nuestro cuarto de descanso al agua! —gritó Knowles con tono de alarma.

      Luego, reflexionando, observó consolándose pronto:

      —De todos modos, dos horas de sueño valen más que nada.

      Algunos simulaban ya el sueño y Charlie, profundamente dormido, farfulló de repente algunas palabras con una voz blanca, arbitraria.

      —Ese condenado chico tiene lombrices —comentó doctamente Knowles debajo de sus mantas.

      Belfast se levantó y se aproximó al lecho de Archie.

      —Nosotros le sacamos de allí —murmuró amargamente.

      —¿Qué? —preguntó el otro malhumorado y medio dormido.

      —Y pronto nos tocará a nosotros echarlo al mar —continuó Belfast, temblándole el labio inferior.

      —¿Echar qué? —dijo Archie.

      —Al pobre Jimmy —gimió Belfast.

      —¡Ya nos tiene hartos tu pobre Jimmy! —dijo Archie con una brutalidad sin convicción sentándose en el lecho—. Él tiene la culpa de todo. Sin mí, se hubieran asesinado unos a otros a bordo de este barco.

      —No es culpa suya —arguyó Belfast a media voz—. Yo lo puse en su lecho…, no pesa más que un barril de conservas vacío —agregó con las lágrimas en los ojos.

      Archie lo miró de frente y volvió resueltamente la nariz hacia el muro. Belfast comenzó a vagar por el castillo mal alumbrado, como un hombre que ha perdido su ruta, y estuvo a punto de caer sobre Donkin. Por un momento lo contempló de arriba abajo.

      —¿No te acuestas? —le preguntó.

      Donkin levantó la cabeza, desesperanzado.

      —Ese cochino irlandés, hijo de ladrones, me ha dado un puntapié —murmuró desde el suelo con un tono de irreparable desolación.

      —Muy bien hecho —dijo Belfast siempre deprimido—; ¿sabes, hijito, que esta noche has estado muy cerca de la horca? Vete a jugar esos juegos a otra parte, no cerca de mi Jimmy. Tú no fuiste de los que le salvamos. Conque ¡abre el ojo! Podría suceder que también yo te diera una buena tunda de puntapiés.

      Belfast se animaba,


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