Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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que hacen los fogoneros en los barcos de vapor —dijo con serenidad y muy satisfecho de sí mismo—. Me parece que mi trabajo es tan duro como el de ellos, y dura más. ¿Los has visto alguna vez en el fondo de su agujero? Diríanse diablos que queman, queman, queman, allá abajo.

      Su índice mostraba el suelo. Algún lúgubre pensamiento oscureció su faz jovial, sombra de nube viajera sobre la claridad de un mar en calma. El cuarto relevado pasó pateando ruidosamente bajo la luz proyectada por la puerta. Alguien gritó:

      —¡Buenas noches!

      Belfast se detuvo un momento, alargó la cabeza hacia Jimmy y se quedó allí estremecido y mudo como de emoción reprimida. Lanzó al cocinero una mirada cargada de fúnebres augurios y desapareció. El cocinero tosió para aclarar la voz. Jimmy, los ojos en el techo, no hacía más ruido que un hombre que se oculta.

      Una brisa muy dulce aireaba la noche clara. El barco bandeaba ligeramente, deslizándose con calma por un mar sombrío hacia el inaccesible y festivo esplendor de un horizonte negro cribado de puntos de fuego. Encima de los mástiles, la curva resplandeciente de la Vía Láctea se combaba sobre el cielo como un arco triunfal de luz eterna que dominase el oscuro sendero de la tierra. En la punta del castillo de proa, silbaba con ruidosa precisión un aire vivo de giga, en tanto que se oía vagamente zapatear a otro a compás. Un murmullo confuso de voces, risas y estribillos, llegó de proa. El cocinero sacudió la cabeza, acechó a Jimmy con una mirada oblicua y comenzó a murmurar:

      —¡Ay! Bailar y cantar. No piensan en otra cosa. Me admira que la Providencia no se canse. Olvidan el día en que seguramente ha de llegar… en tanto que tú…

      Jimmy bebió un trago de té precipitadamente, como si lo hubiese robado y se apelotonó bajo sus mantas volviéndose hacia el tabique. El cocinero se levantó, cerró la puerta, volvió a sentarse y dijo claramente:

      —Cada vez que atizo mis hornillos, pienso en vosotros: os veo blasfemando, robando, mintiendo, y haciendo cosas todavía peores, como si no hubiese otro mundo… No sois malos muchachos, a pesar de todo —concedió hablando más lentamente; luego, tras una pausa de condolida meditación, continuó con tono resignado—: ¿Qué le vamos a hacer? Culpa suya será si algún día tienen más calor del necesario. ¡Calor digo! Las calderas de uno de esos barcos de la White Star no son nada en comparación.

      Por un momento quedó en silencio, inmóvil. Un gran tumulto llenaba su cerebro, confusa visión de siluetas radiantes, exaltador concierto de cantos entusiastas y de gemidos torturados. Sufrió, gozó, admiró, aprobó. Se sintió contento, espantado, levantado por encima de sí mismo, como aquella otra noche —la única vez de su vida, veintisiete años atrás, le complacía recordar la cifra—, en que siendo mozo y hallándose en mala compañía, le había acontecido el verse intoxicado en un café cantante del East End. Una oleada repentina de emoción lo arrastró, lo arrebató de golpe a su cuerpo mortal. Se remontó. Contempló frente a frente el secreto del más allá. Secreto encantador y excelente que él, al mismo tiempo que Jimmy y toda la tripulación, acariciaba. Su corazón se desbordó de ternura, de simpatía, del deseo de mezclarse a las cosas, de inquietud por el alma de aquel negro, de orgullo ante la indudable eternidad, de un sentimiento de poder. Cogerlo en sus brazos y arrojarlo a la salvación eterna…, pobre alma negra…, más negra que su cuerpo…, podredumbre…, demonio… No, no era aquello… Era menester hablar de fuerza… Sansón… Un gran estruendo, como de címbalos que chocasen resonó en sus oídos; un relámpago le reveló una mezcla de rostros radiantes, de lirios, de libros de oraciones, de arpas de oro, de levitas, de alas. Vio trajes flotantes, rostros recién afeitados, un mar de claridad, un lago de betún. Suaves perfumes flotaban con relentes de azufre, lenguas de fuego rojo lamiendo una niebla blanca. Una voz formidable tronó. Y todo duró tres segundos.

      —¡Jimmy! —exclamó con tono inspirado.

      Luego titubeó. Una chispa de piedad humana brillaba todavía a través de la vanidad infernal de su humoso sueño.

      —¿Qué? —dijo James Wait de mala gana.

      Reinó el silencio. El negro apenas volvió la cabeza y aventuró una mirada tímida. Los labios del cocinero se movían en silencio; su rostro tenía una expresión extática, sus ojos se levantaban hacia el cielo. Parecía implorar mentalmente las vigas del techo, el gancho de cobre de la lámpara, dos cucarachas que se paseaban por el techo.

      —Oye —dijo Wait—, quiero dormir. Me parece que podré hacerlo, ¿eh?

      —No es tiempo de dormir —exclamó el cocinero con voz muy alta. Devotamente había desterrado sus últimos escrúpulos humanitarios. Ya no era más que una voz, un no sé qué sublime y desencarnado, como aquella noche memorable en que anduviera sobre las aguas para ir a hacer café a unos pecadores en perdición—. No es tiempo de dormir —repitió su voz exaltada—. ¿Acaso yo puedo dormir?

      —Eso me importa un bledo —dijo Wait con energía ficticia—. Yo sí que puedo. Ve a acostarte.

      —¡Blasfemo…! En la boca misma… en la boca misma… ¿No ves el fuego? ¿No lo sientes? ¡Desventurado ciego, ahíto de pecados! Yo lo veo por ti. ¡Ah!, es demasiado. Día y noche oigo una voz que me dice: «¡Sálvalo!». ¡Jimmy, déjate salvar!

      Las palabras de ruego y de amenaza salieron de su boca como un torrente atronador. Las cucarachas huyeron. Jimmy sudaba y se retorcía clandestinamente bajo sus mantas.

      —¡Tus días están contados! —voceó el cocinero.

      —¡Vete de aquí! —bramó Wait valerosamente.

      —Reza conmigo…

      —No quiero…

      En el pequeño camarote reinaba un calor de homo. Encerrábase en él una inmensidad de miedo y sufrimiento; una atmósfera de gritos y de quejas, de oraciones vociferadas como blasfemias y de maldiciones ahogadas. Fuera, los hombres, llamados por Charley que los informó con gozoso acento de que en el camarote de Jimmy había estallado una disputa, se apretujaban ante la cerrada puerta, demasiado sorprendidos para abrirla. Toda la tripulación se hallaba allí. El cuarto relevado se había precipitado en camisa a la cubierta como después de un choque. Los hombres que subían corriendo, preguntaban:

      —¿Qué sucede?

      Otros decían:

      —Escucha.

      Los rumores ahogados de la disputa continuaban:

      —¡De rodillas! ¡De rodillas!

      —¡Cállate!

      —¡Nunca! Me perteneces… Se te ha salvado la vida… Designio de Dios… Misericordia… ¡Arrepiéntete!

      —¡Eres un idiota, un loco!

      —Tengo que dar cuenta de ti… de ti… Nunca volveré a dormir en este mundo, si yo…

      —¡Basta!

      —¡No, piensa en el fuego!

      Y luego hubo un murmullo agudo, apasionado de palabras que sonaban como una granizada.

      —¡No! —gritó Jim.

      —Sí. Es innegable. No hay remedio posible… Todo el mundo lo dice.

      —¡Mientes!

      —Te veo muerto en este instante… ante mis ojos… lo mismo que si estuvieras muerto ya.

      —¡Socorro! —gritó Jimmy con voz aguda.

      —No lo hay en este valle de lágrimas… mira hacia lo alto —aulló el otro.

      —¡Vete! ¡Asesino! ¡Socorro! —clamó Jimmy.

      Su voz se rompió. Se oyeron quejas, murmullos vagos, uno que otro sollozo.

      —¿Qué pasa ahora? —dijo una voz raramente oída.

      —Vosotros atrás. Atrás —repitió mister Creighton severamente,


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