Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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escupiendo en las anchas palmas de sus manos, levantó sus brazos y agarrando el cabo por encima de su cabeza, lanzó un largo grito quejumbroso y lúgubre pidiendo a todos un nuevo esfuerzo. Una ola cogió de flanco el castillo de popa y arrojó a todo el grupo al suelo a sotavento. Gorros y espeques flotaban. Puños cerrados, piernas agitadas y aquí y allá un rostro anegado, emergían de la ola espumosa y silbante. Mister Baker, volteado con los demás, gritó:

      —¡No soltéis ese cabo! ¡Agarraos bien! ¡Agarraos!

      Y todos, maltrechos por el brutal asalto, se aferraron al cabo como si se tratase del destino de sus vidas. El barco avanzaba, balanceándose fuertemente, y los rompientes coronados de espuma alzaban, una vez pasados a babor y estribor, el resplandor de sus cabezas blancas. Se restañaron las bombas. Se corrieron las brazas. Se instalaron las tres gavias y la vela de mesana. El Narcissus se deslizó más rápidamente sobre las aguas, dejando atrás el galope desatado de las olas. El tronido de las ondas distanciadas subía tras él, llenando el aire con las formidables vibraciones de su voz. Y, devastado, maltrecho, mutilado, corría espumeante hacia el Norte como inspirado por la audacia de un alto empeño…

      El castillo de proa era un lugar de húmeda desolación. Los hombres contemplaron aterrados su albergue. Limoso, chorreante, sonaba a hueco con el viento; despojos informes cubrían el suelo como en una caverna abierta a la marea baja en el flanco de un acantilado asaltado por las tormentas. Muchos habían perdido todo lo que poseían en el mundo, pero la mayoría de los marineros de estribor habían salvado sus cofres, a pesar de que se escapasen de ellos delgados hilillos de agua. Los lechos estaban empapados, las mantas desplegadas y retenidas por algún clavo había sido pisoteadas. De rincones malolientes sacaron andrajos mojados en los que, una vez torcidos, reconocían sus vestiduras. Algunos sonreían sin alegría. Otros, atontados y mudos, paseaban sus miradas en torno. Hubo gritos de alegría por viejos chalecos y gemidos de dolor lloraron informes despojos pescados entre las negras esquirlas de los catres deshechos. Se descubrió una lámpara arrinconada bajo el bauprés. Charley gimoteaba un poco. Knowles arrastraba su pierna coja de un lado a otro, husmeando y merodeando en los rincones oscuros en busca de restos olvidados. Vació de agua salada una bota y se puso a la tarea de buscar al propietario. Abrumados por sus pérdidas, los más castigados permanecían sentados en la escotilla de proa, los codos sobre las rodillas, un puño en cada mejilla, sin dignarse levantar los ojos. El cojo les metió en las narices su hallazgo.

      —Una bota. Está buena. ¿Es tuya?

      —No, quítate de ahí —gruñeron.

      Uno le interrumpió:

      —Llévatela contigo al infierno.

      Knowles pareció sorprendido.

      —¿Por qué? Es una buena bota.

      Luego, al recuerdo súbito de sus ropas perdidas, dejó caer el objeto y comenzó a maldecir. En la penumbra, las voces blasfemaban disputando. Un hombre entró y, con los brazos caídos, permaneció inmóvil, repitiendo desde el umbral:

      —¡Una jugada de los demonios! ¡Una jugada de los demonios!

      Algunos hurgaban en los cofres inundados en busca de tabaco. Jadeaban y chillaban con la cabeza hundida en el cofre:

      —¡Mira esto, Jack…! ¡Ven acá, Sam! Mira mis trajes de tierra, estropeados para siempre.

      Un marinero blasfemaba con la voz llena de lágrimas, levantando un par de pantalones chorreantes. Nadie lo miraba. De pronto, el gato hizo su aparición. Fue ovacionado con entusiasmo, pasando de mano en mano, acariciado entre un murmullo de apelativos mimosos. Se preguntaban dónde habría pasado la tormenta y disputaban sobre ese problema. Una discusión ociosa se entabló. Dos hombres entraron con un cubo de agua fresca. Todos se agruparon en torno; pero Tom , flaco y maullando, con todos los pelos erizados, se acercó y fue el primero en beber. Un par de hombres se encaminaron hacia la popa en busca de aceite y galleta.

      Entonces, bajo la luz amarilla, descansando de secar la cubierta, masticaron duros mendrugos y tomaron el partido de burlarse bien o mal de la mala suerte. Los marineros se aparearon para el uso de las literas. Se establecieron tumos para llevar las botas y los impermeables. Se llamaban uno a otros «viejos» e «hijito» con voces joviales. Sonaron amistosas palmadas. Se gritaban bromas. Uno o dos durmientes, tendidos sobre el mismo suelo húmedo, se hacían una almohada con sus brazos doblados y muchos fumaban sentados sobre la escotilla. A través de la ligera bruma azul, los rostros deshechos parecían apaciguados y brillantes los ojos. El contramaestre asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

      —Relevad al timonel, alguno —gritó—. Son las seis. Al diablo si el viejo Singleton no lleva allí más de treinta horas. ¡Sois un bonito hato!

      Y dio un portazo.

      —El cuarto de guardia arriba —dijo alguien.

      —¡Eh, Donkin, te toca el relevo! —gritaron simultáneamente tres o cuatro voces.

      Donkin había trepado a una litera vacía y yacía inmóvil sobre las tablas húmedas.

      —Donkin, te toca tu turno.

      Ningún sonido respondió.

      —Donkin ha muerto —dijo uno echándose a reír.

      —Venderemos sus trajes —agregó otro.

      —Donkin, si no vas a ocupar tu puesto en el timón venderemos tus ropas —se burló un tercero.

      Se oyó al interpelado gemir desde el fondo de su hueco oscuro. Se quejaba de dolores en todos los miembros y se lamentaba lastimosamente.

      —No irá —dijo una voz despreciativa—. Davis, a ti te toca el turno.

      El joven marinero se levantó penosamente echando atrás los hombros. Donkin asomó la cabeza: bajo la luz amarilla se la veía azorada y frágil.

      —Tan pronto como lo tenga, te daré un paquete de tabaco, palabra —gimoteó en tono conciliador.

      —Iré —dijo—, pero me la pagarás.

      Davis blandió el brazo y la cabeza. Con paso inseguro, pero resuelto, se dirigió hacia la puerta y desapareció.

      —Lo haré como digo —continuó Donkin, reapareciendo de pronto tras él—. Palabra que lo haré… Un paquete grande… Que cueste por lo menos tres chelines…

      Davis abrió bruscamente la puerta.

      — Cuando haga buen tiempo me pagarás lo que sea —dijo por encima del hombro.

      Uno de los hombres se desabrochó rápidamente el abrigo y se lo arrojó a la cabeza:

      —¡Ten, Taffy, coge ese abrigo, viejo ladrón!

      —Gracias —gritó el otro desde la oscuridad, sobre el chapoteo del agua vagabunda.

      Se oyó su chapotear y el choque sordo de una ola que barría la cubierta.

      —No tardó en tomar su ducha —dijo un viejo lobo de mar malhumorado.

      —¡Ay! ¡Ay! —refunfuñaron otros.

      Luego, después de un largo silencio, Wamibo dejó oír extraños gorgoteos.

      —¡Eh! ¿Qué te sucede? —gruñó alguien.

      —Dice que hubiera ido en lugar de Davy —explicó Archie que hacía generalmente de intérprete del finlandés.

      —Lo creo —dijeron varias voces—. No importa, viejo boche… Eres un hermano, cabeza de palo… Pronto te llegará el turno… No sabes lo que es estar tranquilo…

      Se callaron y todos a la vez volvieron sus rostros hacia la puerta. Singleton entraba; dio dos pasos y se detuvo, vacilando ligeramente. El mar silbaba, rompiendo sus olas a lado y lado de la roda y el castillo de proa temblaba lleno de un rumor profundo; la lámpara, balanceándose como un péndulo, arrojaba humosos resplandores. Singleton los contemplaba con ojos


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