Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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lo largo del barco el mar tranquilo levantaba hasta nuestro grupo desatento un murmullo de advertencia. Por abominable que considerásemos al individuo, ¿cómo negar la verdad luminosa de sus amonestaciones? Todo aquello era evidente. Buenos marinos, lo éramos indudablemente; ricos de méritos y pobres de paga. Nuestros esfuerzos habían salvado el barco y era al capitán a quien se lo agradecerían. ¿Qué había hecho él? Queríamos salvarlo. Donkin preguntaba:

      —¿Cómo habría salido del paso sin nosotros?

      Y no podíamos contestar. Oprimidos por la injusticia del mundo, sorprendidos de percatamos desde cuanto tiempo hacía nos pesaba su fardo sin que hasta entonces tuviésemos conciencia de nuestro estado deplorable, sufríamos una sospecha y un malestar: el de nuestra obtusa estupidez que no había sabido ver nada. Donkin nos aseguraba que «la causa de todo era nuestro buen corazón», pero nos negábamos a dejamos consolar por tan pobre sofisma. Todavía éramos suficientemente dignos del nombre de hombres para convenir valientemente con nosotros mismos en las insuficiencias de nuestro intelecto; no obstante, a partir de aquel tiempo nos abstuvimos de dar a nuestros héroes las patadas, los pellizcos en la nariz y los empellones accidentales que, aquellos últimos tiempos, después de doblar el Cabo, habían proporcionado a nuestros ocios una distracción eminentemente popular. Davis dejó de hablarle con aire de desafío de ojos negros y narices aplastadas; Charley, que había bajado mucho en tono desde la tormenta, no se burlaba ya de él. Knowles, deferente y socarrón, aventuraba preguntas como ésta:

      —¿Podemos manducar todos lo que los oficiales? Supongamos que todos se niegan a embarcar hasta haber logrado esto. ¿Qué debería pedirse después?

      El otro respondía sin vacilar con un tono de certidumbre despreciativa, pavoneándose con las manos en los bolsillos de trajes demasiado grandes que, más que vestirlo, parecían disfrazarlo deliberadamente. En su mayoría eran trajes de Jimmy, aunque Donkin, nada orgulloso, aceptara cualquier cosa, viniere de donde viniese; pero nadie, exceptuando a Jimmy, tenía por qué mostrarse generoso. Su devoción por Jimmy no tenía límites. A todas horas lo visitaba en su pequeño camarote, atendía a sus necesidades, satisfacía sus caprichos, cedía a las exigencias de su humor, reía con él frecuentemente. Nada hubiera podido apartarlo de la obra pía de visitar a los enfermos, especialmente cuando había alguna dura faena de arrastre que hacer en la cubierta. Dos veces, con indecible escándalo nuestro, mister Baker lo había extraído de allí, tirándole de la piel del cuello. ¿Había que abandonar, pues, a un hombre enfermo? ¿Se nos iba a maltratar por cuidar a un camarada?

      —¿Qué? —gruñó mister Baker, haciendo frente con ceño amenazador a los murmullos; y todo el semicírculo, como un solo hombre, dio un paso atrás—. ¡A izar la boneta de gavia! Vamos, allá arriba, Donkin, desliza las jarcias —ordenó el piloto con voz inflexible—. Suelta la vela a lo largo; amarra la cargadora. ¡De prisa!

      Luego, la vela ya en su sitio, se iba lentamente a popa y permanecía largo tiempo contemplando la brújula, preocupado, pensativo y respirando fuerte como sofocado por el relente de incomprensible malevolencia que había invadido el barco.

      «¿Qué mosca les ha picado? —pensaba—. Imposible comprender ese modo de refunfuñar y gruñir a la hora de trabajar. Y esto tratándose de una tripulación que, después de todo, es bastante buena para lo que hoy se encuentra».

      Sobre cubierta los hombres cambiaban amargas palabras sugeridas por una necia exasperación contra no sé qué injusto e irremediable que no permitía ponerse en duda y cuyo reproche se obstinaba en resonar en sus oídos largo tiempo después de haberse callado Donkin. Nuestro mundillo se deslizaba por la curva inflexible de su ruta, cargado de un pueblo descontento y ambicioso. Encontraban un alivio oscuro en el interminable y concienzudo análisis de su valor mal apreciado, y embriagados por las doctrinas prometedoras de Donkin, soñaban con entusiasmo en la época en que todos los barcos del mundo bogarían por un mar siempre en calma, maniobrados por tripulaciones bien pagadas, bien nutridas de capitanes satisfechos.

      La travesía se anunciaba larga. Dejamos tras de nosotros el alisio del Sudeste inconstante y fácil; luego, bajo el cielo gris y bajo de los parajes ecuatoriales, entre un calor pesado, el barco flotó sobre un mar liso semejante a una lámina de vidrio esmerilado. Tormentosos chubascos suspendidos en el horizonte giraban, lejanos, en torno de nosotros, rugientes e irritados como una manada de fieras que no se atreviesen al asalto. El sol invisible, deslizándose por encima de los mástiles verticales, ponía en las nubes una mancha de luz difusa, y una mancha semejante de claridad marchita armonizaba con ella de Este a Oeste sobre la superficie mate de las aguas. De noche, a través de las tinieblas impenetrables de la tierra y el cielo, anchas sábanas de fuego ondulaban sin ruido; y por medio segundo, el barco, detenido por la calma, recortaba en negro su silueta: mástiles y aparejo, velas y cuerdas, en el centro de aquellas igniciones celestes, como un barco calcinado cautivo en un globo de fuego. Luego, durante largas horas, continuaba perdido de nuevo en un vasto universo de noche y de silencio, en el que dulces brisas, errando de aquí para allá como almas en pena, hacían palpitar las velas como de un temor repentino, y arrancaban al océano, desde el fondo de su sudario de sombra, un murmullo lejano de compasión, una voz entristecida, inmensa y lánguida…

      Una vez apagada su lámpara, Jimmy, al volverse sobre su almohada, podía ver a través de la puerta, abierta de par en par, desvanecerse más allá de la línea recta de la batayola las visiones reiteradas y fugaces de un mundo fabuloso tramadas con fuegos saltarines y aguas adormecidas. El relámpago se reflejaba en sus grandes ojos tristes que parecían consumirse de repente en un rojo brillo sobre su negro rostro, y entonces yacía enceguecido, invisible, en el seno de una noche intensa.

      De la cubierta en sosiego le llegaba un ruido de pasos ligeros, la respiración de un hombre que holgaba en el umbral de su camarote, el débil crujido de los mástiles doblegados, o la voz tranquila del oficial de cuarto repercutiendo en lo alto, dura y clara, entre las velas inertes. Ávidamente, tendía el oído, buscando una tregua a las fatigosas divagaciones del insomnio en la percepción atenta del sonido más ligero. El chirrido de una polea le daba ánimos, se tranquilizaba espiando los pasos y los murmullos de los relevos de cuarto, se apaciguaba oyendo el bostezo lento de algún marinero rendido de sueño y de fatiga que se tendía sobre las tablas para dormir. La vida parecía algo indestructible. Continuaba en la sombra, en la luz, en el sueño; infatigable, revoloteaba amistosamente en torno a la impostura de aquella muerte próxima. Brillaba como la espada serpenteante del rayo, más llena de sorpresas que la noche oscura. Lo hacía sentirse a salvo, y la calma de su abrumadora oscuridad le parecía tan preciosa como su inquieta y peligrosa luz.

      Pero por la tarde, durante el cuarto de seis a ocho y mucho antes que el primer cuarto de noche, se veía siempre un grupo de hombres reunido ante el camarote de Jimmy. Se reclinaban a un lado y otro de la puerta, cruzadas las piernas y sosegadamente interesados; discurrían a horcajadas sobre el umbral o, por parejas silenciosas, permanecían sentados sobre su cofre, en tanto que contra el pavés, a lo largo del mastelero de recambio, tres o cuatro se alineaban pensativos, con sus rostros de hombres sencillos iluminados por el fulgor que proyectaba la lámpara de Jimmy. El estrecho reducto, repintado de blanco, tenía de noche el brillo de un tabernáculo de plata, santuario de un ídolo negro tendido rígidamente bajo su colcha, parpadeando con sus ojos fatigados al recibir nuestro homenaje. Donkin oficiaba. Parecía un expositor exhibiendo un fenómeno, alguna manifestación anormal, simple y meritoria, que debía suministrar a los espectadores una lección profunda e inolvidable.

      —¡Miradle, él la conoce, él, no cabe error! —exclamaba de cuando en cuando, blandiendo una mano dura y descamada como el espolón de una agachadiza.

      Jimmy, tendido de espaldas, sonreía con reserva y sin mover un miembro. Afectaba la languidez de la extrema debilidad como para manifestamos claramente que nuestra tardanza en sacarlo de una prisión horrible, y luego aquella noche pasada sobre la toldilla entre nuestra negligencia egoísta, habían acabado con él. Gustosamente hablaba de eso y, naturalmente, el tema interesaba siempre. Hablaba espasmódicamente, con prisas intermitentes cortadas por largas pausas como en la marcha de un hombre ebrio.

      —El cocinero acababa de traerme un cazo de café caliente… Lo había puesto así, sobre


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