Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад


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se levantó para salir.

      —Alguna noche oscura le arreglaré las cuentas a ése; ya verás si bromeo —dijo por encima del hombro.

      Jimmy se apresuró a agregar:

      —Eres como un papagayo, como un papagayo chillón.

      Donkin se detuvo, inclinando a un lado su cabeza.

      Sus enormes orejas sobresalían, transparentes y venosas, semejantes a las delgadas alas de un murciélago.

      —Te escucho —dijo de espaldas a su interlocutor.

      —Sí, garlas todo lo que sabes como… como una sucia cacatúa blanca.

      Donkin esperó. Oía el jadeo del otro, lento y prolongado como el de un hombre que tuviese sobre el pecho un peso de cien libras. Luego preguntó muy tranquilo:

      —¿Qué es lo que yo sé?

      —¿Qué…? Lo que te digo… no mucho. ¿Por qué has de hablar de… de mi salud como lo haces?

      —Es un embuste. Un condenado, un monumental embuste, y de primera clase, ¿eh?

      Jimmy siguió inmóvil. Donkin hundió sus manos en los bolsillos y con un solo paso desgarbado se acercó a la litera.

      —Hablo, ¿y qué? Aquí no hay hombres, hay bestias. Un rebaño que se arrea. Te apoyo… ¿Por qué no? ¿Tienes perras?

      —Puede… De eso no tengo que hablar.

      —Bien. Déjaselo ver, déjales que aprendan lo que un hombre puede hacer. Yo soy hombre y conozco tu truco.

      Jimmy se retiró más sobre su almohada; el otro tendió su cuello flaco, bajó su rostro de pájaro hacia el negro, como si apuntase a sus ojos con un pico imaginario.

      —Yo soy hombre. He conocido el interior de todas las cárceles de las colonias antes que ceder tanto así de mis derechos.

      —Sí, eres carne de presidio —dijo Jimmy débilmente.

      —Lo soy… y a mucha honra. Tú, tú careces de nervio; por eso te has embarcado aquí.

      Se detuvo, y luego, subrayando su segunda intención, acentuó lentamente:

      —Tú no estás enfermo, ¿verdad?

      —No —dijo Jimmy con firmeza—. Este año he estado, a veces, como ahora, un poco indispuesto.

      Donkin le guiñó en una mueca amistosa de complicidad, y dijo:

      —¿Verdad que no es ésta la primera vez que haces la marrulla?

      Jimmy sonrió y luego, como incapaz de contenerse, dejó escapar:

      —Sí, en el barco anterior. No me sentía bien durante la travesía. ¿Comprendes? Era cosa fácil. Me pagaron en Calcuta y el patrón no puso reparos… Recibí toda mi paga. Cincuenta y ocho días acostado. ¡Imbéciles! Bien ganada me la tenía.

      Rió espasmódicamente. Donkin lo acompañó con falsa risa de compinche. Luego, Jimmy tosió violentamente.

      —Estoy mejor que nunca —dijo cuando recobró el aliento.

      Donkin hizo un gesto de irrisión.

      —Ya lo creo —dijo profundamente—. Cualquiera puede verlo.

      —Pero no ellos —dijo Jimmy boqueando como un pez.

      —Otras mayores se tragarían —afirmó Donkin.

      —No hables demasiado —le amonestó Jimmy con voz desmayada.

      —¿De qué? De tu bonita farsa, ¿no es eso? —comentó Donkin jovialmente.

      Luego, con un brusco tono de repugnancia, agregó:

      —Sólo piensas en ti. Mientras tú estés contento…

      Acusado así de egoísmo. James Wait se subió el embozo de la colcha hasta la barbilla y permaneció tranquilo un momento.

      Sus pesados labios sobresalían en una imborrable mueca negra.

      —¿Por qué tienes tanto empeño en armar jaleo? —preguntó sin mayor interés.

      —Porque esto es una vergüenza. Nos explotan… Mala alimentación, mala paga… Lo que quiero es que les armen un zipizape de mil demonios, una trifulca que les deje un buen recuerdo. Maltratar a las gentes… romperles la cabeza… ¡Había que ver! ¿Somos hombres o no?

      Su altruista indignación echaba llamas. Luego dijo con calma:

      —He puesto a airear tus ropas.

      —Muy bien —dijo Jimmy con voz lánguida—. Tráelas.

      —Dame la llave de tu cofre —dijo Donkin con impaciencia amistosa—. Te las guardaré.

      —Tráelas aquí. Yo mismo las guardaré —respondió James Wait con severidad.

      Donkin bajó los ojos murmurando.

      —¿Decías? ¿Qué decías? —lo interrogó Wait ansioso.

      —Nada. La noche es seca, déjalas tendidas hasta mañana —dijo Donkin con un temblor insólito en la voz, como si contuviese su risa o su cólera. Jimmy pareció satisfecho.

      —Ponme un poco de agua en el cazo para la noche —dijo.

      Donkin franqueó el umbral.

      —Ve tú mismo a buscarla —replicó con voz malhumorada—. Puedes hacerlo, a menos que estés enfermo.

      —Claro que puedo —dijo Wait—, pero…

      —Entonces, hazlo —dijo Donkin ásperamente—. Si puedes mirar por tus ropas, puedes mirar por ti mismo.

      Y subió a la cubierta sin echar una mirada a su espalda.

      Jimmy alargó la mano hacia el cazo. Ni una gota. Volvió a dejarlo en su sitio suavemente, ahogando su suspiro, y cerró los párpados.

      «El loco de Belfast —pensó—, me traerá agua si se lo pido. ¡Idiota! Tengo mucha sed…».

      Hacía calor en el camarote, que parecía girar lentamente, separado de pronto del barco, deslizándose con un ritmo igual a través de un espacio árido y luminoso en el que, girando vertiginosamente, ardía un sol negro. ¡Inmensidad sin agua! ¡Ni una gota de agua! Un gendarme que se parecía a Donkin bebía ávidamente un vaso de cerveza al borde de un pozo vacío y volaba batiendo el aire con grandes aletazos. Un barco, cuyos mástiles hundían sus puntas en el cielo haciéndolas invisibles, descargaba grano y el viento hacía arremolinar en espirales la cascarilla seca a lo largo del muelle de un dock sin agua. Jimmy giraba a la par, muy fatigado y liviano. El interior de su cuerpo se había desvanecido. Se sentía más ligero que la cascarilla, y más seco. Hinchó su pecho vacío. El aire se precipitó en él, arrastrando en su carrera un montón de cosas extrañas semejantes a casas, árboles, gentes, faroles… ¡No más! No había más aire y él no había terminado aún su aspiración profunda. Pero se hallaba preso. Corrían los cerrojos. Se cerraba una puerta con estrépito. Dos vueltas de llave, le arrojaban un cubo de agua a la cabeza… ¡Uf! ¿Por qué?

      Abrió los ojos. La caída le había parecido dura para un hombre vacío, vacío, vacío. Se hallaba en su camarote. ¡Ah! Todo iba bien, su rostro chorreaba de sudor, sus brazos pesaban como el plomo. Vio al cocinero de pie en el umbral, con una llave de cobre en una mano y un cazo de estaño brillante en la otra.

      —Vengo de cerrar las puertas para la noche —dijo el cocinero, resplandeciente y benévolo—. Acaban de dar las ocho. Te traigo un poco de té frío, Jimmy. Le he puesto azúcar blanco. No por eso se hundirá el barco.

      Entró, colgó el cazo al borde de la litera y preguntó por cumplido:

      —¿Cómo va eso?


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