Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
vigilábamos atentamente, pero no veíamos en él otro signo de actividad que los de su desprecio. Como si desconfiase de su propio aplomo, parecía negarse a moverse. El menor ademán debía revelarle —y no podía ser de otro modo— su debilidad física y producirle un acceso de angustia mental. Economizaba sus movimientos. Tendido cuán largo era, la barbilla sobre la colcha, en una especie de inmovilidad astuta y cauta, yacía. Sólo sus ojos erraban de rostro en rostro, sus ojos desdeñosos, agudos y tristes.
Fue por aquel tiempo cuando la devoción de Belfast —y también su pugnacidad—, se ganaron el respeto de todos. Todos sus momentos de ocio los pasaba en el camarote de Jimmy. Lo cuidaba, lo distraía; dulce como una mujer, tiernamente jovial como un viejo filántropo y tan sensiblemente atento con su negro como un propietario de esclavos modelo. Pero fuera de allí, Belfast se mostraba irritable, sujeto a repentinas explosiones de mal humor, sombrío, suspicaz y tanto más brutal cuanto mayor era su pesar. Con él, lágrimas y golpes iban juntos: una lágrima para Jimmy, un puñetazo para quien pareciese apartarse lo más mínimo de una escrupulosa ortodoxia en su manera de apreciar el caso de Jimmy. Nosotros no hablábamos de otra cosa. Hasta los mismos escandinavos discutían la cuestión, pero nos era imposible saber en qué disposición de ánimo, pues se querellaban en su propia lengua. Belfast sospechaba irreverencia en uno de ellos y, en su incertidumbre, no se creía con derecho a vacilar en provocarlos a ambos. Esa truculencia los atemorizó en extremo y desde entonces vivieron entre nosotros, idiotizados como una pareja de mudos. Wamibo no hablaba nunca inteligiblemente, pero no sonreía más de lo que pudiera hacerlo un animal y parecía menos al corriente del asunto que el gato de a bordo, circunstancias que, en consecuencia, lo ponían a salvo. Además, habiendo formado parte de la falange elegida de los salvadores de Jimmy, desafiaba toda sospecha. Archie, silencioso generalmente, pasaba con frecuencia una hora charlando tranquilamente con Jimmy con aire de propietario. A todas horas del día y frecuentemente de la noche, podía verse un hombre sentado sobre el cofre de Jimmy. Por la tarde, de seis a ocho, el camarote se llenaba, y un grupo atento se estacionaba en la puerta. Todos miraban al negro.
Jimmy se pavoneaba entre el calor de nuestro interés. Sus ojos brillaban irónicamente y con voz débil nos reprochaba nuestra cobardía.
—Si vosotros —decía—, si vosotros hubieseis aguantado por mí, a estas horas estaría en pie.
Nosotros bajábamos la cabeza.
—Sí, pero si creéis que voy a dejarme echar grillos para distraeros… Pues no… Este estar tendido arruina mi salud. A vosotros, claro, no os importa.
Nosotros quedábamos tan confundidos como si su voz fuera la de la verdad. Su soberbio descaro lo barría todo por delante. No nos hubiéramos atrevido a rebelamos. En verdad, no queríamos. Lo que deseábamos era conservarlo con vida hasta el puerto y el final del viaje.
Singleton, como de costumbre, permanecía apartado, pareciendo despreciar los insignificantes episodios de una vida fenecida. Sólo una vez se presentó, deteniéndose inesperadamente en la puerta. Examinó a Jimmy en profundo silencio como si desease unir aquella negra imagen a la muchedumbre de sombras que poblaban su memoria. Nosotros permanecíamos muy tranquilos y durante un largo momento Singleton se estuvo allí como si, después de una cita, fuese a hacer una visita de ceremonia o a contemplar algún acontecimiento notable. James Wait permanecía perfectamente inmóvil, sin conciencia aparente de la mirada que lo escrutaba, clavada en él y llena de expectación. En la atmósfera reinaba una impresión de lucha. Experimentábamos la tensión interior de quienes contemplan el momento culminante de una batalla. Finalmente, Jimmy volvió la cabeza sobre la almohada con una aprensión visible.
—Buenas noches —dijo con tono conciliador.
—¡Hum! —respondió ásperamente el viejo marinero.
Por un momento continuó examinando a Jimmy con mirada fija y severa; luego, súbitamente, se marchó. Durante largo rato después de su partida nadie habló en el pequeño camarote, aunque todos respiráramos con mayor libertad, como cuando se ha escapado de una coyuntura peligrosa. Conocíamos todas las ideas del viejo con respecto a Jimmy y ninguno se atrevía a combatirlas. Nos confundían, nos apenaban y lo peor era que muy bien podían ser justas. Sólo una vez condescendió a exponerlas sin reticencias, pero la impresión fue durable. Dijo que Jimmy era la causa de los vientos contrarios. Los moribundos, aseguraba, tiran hasta que se tiene tierra a la vista, y luego mueren. Jimmy sabía que la tierra arrancaría a su pecho el último suspiro. En todos los barcos pasa lo mismo. ¿No lo sabíamos acaso? Y agregó con un tono de desdén austero: ¿qué sabíamos, pues? ¿Qué otra duda íbamos a tener? El deseo de Jimmy, alentado por nosotros, favorecido por los hechizos de Wamibo —«es un finlandés, ¿verdad?, ¡muy bien!»—, conspiraba para detener el barco en alta mar. Se necesitaba ser un poltrón idiota para no darse cuenta. ¿Quién había oído hablar nunca de semejante serie de calmas y de vientos contrarios? Aquello no era natural… No podíamos negar que era extraño. Nos sentíamos molestos. El vulgar adagio: «Cuantos más días, más dólares», no nos consolaba como de costumbre, pues los víveres comenzaban a escasear. Muchos se habían estropeado al doblar el Cabo y estábamos a media ración de galleta. Hacía mucho tiempo se habían concluido los guisantes, el azúcar y el té. La carne en conserva faltaría. Había mucho café, pero muy poca agua para hacerlo. Corrimos un punto a nuestros cinturones y continuamos restregando, puliendo y pintando el barco de la mañana a la noche, de tal modo que no tardó en parecer acabado de salir de un estuche, pero el hambre lo habitaba. No el hambre que mata, sino el hambre viva, continua, que recorre las cubiertas, duerme en el castillo de proa, atormenta las horas de vela y turba los sueños. Mirábamos a barlovento en espera de un cambio. De día y de noche, con intervalos de pocas horas, se cambiaba de amuras con la esperanza de ver llegar el viento por aquel lado. Nada. El barco parecía haber olvidado la ruta patria; corría bordeando, con la proa al Noroeste, con la proa al Este, de aquí a allá, enloquecido, semejante a una tímida criatura al pie de un muro. A veces, como si se hallase cansado hasta la muerte, se deslizaba lánguidamente sobre el oleaje liso de un mar sin espuma. A lo largo de los mástiles balanceados, las velas azotaban furiosamente el silencio sofocante de la calma. Fatigados, hambrientos, sedientos, comenzábamos a creer a Singleton, pero sin olvidar nuestra fidelidad para Jimmy. Le hablábamos al negro con jocosas alusiones, como alegres cómplices de un astuto designio, pero nuestros ojos perseguían lamentablemente hacia el Oeste, por encima de la borda, un signo de esperanza, una señal de viento favorable aunque su primer soplo hubiese de traer la muerte al recalcitrante Jimmy. ¡En vano! El universo conspiraba con James Wait.
Nuevamente se levantaban brisas inconstantes soplando del Norte; el cielo continuaba claro; y, rodeando nuestra fatiga, el mar resplandeciente, tocado por la brisa, se ofrecía voluptuosamente a la gran luz solar, como si hubiese olvidado nuestra vida y nuestra angustia.
Donkin acechaba el buen viento como todos los demás. Nadie sabía qué veneno destilaban sus pensamientos. Se callaba, más flaco que nunca en apariencia, como devorado por una rabia interior ante la injusticia de los hombres y el destino. Ignorado de todos, no hablaba a nadie, pero su odio por cada uno se le escapaba por los ojos. El cocinero le servía de único interlocutor. Había convencido a este justo de que él, Donkin, era un personaje tremendamente calumniado y perseguido. De concierto, deploraban la inmoralidad de la tripulación. No podían existir peores criminales que nosotros, que, con nuestras mentiras, conspirábamos para precipitar el alma de un pobre negro ignorante a la perdición eterna. Podmore preparaba lo que había de guisar, lleno de remordimientos, sintiendo a todo instante que, al preparar los alimentos de tales pecadores, ponía en peligro su propia salvación. En cuanto al capitán —hacía siete años que navegaba con él—, nunca hubiera creído posible que hombre semejante… ¡Ay, lo que somos…! No hay que darle vueltas… En un minuto todo su buen juicio se había ido a pique… Herido en todo su orgullo… Así caen del cielo repentinamente toda clase de pruebas… Donkin, melancólico, encamarado sobre el cofre del carbón, balanceaba las piernas y asentía. Pagaba en moneda de servil asentimiento el privilegio de sentarse en la cocina; se sentía asqueado y escandalizado; compartía el parecer del cocinero, carecía de palabras suficientemente severas para calificar nuestra conducta; y cuando en el calor de su reprobación se le escapaba un juramento, Podmore,