Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio Camba
Grecia, Roma, son eternos por sus mármoles.
En Inglaterra no ha podido existir nunca el concepto de eternidad. La eternidad está representada aquí por plazos de cien años. La propiedad de la tierra es interina, provisional, y esto la ha hecho, hasta ahora, incompatible con las magnificencias de la arquitectura y de la escultura, artes inmortales. Hoy parece que esas artes comienzan a florecer en Londres, y yo me pregunto si ello no se deberá, en gran parte, a la política de Lloyd George, que ha hecho entrever para un plazo muy próximo la derrota de los principios del lorismo. Esté aspecto artístico de la política fomentada por el célebre leader no es el menos interesante de todos. Yo se lo brindo a los lectores como una información inédita.
El juego del ajedrez
El vencedor de Chess Club.
Si yo me hubiera puesto hace dos días a escribir acerca del ajedrez, yo hubiera dicho que el ajedrez es el juego inglés por excelencia. Como de costumbre, hubiera hablado del clima, y hubiera dicho que el ajedrez no puede desarrollarse en los países cálidos ni en aquellos en que los cambios de temperatura son violentos e irritantes. Hubiera demostrado que el ajedrez, juego de paciencia, necesita un ambiente apacible, donde los nervios del jugador estén perfectamente tranquilos. Hubiera hablado del at home inglés, de la serenidad, de la ecuanimidad inglesas, del aburrimiento de Londres y de todo lo demás. Hubiera aprovechado la ocasión para hacer un poco de psicología del espíritu británico y del espíritu español. «Los españoles —hubiera dicho— podrán triunfar de los ingleses en un juego de improvisación y de audacia, pero no en juego de cálculo y de reflexión». Luego hubiera intentado darle al artículo cierto interés político y hubiera añadido, no sin un poco de malicia, que en cuantas partidas de ajedrez emprendamos con Inglaterra llevaremos, desgraciadamente, todas las de perder.
Esto hubiera escrito yo hace un par de días si se me hubiese ocurrido la idea de hablar acerca del ajedrez. Pero he aquí que llega a Londres don José de Capablanca, que se va a Chess Club, donde se reúnen los más terribles ajedrecistas de Inglaterra, que se pone a jugar con ellos y que los maja. El Evening News de ayer publica, con todos los honores, el retrato del vencedor. Muchos otros periódicos insertan su biografía.
Don José de Capablanca no es un español precisamente, sino algo mucho más tropical todavía. Es un cubano. Hace algún tiempo luchó en San Sebastián con catorce grandes ajedrecistas y sólo sufrió una derrota. No es un hombre viejo, reflexivo y lleno de experiencia, sino un joven lampiño que está estudiando la ingeniería de minas. Si abandona su carrera para dedicarse al ajedrez, ganará el dinero a espuertas.
A mí este vencedor del Chess Club me parece un compatriota, tanto por su origen como por su Capablanca, y su victoria no ha dejado de producirme cierta satisfacción. Hay que advertir que don José de Capablanca no juega a la inglesa, sino a la española o a la cubana. Confía más en el golpe de vista, que en la reflexión. En sus jugadas es rápido y atrevido. Es lo que podría llamarse un improvisador del ajedrez. El Evening News, que le dedica una larga información, está maravillado.
¿Quién ha dicho que se ha acabado la época de nuestras conquistas? ¿Quién ha osado afirmar que la impetuosidad, la audacia y el espíritu improvisador de la raza no pueden obtener ya triunfos ningunos en el mundo? Lean los pesimistas la reciente hazaña de don José de Capablanca y recobren la fe perdida: esa fe tan necesaria en el ajedrez como en todo.
Espíritu británico
Gentleman cambrioleur.
Un pueblo es grande no sólo por sus virtudes, sino por sus defectos, y por sus bandidos tanto como por sus santos.
Así, cuando se admira a un pueblo, se le admira por todo. Yo soy un gran español, y no me enorgullezco menos de mi paisanaje con José María el Tempranillo que con don José Zorrilla, pongamos por caso.
Los dos son románticos, ardientes, generosos. Los dos representan la raza de la misma manera.
—¡José María, el Tempranillo! —me dice un admirador de espíritu sajón—.
¡Quite usted! En el fondo, ese pobre José María era un sentimental.
Y acto seguido me describe el tipo del gentleman cambrioleur, frío, elegante, correcto, sin calañés, ni bigote, ni polainas, afeitándose todas las mañanas y poniéndose el frac todas las noches.
Ha pasado la moda del bandido español y ha llegado la del bandido inglés. Antes se representaba Carmen en Inglaterra. Ahora se representa Raffles en Madrid. Como es natural Raffles no tiene música, porque los bandidos ingleses no la necesitan. Se ha empezado admirando a los filósofos ingleses, y se ha acabado por admirar los bandidos de Inglaterra, lo cual no es tan extraño como puede parecer a primera vista. En el fondo lo que se admira es el espíritu británico. Se admira a Inglaterra y se le admira por sus malas tanto como por sus buenas cualidades. Si se la odiara, se la odiaría en igual forma. En esto no hay razonamientos que valgan. La simpatía o la antipatía son más fuertes que uno.
Así, el amigo a quien he aludido antes, influido por la lectura de Carlyle, se ha hecho un partidario entusiasta del gentleman cambrioleur. Él quisiera que nuestros bandidos fuesen así, lo mismo que le gustaría ver a nuestros políticos gobernando a la inglesa, y a mí estas pretensiones me parecen absurdas. ¿A quién se le ocurre vestir de frac a los bandidos de Sierra Morena? Esto sería tan disparatado como vestir a Raffles con polainas y calañés, montarlo en un caballo y darle un fusil para que se echase a robar por Londres. Cada pueblo tiene los bandidos que necesita. En España un bandido inglés no sacaría dos reales. Ahí los bandidos deben ser vistosos, valientes, enamorados y generosos. Lo requiere el escenario, y también lo requiere el público, que lejos de denunciar, protege muchas veces a los bandidos que le son simpáticos. Al bandido inglés le falta corazón para tener éxito en España. Es demasiado frío y demasiado lógico. ¿Que no tiene remordimientos? No los tiene, porque carece de imaginación, y la falta de imaginación le perjudicaría mucho en esa tierra de improvisaciones. Por lo demás, ¡bueno se le iba a poner el frac en Sierra
Morena al gentleman cambrioleur en menos de un par de días!
Es inútil. Si acaso, admiremos a los bandidos ingleses en Inglaterra como una curiosidad del país; pero no intentemos trasladarlos a España. No nos convienen de ningún modo.
La mentira sobre el tabaco
Los smoking-rooms.
Cuando vengan ustedes a Londres y vean en algún departamento de cualquier restaurant un letrero que dice Smoking-room, no hagan ustedes lo que un amigo mío que, como estaba de americana, no se atrevió a entrar. Smoke significa humo, y Smoking, humeando, y Smoking-room habitación humeante. Por supuesto que este humo es humo de tabaco. Todas las habitaciones de Londres están llenas en esta época de humo de carbón, y, sin embargo, no todas son Smoking-rooms. Si ustedes añaden en alguna de ellas una bocanada de humo de tabaco al humo de la chimenea, tendrán que pagar cuarenta chelines de multa.
Acabo de leer un artículo muy curioso sobre la prohibición de fumar en los ferrocarriles ingleses. Resulta que sólo un dos y medio por ciento del promedio de viajeros pertenece a la categoría de no fumadores. Sin embargo, en trenes de cincuenta vagones no suele haber más de dos departamentos smoking. Estos dos departamentos se llenan inmediatamente, y la mayoría de los fumadores tienen que sacrificarse en aras de unos no fumadores hiperbólicos.
¡Con lo largos, con lo aburridos que son los viajes en ferrocarril! ¡Cuando hasta el mayor enemigo del tabaco le pediría un pitillo al vecino de enfrente para matar el tiempo! Es absurdo, pero es así. Al hacer el reglamento de ferrocarriles, los ingleses han supuesto una mayoría de no fumadores. Esta mayoría no existe, pero debiera existir.
Ya que no tenga existencia real, se le ha dado una existencia legal, y, como los ingleses son tan respetuosos de la ley, se echan al coleto viajes de quince