Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa
al suelo arrastrando los codos en la tierra soñando acaso con un castillo y una invasión. Así estaba Orígenes escribiendo en lo más cercano que encontró, el cuaderno de notas de Salomón, porque acaso, sí, el Párkinson era ahora el temblor que traía el hormiguero de palabras que avanza sobre la mesa:
Vamos, Juan Pablo, le dijo ella, y lo tomó del brazo, enérgica, y el poeta la miró reconociendo en ella el sopor de un analgésico, y se levantó, en silencio, y se marchó sin decirle más a Salomón, que ya se ocupaba de leer las palabras que Orígenes dejó tiradas en el cuaderno sobre la mesa:
La muerte del otro me remite a mi propia muerte, a la posibilidad de mi propia muerte, por eso mi libro no puede partir de la nada: antes ya había otros libros en mí, otros libros antes de mí, y es desde ahí desde donde comienza mi historia;
y había llenado la página, en apenas unos segundos, con la misma frase repetida, cambiando la palabra libro por la palabra vida, la palabra vida por la palabra muerte, la palabra muerte por la palabra memoria, la palabra memoria por el verbo decir, el verbo decir por el verbo amar, el verbo amar por la palabra desierto, el desierto por el origen, la posibilidad por la certeza, la nada por la mentira, el verbo partir por el verbo ir, la preposición desde y el verbo comienza por la preposición hacia y el verbo termina y la palabra otro por el nombre propio de Pablo Lezama.
TE ESTÁS METIENDO EN UN JARDÍN, y vas solo, le dijo Bernardo Ritz, esto no es lo que se te pidió;
y Salomón recordaba las palabras de Orígenes:
Lo que se prolonga se desgasta, le dijo una vez,
pero también:
Hay una trama que une a todo el mundo, Salomón, y es absurda y necesaria.
Para entonces las palabras de Juan Pablo Orígenes eran una especie de rezo, una especie de mantra que se repetía constantemente: tenía el cuaderno, varios cuadernos, llenos de frases sueltas, tratando él mismo de reconstruir el supuesto o imaginario o real o imposible ejemplar de Anatomía de la melancolía en el que Orígenes había escrito tanto.
Usted pidió una biografía, le respondió Salomón al burócrata, y eso es lo que estoy haciendo, no es nada sencillo;
Esto se escapa de lo pactado, no es posible que el Ministerio se permita una edición más larga, el presupuesto es limitado;
y colgó el teléfono.
A Salomón ya le daba lo mismo: entregaría al Ministerio las páginas pactadas y buscaría él, por su cuenta, la publicación de esa biografía extendida del poeta:
ciertamente le parecía que aquello era un jardín:
en las páginas hasta entonces escritas había:
una confesión;
un interrogatorio en una habitación donde dos o tres hombres le preguntan a Pablo Lezama qué pasó con Juan Pablo Orígenes, qué fue de los Enfermos, qué pasó el dieciséis de enero;
hay una conversación entre Orígenes e Isidro Levi y un par de poemas sin firmar;
hay también la historia de un Enfermo, Anistro Guzmán Zárate, que comía repollo hervido en una prisión preventiva en el tiempo de la guerra sucia;
y había un sepelio, la duda de una traición, un libro anotado en los márgenes, la mención de un asesinato, un secuestro fallido, grafitis sueltos por todas las páginas como sueltos por toda la ciudad, la descripción detallada de un rostro sin nombre que se parecía muchísimo al rostro de Juan Pablo Orígenes, una explicación astronómica sobre la sucesión de los trópicos, un manual para conducir maquinaria pesada, el olor preciso de la bahía y el color amarillo del desierto, el peso de dos maletas llenas de libros y un montón de lugares en un mapa marcados con la señal de la cruz;
el nombre de Eliot Román; el de Javier Zambrano, llamado el Flaco; el de Lida Pastor y la Botica Nacional, que lo llevaría, poco después, a conocer a Macedonio Bustos.
La trama absurda y necesaria, repitió Salomón en voz alta,
la trama absurda y necesaria.
Digresión sobre la naturaleza de los espíritus, ángeles malos o demonios, y sobre cómo causan la melancolía. «A veces incluso la fuerza de la fantasía causa la muerte» (Secc. II, Miembro III, Subsecc. II)
Es la única diferencia entre los muertos y los que se van,
¿verdad?, los que no están muertos, vuelven
Agota Kristof
ME DIJO :
A mi madre la perdí hace años,
pero luego un día fuimos a conocer a su madre,
No hay hija, pensé, que no pierda a su madre constantemente.
¿Quién dijo esto?
El libro está lleno de intermediarios, Salomón, le dijo una vez Orígenes, no se crea que es usted tan importante.
Ya se había dado cuenta el biógrafo de que su voz importaba poco, de que eran los otros los que contaban las historias, de que él mismo era uno de tantos intermediarios, y cuando recordó las palabras de Orígenes mientras escuchaba al dependiente de la Botica Nacional pensó que quizás también su propia historia tenía un lugar en el libro:
se imaginaba a alguien preguntándole:
¿Cuál es tu historia, Salomón?;
y cuando intentaba ensayar la respuesta, las palabras se le mezclaban con la voz de aquel hombre que llevaba una bata blanca manchada
¿de sangre?
¿de pintura?
¿de sangre?
que bien podía ser la misma bata manchada que décadas antes usó el Flaco Zambrano cuando entraba en la Botica Nacional huyendo de los Guardias Blancos y que le entregaba la dependienta para hacerlo pasar por su ayudante,
la misma bata que usaron, tal vez, otros tantos Enfermos,
o Pescados,
o Perspectivos,
o Chemones,
o lo que fueran.
El libro es un continuo hablar, Salomón, le decía Orígenes;
y Macedonio no dejaba de hablar:
el biógrafo se había presentado en la Botica Nacional con la intención de comprobar las historias de Zambrano, Eliot Román y Orígenes, y se encontró con aquel Macedonio que tenía, quizás, una intensa necesidad de hablar, una soledad honda, una cierta desesperación en el trazado de las historias:
Salomón le dijo que estaba haciendo una investigación sobre los estudiantes en los años setentas, y que muchos de ellos le habían mencionado aquel sitio, que quería hablar con la boticaria de aquella época, si era posible,
Si es posible, dijo;
no quería decir: Si aún vive.
Macedonio le contó que llevaba varios años como encargado de la botica, y que él mismo había conocido a Amalia Pastor muchos años antes;
¿Antes de qué?;
Antes del día de hoy, le dijo,
y quizá entonces fue cuando escuchó las palabras:
A mi madre la perdí hace años;
¿quién dijo eso?
y volvía Macedonio a dar un rodeo:
empezaba diciendo:
Eso no lo dije yo, lo dijo ella, y a ella la conocí antes de conocer a su madre, que se llamaba Amalia, ¿verdad?, porque primero conocí a la hija, que tardó varias semanas en decirme su nombre, pero luego un día me dijo:
Lida,
así