Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa
la del hombre con la mano como una cabeza de conejo,
El libro de la enfermedad, pensó;
también a Macedonio le hizo la misma pregunta:
¿El primer recuerdo?
y con la incómoda confianza que le tuvo desde el primer momento le respondió:
Lo primero que recuerdo es un accidente,
y la primera vez que sostuve un pincel entre las manos, o entre los dedos de una mano;
lo último fue lo que me dijo Lida cuando volvimos a vernos:
me dijo:
Si yo te hubiera querido a tiempo tal y como tú querías, no te querría tal y como te quiero ahora;
eso me dijo, o eso quería yo que me dijera, y por eso me quedé,
usted no lo sabe, pero el asunto del andrógino se cumple en la vejez, es cosa de paciencia: cuando los dos son viejos y tienen ya el mismo sexo, quiero decir, que ninguno de los dos es de verdad el que fue en la juventud, pero se siguen amando, entonces ya no hay diferencias entre ellos y hasta llegan a confundirse: se cambian los nombres entre ellos, se olvidan de sí mismos, él se pone la ropa de ella, ella la de él, y pueden pasar días así y no hay casi nada que interrumpa la confusión y la confusión se convierte en lo normal, lo habitual, y por eso deja ya de ser confusión: ahí es cuando ocurre lo del andrógino: los dos son el mismo, y cuando uno toca al otro en realidad se está tocando a sí mismo; yo sé que usted no lo entiende, pero cuando me pregunta por qué volví con Lida, yo le respondo que fue por eso, ¿verdad?, por el andrógino, y por las vacunas, me habían puesto tantas vacunas y antibióticos, y eso lo cansa y lo debilita a uno; pero sobre todo es que yo la extrañaba, y parece que ella también a mí.
Macedonio le explicó que los andróginos nunca llegaban completamente a la unidad porque la vejez les ganaba la carrera y antes de que las manos y los pies se les convirtieran en aletas como las de una tortuga y antes todavía de que se vencieran las barreras físicas del cuerpo de la pareja, uno de los dos se moría, y el otro, como un apéndice lejano, sobrevivía un tiempo más, no demasiado, porque lo que de verdad mata al andrógino es el aburrimiento, el silencio, la falta de conversación:
Usted puede ver, Salomón, que yo perdí unos cuantos dedos de la mano, pero a eso hay que sumarle todo lo que se pierde cuando se pierde una mano, o la completa función de una mano, y la lista es larga, he pensado mucho en ello: yo perdí un futuro posible, al principio, y luego todos los futuros posibles, pero luego perdí a Lida y eso fue lo más grave, porque ella siempre me encontró una utilidad, siempre con ella fui un hombre útil y completo, aunque me faltara casi entera una mano,
también eso lo perdí, pero a veces uno recupera lo que pierde o recupera algo muy parecido, y eso también me pasó a mí, le dijo Macedonio a Estiarte Salomón.
Quizás entonces el libro era la relación entre lo perdido y lo encontrado:
un libro sobre pérdidas;
Orígenes escribió:
El que ha perdido no ve la tumba, ve a quien ama, ve el recuerdo hecho carne, la consagración, la eucaristía de la memoria amorosa;
y Estiarte Salomón, que ya había dejado atrás las calles que más le dolían a su recuerdo, al recuerdo de su hermano mordido por la ausencia, no podía dejar de pensar en él y se le venía encima toda esa burocracia de la muerte:
A veces la muerte es un puro trámite, le dijo Orígenes una vez;
A veces lo único que nos queda, escribió Salomón debajo de las palabras del poeta, lo único que nos queda es lo que perdimos;
y así estuvo hasta que pasadas las mil de la tarde empezó a darle vergüenza la muerte, vergüenza la tristeza, vergüenza caminar tanto y pasar tantas veces por los mismos sitios sin ir a ningún lado, y recordó los versos de Isidro Levi:
Esquila su pena, su vergüenza/ del morir ajeno, porque el tiempo/ se lo va a comer crudo,/ despaciosamente y sin remedio;
Algo hay que decirle a los que sufren, es lo que nos enseñan siempre, le explicó una vez Orígenes;
pero a Salomón nadie nunca le dijo nada,
nada sobre Álvaro Salomón, que tiempo atrás ya veía las flores y los árboles desde el lado de las raíces,
y se quedaba pensando que la muerte y el crimen son algo que ocurre siempre en el pasado, pero no podía saber Estiarte Salomón que el libro, como decía Isidro Levi, es lo que siempre está a punto de escribirse, lo que siempre está a punto de suceder, lo que siempre viene al doblar la página, lo que, otra vez, es una continua pérdida:
la memoria perdida de Orígenes; la vista perdida de Isidro Levi; la tía Norma Carrasco, desaparecida como quienes marchan por el desierto; la esperanza de Eliot Román; la vida perdida o imaginaria de Pablo Lezama; los dedos perdidos de Macedonio Bustos y todo lo que podía perderse sin esos dedos; el ejemplar de Anatomía de la melancolía con los márgenes anotados por Juan Pablo Orígenes; el futuro perdido de los Enfermos y los hijos desparecidos de Orabá en aquellos años y en estos años y quién sabe hasta cuándo, y entre todas esas cosas perdidas y tantas otras más, Estiarte Salomón pensó en su hermano, perdido también, entre la lumbre del recuerdo,
entre la maleza de lo pasado, un berrinche negro y apretado, un áspero torcimiento de la carne de la memoria donde uno quiere siempre recuperar todo lo que va desapareciendo:
El libro de las pérdidas,
escribió,
la trama absurda y necesaria.
II
CIRUGÍA
DEL GRIEGO χείρ, «MANO», Y ἔργον, «TRABAJO»
MANIPULACIÓN MECÁNICA DE LAS ESTRUCTURAS ANATÓMICAS
«CHIRURGUS FUERAT, NUNC EST VISPILLO DIAULUS; CIRUJANO
HABÍA SIDO DIAULO, AHORA ES ENTERRADOR» MARCIAL
Y podemos percibir con claridad
una extraña educación de los espíritus,
como cuando sangra la nariz del muerto
ante la presencia de su asesino
Robert Burton
Síntomas o señales de la melancolía en la mente. «¿Por qué sangra un cadáver cuando se le pone delante el asesino, semanas después de que el asesinato se haya cometido?» (Secc. II, Miembro III, Subsecc. II)
HACER HISTORIA ES ESCRIBIR en el cuerpo de los otros, le dijo Isidro Levi,
puras voces, la historia está hecha de puras voces sin cara, sin cuerpo,
quisimos hacer historia con letras grandes y rojas en el cuerpo del País, y es que algunos de nosotros creíamos en la verdad como en una cosa intocable, creíamos en la justicia, creíamos en muchas cosas, Salomón, cosas que ahora parece que ni siquiera existen,
o que yo no sé si alguna vez existieron, si alguna vez fueron posibles entre nosotros,
y todas las voces tienen el mismo sonido, el mismo eco, porque acaso los que hablan dicen lo mismo, porque vivieron lo mismo, porque son dueños de un mismo dolor,
lo ausente,
a veces no hay diferencia entre los desaparecidos: la memoria es una fosa común y nadie tiene nombre,
quizás en la calle hablan diferente unos de otros, pero en el libro todos hablan igual: en mi memoria todos tienen mi voz, o una voz muy parecida a la mía,
¿quién puede evitar, Salomón, que las voces que recordamos de los otros vayan perdiendo su