Matar y guardar la ropa. Carlos Salem

Matar y guardar la ropa - Carlos Salem


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y dejo el pie calzado con zapato caro para impedir que se cierre la puerta del ascensor. La puerta empuja. El pie del hombre baila con el aire. Bajo por las escaleras con aire jovial, hasta la planta baja. Como vaticinaban mis instrucciones, ha cambiado el turno y el guardia de la recepción es uno diferente del que me vio subir. Yo también soy diferente, con la chaqueta sobre el hombro y el pelo revuelto, un joven ejecutivo prometedor, acaso uno de los genios de la informática que reinan en todas esas empresas de los pisos superiores y cuyo nombre acaba en punto com. El bigote anticuado viaja en mi bolsillo, junto a la pistola.

      Saludo al guardia y salgo a la Castellana.

      El sol baña Madrid. Pienso en la Madre del ascensor y en que su llegada estuvo a punto de obligarme a hacer horas extras. Pero la mujer tenía razón. Lo mío no tiene mérito.

      Ser un asesino a sueldo es fácil. Lo difícil es ser padre.

coleccion capítulo-1

      Dos llamadas impostergables.

      Una es rutinaria.

      La otra me aterra.

      Respetar las prioridades: primero lo secundario. Busco una cabina. No cualquier cabina. Esa cabina, la que figura en las instrucciones. En los barrios elegantes, que es donde menos necesarias son, siempre encuentras cabinas que funcionan. Una chica joven habla con otra y le narra conquistas y aventuras. Es una chica guapa. Cuando llega el verano, Madrid se llena de chicas guapas. Me mira de reojo y le gusto. Vaya. Un descuido. He olvidado cambiar a Juan Pérez Pérez, Juanito, y me quedé con el aspecto de Número Tres. En cierto modo, es lo justo. Hasta que no informe, sigo siendo Tres. Y llevo bastante tiempo sin que una chica guapa me mire así. Prolonga la conversación, consciente de mi proximidad, y lleva la narración a terreno más escabroso. No es grosera, aunque utiliza las palabras más fuertes como si hablara de objetos domésticos. Me entero de que un tal Tony tenía una polla notable (sí, dice notable), pero que no la sabe usar y aguanta poco, aunque cualquier cosa es preferible al tedio programado de Teddy (es lógico que un tío llamado Teddy provoque el tedio, me digo), que sólo se pone si antes se atiborra de pastillas. Y una no está tan mal como para depender de la farmacia para que te follen bien, ¿no? Esto último lo dice mirándome a los ojos y niego con la cabeza: ella no necesita esas muletas, le sobra con lo que tiene.

      Corta y duda un instante. Acaso espera que me acerque o diga algo. No lo hago. Sería un error. Me disculpo con mi mejor sonrisa y acompaño con la mirada su marcha triunfal, porque es lo que espera de mí y porque se lo merece. Lo siento por Teddy.

      Marco.

      Es mi número.

      Sólo mío.

      Cuando suene al otro lado, ella descolgará y dirá:

      —Buenos días, Tres —con su voz educada y sinuosa. A veces me pregunto si sabrá de qué nos ocupamos y que cada vez que llamo para preguntar por Número Dos, informo que alguien ha muerto.

      No lo sé. Ni puedo preguntárselo.

      No procede. No conviene.

      No es seguro.

      Además, esta vez no es ella quien responde, sino la voz espesa y lenta de Número Dos.

      —Hola, Tres. ¿Todo en orden?

      —Hola, Dos. Pedido entregado.

      —¿Sin reclamaciones?

      —Al menos, a mí, el cliente no me ha dicho una palabra…

      —No juegues, Tres. No tiene gracia. ¿Todo según lo previsto?

      —Así es. Y esta tarde me voy de vacaciones.

      —Respecto a eso… Tenemos un problema.

      —Lo tendrás tú. Yo me voy de vacaciones. Esta tarde. Es lo acordado.

      Número Dos carraspea, como si alguien más oyera la llamada. Y no me extrañaría. En todo caso, su voz deja traslucir cierta vacilación. Y eso es extraño. A Número Dos lo parió una nevera. Y en invierno. Se dice que en el Polo. No sé en cuál de los dos polos.

      —Sabes que no te pediría esto, Tres, pero…

      —De ninguna manera —le corto con firmeza—. No puedo. Esta tarde salgo para la costa y es imposible cambiarlo.

      —Déjame que haga unos arreglos y vuelve a llamar en media hora.

      —Vale.

      Cuelgo con demasiada fuerza. No debo enfadarme. Sólo resistir. Miro alrededor y veo que, en una terraza cercana, la chica que lamentaba la tediosa polla de Teddy me sonríe detrás de una copa de Campari. Sonrío. Me hace falta. Puedo tomarme esta media hora bebiendo algo rojo y fuerte con la chica, decirle que me llamo Tony y concertar una cita a la que no acudiré.

      Pero tengo pendiente una llamada peligrosa. Y debo hacerla. Marco. Saludo. Me identifico.

      —Ah, eres tú —lamenta la voz de Leticia—. Espero que no me salgas con ningún cambio de planes, Juanito.

      —Lo cierto es que…

      —¡Nada, esta vez, no! Esta noche vienes a buscar a tus hijos y te los llevas un mes de vacaciones, para que crean que tienen un padre. Y si me dejas colgada, no volverás a verlos. ¿Me oyes?

      —Sí, te oigo, Leticia. Pero sólo se trataría de un día o dos…

      —Ni media hora. Tengo planes, ¿sabes?

      —Huelo a hombre…

      —Eso. Un hombre. Uno de verdad. Y salimos esta noche.

      Todo el mes.

      —Vale, vale. ¿Cómo están los niños?

      —Locos de felicidad porque pasarán el mes más excitante de su vida con el padre fantasma más aburrido del mundo.

      —No siempre te aburrías conmigo.

      —Eso era en otra época, Juanito. Cuando tenías ambición y sabías decir que no. ¿Qué te ha surgido ahora, un pedido urgente de pañales para un hospital de Barcelona, o una partida de compresas para Asturias?

      Se burla. No recuerdo cuándo empezó a burlarse de mí.

      —No te preocupes, Leticia. No arruinaré tus vacaciones eróticas.

      —No puedes, Juanito. Ya no. A las nueve. No lo olvides.

      O haré que lo recuerdes toda tu vida.

      Cuelga. Lo veo todo rojo. Rojo Campari.

      La chica se llama Montse o miente como yo, que ahora me llamo Tony y soy ejecutivo de unos grandes laboratorios. Divorciado y de Valladolid, ya que ella es diseñadora y de Bilbao. Esta noche estoy libre y ella es libre cada noche. Juego un poco y le digo que Madrid, en verano, me parece tedioso. No lo pilla enseguida. Tarda casi un minuto y eso excede mi límite. Incluso con esas piernas. Nos citamos a medianoche en un bar de Huertas y ella se aplica en dibujarme el plano que tiraré dentro de un rato a cualquier papelera.

      Me despido porque tengo que llamar y se extraña de que no use teléfono móvil.

      —Tengo. Pero no me gustan demasiado —digo—. Suenan cuando menos te lo esperas.

      Ella sonríe como si fuera una insinuación sexual. Se aleja contoneando caderas y esta vez la miro por cortesía.

      El Número Dos parece aliviado:

      —Todo en orden, Tres. Márchate tranquilo pero llévate el móvil.

      —Y el bañador.

      —Eso, tú mismo. Pero no olvides incluir el muestrario en tu equipaje. Puede que te necesitemos.

      El muestrario es una maleta con dos armas diferentes: una larga y otra corta. Con silenciador. Y todos los


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