Matar y guardar la ropa. Carlos Salem

Matar y guardar la ropa - Carlos Salem


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Los niños se quejan en sueños.

      —Lo siento, Tres —dice Dos, y no lo siente una mierda—. Tienes que hacerlo. Al menos en parte. No me digas nada, sé que vas con tus hijos y no te fastidiaré las vacaciones.

      ¿De acuerdo?

      Digo algo y no sé qué es, porque me congela saber que sabe de los niños. Pero era lógico. Lo saben todo. O casi. Él sigue, conoce cada palabra que dirá:

      —Te ibas de acampada a Valencia, ¿verdad? ¿Qué más te da ir a Murcia? Al fin y al cabo, todo es costa. Hemos reservado plaza en un camping de lujo y todo lo que tienes que hacer es marcar al cliente, ver lo que hace y avisarnos si ves algo raro.

      —Pero yo no…

      —No. Tú no entregarás este pedido. ¿Conforme? Se hará cuando él se marche, a varios kilómetros de ahí, nada que te relacione.

      No puedo negarme. Pero temo que todo sea una treta y dentro de un par de días me pida que lo haga yo.

      Necesito saber.

      Pregunto, aunque no es lo adecuado:

      —¿Quién lo hará?

      —Trece. Se ofreció voluntario.

      —Es un chapucero. Disfruta. Ya sabes.

      —¿Prefieres hacerlo tú?

      Me da las señas del camping, cerca de Cartagena, y un número.

      Es la matrícula del cliente. Cuando te dan la matrícula es que tienes que cargarte al conductor. Me parece que Dos paladea mi incomodidad, aunque dudo que sepa lo que es disfrutar de algo. Me informa:

      —Está todo pagado, desde luego. Diviértete. Felices vacaciones.

      Cuelga.

      No necesito apuntar el número de la matrícula.

      Lo conozco de memoria.

      Yo pagué ese coche.

      Es el coche de Leticia.

coleccion capítulo-1

      —A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa, chaval —me decía siempre el viejo Número Tres.

      A su modo, me quería. Pero era un modo de mierda. Él me enseñó el oficio, después de reclutarme.

      Él me explicó que se mata mal cuando dudas, porque las balas lo saben.

      Había matado a tanta gente que cuando le tocó a él, sus últimas palabras fueron para puntuar la eficacia del asesino.

      —Nueve puntos con cincuenta —dijo. Y murió. Lo sé porque yo lo maté.

      A veces lo echo de menos.

      —A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre. Se burlaba de unos prejuicios que yo nunca expresaba. Pero el viejo Número Tres era un perro viejo y no se le escapaba nada:

      —Matar, mata cualquiera, Treinta y tres. Lo difícil es el equilibrio. Los que gozan matando, los que se empalman cuando matan, no son buenos, porque comprometen sentimientos, ¿entiendes? Empalmarse es un sentimiento…

      —Querrás decir que es una sensación…

      —Quiero decir un sentimiento. Cuando yo me empalmo, mi mujer se pone a llorar, Treinta y tres.

      Me llamaba Treinta y tres, supongo que ese era mi número entonces en el escalafón de la Empresa. Aunque en ocasiones pensaba que era una broma cruel por mis pretensiones frustradas de ser médico.

      No llegué a eso.

      Cuando conocí a Leticia, me enamoré de su alegría, de sus ganas de vivir.

      Y de su culo. Me encantaba cómo reía su culo.

      La conocí una noche, en una pelea en una discoteca. Yo estaba borracho y solo, aunque como había ganado el campeonato de tiro al blanco, me rondaban varias chicas del lugar. Me pasaba algo extraño. Hervía por dentro. Supongo que eran las hormonas. Por primera vez en mucho tiempo, ganar me había enardecido, aunque no lo demostraba. Bebía. Miraba a la gente. Bebía más. No vi llegar a Leticia ni al rubio. El rubio también estaba borracho pero además venía furioso. Era la promesa local para el campeonato de tiro, pero se alteró tanto cuando vio que lo superaba con facilidad que falló varias veces y acabó sexto. Ser sexto jode cantidad. Le gritaba a la chica del culo sonriente. Le retorcía el brazo y le volvía a gritar. Y los que estaban alrededor miraban hacia otro lado. De pronto, la barra de la discoteca fue la cubierta de una goleta y el rubio un oficial odioso, seguramente inglés. Le agarré una mano y lo hice girar. Me miró, burlón. Yo seguía sentado en mi taburete. Le pegué desde abajo y voló hacia atrás. Vino hacia mí uno de su grupo y le pateé las pelotas. Vino otro, tropecé, y me abracé a él para no caerme. Estaba bastante borracho. Las fuerzas se equilibraron porque algunos se pusieron de mi parte y se armó una gran pelea. Leticia dice que yo reía como un corsario y volaba de un lado a otro, repartiendo golpes y botellazos.

      Eso lo decía antes, cuando me contaba la pelea.

      Hace años que no recuerda esa pelea.

      El resto fue menos nebuloso. La policía que llegaba y ella que me sacó de allí y la casa de una amiga donde hicimos el amor por primera vez, por segunda vez, por tercera vez, hasta perder esa noche la cuenta de las veces. Por momentos me parecía que todo se movía un poco alrededor. Pero es lo que se siente cuando estás en alta mar y con las velas desplegadas.

      Leticia era hija de la eminencia del pueblo.

      Un cirujano célebre que mantenía la consulta local por motivos sentimentales, pero que trabajaba en los mejores hospitales de Madrid.

      El rubio al que le partí la cara era su novio y estaba en segundo de Medicina.

      Llegó a ser un neurocirujano conocido.

      Yo me quedé en visitador médico.

      O algo así.

      —A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre el viejo Tres—. Los que matan y luego se lamentan son como esas putas que lloran después de haber cobrado. Para matar bien, hay que olvidarse de todo menos de la bala. El blanco es móvil, vale, pero es un blanco. Si te pones a pensar que tiene familia y todo eso, acabas errando el tiro y lo jodes más, porque tarda en morir o lo tienes que rematar. Lo mejor es dejarse de chorradas, apuntar y, ya que te vas a cargar al tío, hacerlo rápido y bien.

      —¿En qué fallo, yo? —le preguntaba.

      —En nada, chaval, eso es lo malo. Matas bien, le atinas a una mosca en los cojones a cien metros. Pero yo te veo la cara en el momento en que vas a disparar. Y veo que en ese momento te sientes otro, como si no fueras tú el que jala el gatillo. Eso te puede joder, Treinta y tres. No se puede matar y guardar la ropa. Apuntas. Piensas: voy a disparar y él va a caer y no se levantará. Y luego disparas. Entonces cae. ¿Ves qué fácil?

      Cambiar de ciudad es lo mejor si quieres ser otro diferente del que eres. O volver a ser el que pudiste ser. Dos meses después de conocer a Leticia yo vivía en Madrid y estaba matriculado en Medicina. Era fácil. Había vuelto a ser el chico brillante y admirado o algo así. Caía bien a los profesores, a los compañeros, hasta al padre de Leticia.

      —Este joven llegará lejos —dijo cuando me conoció. El padre de Leticia no regalaba elogios. Nunca.

      Mis calificaciones eran buenas y yo quería creer que lo de la Medicina iba conmigo. Que estaba hecho para eso.

      —Hay gente destinada a salvar vidas y tú eres uno de ellos —me dijo el padre de Leticia cuando acabé primero de carrera.

      Si él supiera.

      En segundo se confirmó mi condición de joven promesa


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