Unidos por el mar. Debbie Macomber
negativos enturbiaran su vida.
Como esposa de militar, había soportado con entereza y en silencio los años que habían estado sin saber nada y no había cedido ni a la desesperanza ni a la frustración. Cuando los restos de su esposo habían sido repatriados, había mantenido la compostura orgullosa mientras él era enterrado con todos los honores militares.
El único día en que Catherine había visto llorar a su madre había sido cuando el ataúd con los restos mortales había llegado al aeropuerto. Con una dulzura que había impresionado a Catherine, su madre se había acercado al ataúd cubierto con la bandera y lo había acariciado. «Bienvenido a casa, mi amor», había susurrado Marilyn. Después se había derrumbado y de rodillas había llorado y sacado a la luz las emociones que había contenido durante los diez años de espera.
Catherine también había llorado con su madre aquel día. Pero Andrew Warren Fredrickson no había dejado de ser un extraño para ella, tanto en vida como en su muerte.
Cuando había elegido ser abogada de la Marina, Catherine lo había hecho para seguir los pasos tanto de su madre como de su padre. Formar parte del ejército, la había ayudado a entender al hombre que le había dado la vida.
—Me pregunto si alguna vez tuviste que trabajar con alguien como Royce Nyland —dijo suavemente acariciando la foto.
Algunas veces le hablaba a aquel retrato como si realmente esperase una respuesta. Obviamente no la esperaba, pero aquellos monólogos la ayudaban a aliviar el dolor por no haber disfrutado de su padre.
Sambo maulló poniendo de manifiesto que era la hora de la cena. El gato negro esperó impaciente a que Catherine rellenara su cuenco con comida.
—Que aproveche —le dijo una vez que lo había servido.
—Pero, papá, es que yo tengo que tener esa chaqueta —afirmó Kelly mientras llevaba su plato al fregadero. Una vez allí lo lavó y lo dejó en el escurridor, cosa que no solía hacer nunca.
—Ya tienes una chaqueta preciosa —le recordó Royce mientras se ponía en pie para prepararse un café.
—Pero la chaqueta del año pasado está muy vieja, tiene un agujerito en la manga y ya no es verde fosforescente. Voy a ser el hazmerreír de todo el colegio si me vuelvo a poner ese trapo viejo.
—«Ese trapo viejo», como tú dices, está en perfecto estado. Esta conversación se ha terminado, Kelly Lynn.
Royce estaba convencido de no tenía que ceder en aquella ocasión. Había una línea peligrosa con su hija que no iba cruzar porque no quería malcriarla. Siempre le consentía sus caprichos porque era una niña encantadora y generosa. De hecho, era sorprendente que se hubiera convertido en una niña tan considerada. Había sido criada por sucesivas niñeras, ya que desde el nacimiento su madre la había dejado despreocupadamente en otras manos.
Sandy había accedido a tener sólo una hija, y lo había hecho con reticencia después de seis años de matrimonio. Su trabajo en el comercio de la moda había absorbido su vida hasta tal punto que Royce había llegado a dudar de su instinto maternal. Después había fallecido en un terrible accidente de tráfico. Y aunque Royce había sufrido mucho con la pérdida, también había sido consciente de que su relación había muerto años atrás.
Royce era un hombre difícil pero todo el mundo sabía que era justo. Con Kelly lo estaba haciendo lo mejor que sabía, pero a menudo dudaba de si eso sería suficiente. Adoraba a Kelly y quería proporcionarle todo el bienestar que necesitaba.
—Todas las chicas del colegio tienen chaqueta nueva —insistió la niña. Royce hizo como que no la había escuchado—. Ya he ahorrado 6,53 dólares de mi paga y la señorita Gilbert dice que las chaquetas van a estar de oferta en P.C. Penney, así que si ahorro también la paga de la semana que viene, ya tendré un cuarto del precio. Mira lo que me estoy esforzando en aritmética este año.
—Buena chica.
—¿Entonces qué hay de la chaqueta, papá? —preguntó sin dejar de mirarlo con sus ojos azules.
Royce estaba a punto de ceder. Aquello no estaba bien pero él no era un bloque de piedra, a pesar de que ya le había dicho que la conversación estaba cerrada. La chaqueta que tenía estaba perfectamente. Se acordaba de cuando la habían comprado el año anterior. A Royce le había parecido un color espantoso, pero Kelly le había asegurado que le encantaba y que se la pondría dos o tres años—. ¿Papá?
—Me lo pensaré —dijo finalmente a punto de ser convencido por la dulce voz de su hija.
—Gracias, papá. Eres el mejor —chilló la niña corriendo a abrazarlo.
La tarde del día siguiente Catherine se fue a correr a la pista. Una vez allí la asaltó un ataque de inseguridad. Royce estaba entrenando junto a algunos hombres más.
Durante el día, Royce apenas le había dirigido la palabra, como era habitual. Tan correcto y frío como siempre. Sin embargo, por la mañana al llegar a la oficina Catherine se hubiera atrevido a jurar que la había mirado de arriba abajo. Una mirada difícil de descifrar que, a pesar de la intensidad, destilaba indiferencia.
No era que Catherine estuviera esperando que Royce se lanzara a sus brazos, pero le molestaba esa forma de mirar tan impersonal. Por lo visto, ella había disfrutado más de la conversación de la tarde anterior que él.
Aquél era el primer error y Catherine tuvo miedo de cometer un segundo.
Se estiró y comenzó a correr en dirección a la pista. Era más tarde que el día anterior. Las dos últimas horas había estado revisando informes que registraban los progresos de los participantes en el programa. Le dolían los ojos y la espalda, no estaba de humor para enfrentarse a su superior, a menos que él la retara.
Catherine completó el calentamiento y se unió a los corredores de la pista. Necesitaba olvidarse del enfado por el trabajo extra que le habían impuesto. A menos el capitán le había dado el turno de guardia del viernes a otra persona.
La primera vuelta fue tranquila. A Catherine le gustaba ir entrando poco a poco en la carrera. Empezaba lentamente y poco a poco iba aumentando el ritmo. Normalmente, tras correr dos millas alcanzaba su mejor momento y avanzaba a grandes zancadas.
Royce la adelantó fácilmente la primera vuelta. Ella se quedó de nuevo impresionada por la potencia de aquel musculoso cuerpo. La piel de Royce estaba bronceada y el contorno de sus músculos se marcaba con claridad. Era como si estuviera delante de una obra de arte en movimiento. Un cuerpo perfecto, fuerte y masculino. Los latidos del corazón de Catherine se aceleraron más de lo conveniente y le sorprendió una oleada de calor que estuvo a punto de hacer que le flaquearan las piernas. Después de aquella emoción, la embargó otra aún más potente. Rabia. En ese momento Royce la volvió a adelantar y Catherine no se pudo contener más. Comenzó a correr como si estuviera en las Olimpiadas y aquélla fuera una oportunidad única para su equipo.
Adelantó a Royce y sintió tal satisfacción que se olvidó del esfuerzo que estaba haciendo para mantener aquel ritmo vertiginoso.
Como suponía, la satisfacción no duró mucho, ya que él volvió a darle alcance y se quedó corriendo junto a ella.
—Buenas tardes, capitana —dijo él cordialmente.
—Capitán —contestó ella. No podía decir nada más. Aquel hombre había conseguido irritarla de nuevo. Ningún hombre jamás había logrado provocarle unos sentimientos tan agitados, fueran racionales o no. Y era porque gracias a Royce Nyland se había pasado toda la tarde revisando una pila interminable de informes.
Royce apretó el ritmo y Catherine se esforzó por seguirlo. Tenía la sensación de que la podía dejar atrás en cualquier momento. Estaba jugando con él como si fuera un gato arrinconando a un ratón. Sin embargo, Catherine no desistió en su empeño.
Después de dos vuelta más, se dio cuenta de que Royce se estaba divirtiendo con ella. Era obvio que al capitán le hacía gracia que fuese tan obstinada.
Durante