Unidos por el mar. Debbie Macomber

Unidos por el mar - Debbie Macomber


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fue aminorando el paso. Royce siguió adelante, pero cuando se dio cuenta de que ella no lo seguía se dio la vuelta para sorpresa de Catherine.

      —¿Estás bien? —preguntó corriendo al paso de ella.

      —Un poco cansada —repuso ella casi sin aliento. Él sonrió de forma socarrona y la miró con sarcasmo.

      —¿Tienes algún problema?

      —¿Estamos fuera de servicio? —preguntó ella de forma directa. Llevaba un mes soportándolo y no podía contenerse más. Estaba deseando decirle exactamente lo que pensaba de él.

      —Por supuesto.

      —¿Hay algo en mí que te moleste? —preguntó Catherine—. Porque sinceramente creo que te has picado conmigo, y eso no es problema mío… es tuyo.

      —No te trato de forma diferente al resto —contestó Royce con calma.

      —Pues claro que lo haces —replicó ella. Para bien o para mal los demás se habían ido y sólo quedaban ellos en la pista—. No he visto que le hayas puesto a nadie guardias durante cuatro viernes seguidos. Por alguna razón, que no alcanzo a comprender, te has empeñado en estropearme los fines de semana. Llevo once años en la Marina rodeada de hombres y nunca he estado de guardia más de una vez al mes. Hasta que has sido mi superior. Por lo visto, no te agrado y exijo saber por qué.

      —Estás equivocada —respondió él algo tenso—. Creo que tu dedicación es digna de elogio.

      Catherine no esperaba que él admitiera directamente la animadversión que le despertaba pero no estaba dispuesta a aguantar su retórica militar.

      —¿Y debo suponer que ha sido mi dedicación al trabajo lo que te ha decidido a premiarme con el maravilloso puesto de coordinadora suplente del programa de mantenimiento? ¿Es acaso una recompensa por todas las horas extra que he realizado en el caso Miller? Si es así, podrías haber buscado otra manera de darme las gracias, ¿no?

      —¿Eso es todo? —preguntó Royce. Estaba nervioso.

      —La verdad es que no. Seguimos fuera de servicio, y tengo que decirte que pienso que eres estúpido —añadió Catherine.

      De repente se sintió completamente aliviada. Sin embargo, comenzó a temblar, no sabía si por el exceso físico que había cometido o porque llevaba un rato insultando a su superior con todas sus ganas.

      La mirada de Royce era imposible de descifrar. Catherine sintió un nudo en el estómago.

      —¿Es eso verdad? —preguntó el capitán.

      —Sí —contestó ella algo dubitativa.

      Tomo aire. Sabía que acababa de traspasar el límite de lo que se le podía decir a un superior. Tenía las manos cerradas en puños y las apretó más. Si había pensado que así iba a solucionar sus problemas, se había equivocado. Si algo acababa de lograr, era arruinar su propia carrera.

      Royce se mantuvo en silencio durante un rato. Después movió levemente la cabeza, como si hubieran estado charlando sobre el tiempo, se dio la vuelta y comenzó a correr de nuevo. Catherine se quedó quieta mirándolo.

      Aquella noche Catherine durmió mal. No podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Royce podía hacer dos cosas: ignorar la pataleta que había tenido o enviarla a una misión en cualquier país del tercer mundo. Con cualquiera de las dos opciones, Catherine estaría teniendo su merecido. Nadie le hablaba a su superior de la forma en la que ella lo había hecho. Nadie.

      Se pasó horas tumbada en la cama analizando lo que había sucedido. No lograba comprender cómo había podido perder los nervios de aquella manera.

      A la mañana siguiente, Royce ya estaba en su despacho cuando ella llegó. Catherine miró cautelosa a la puerta cerrada del capitán. Si Dios se apiadaba de ella, el capitán Nyland estaría dispuesto a olvidar y a perdonar la pataleta del día anterior. Catherine quería disculparse y se humillaría si hacía falta, porque quería dejar claro que su comportamiento había sido inaceptable.

      —Buenos días —le dijo a Elaine Perkins al entrar—. ¿Cómo está el jefe hoy? —preguntó esperando que la secretaria hubiese podido evaluar el humor de Royce.

      —Como siempre —contestó Elaine—. Me ha pedido que te dijera que vayas a su despacho cuando llegues.

      Catherine sintió un escalofrío.

      —¿Ha dicho que quería verme?

      —Eso es. ¿Por qué te preocupa? No has hecho nada malo, ¿no?

      —No, nada —murmuró Catherine. Solamente había perdido la cabeza y se había desahogado con su jefe.

      Se estiró la chaqueta del uniforme y se cuadró. Caminó hasta la puerta del despacho y llamó suavemente. Cuando le ordenaron entrar lo hizo con la cabeza alta.

      —Buenos días, capitana —dijo Royce.

      —Señor.

      —Relájate, Catherine —le pidió mientras se recostaba en su sillón. Tenía la mano en la barbilla como si estuviera reflexionando.

      Le había pedido que se relajara, pero Catherine no podía hacerlo sabiendo que su carrera estaba pendiendo de un hilo. Ella no se había alistado en la Marina, como muchas otras mujeres, con la cabeza llena de pájaros en busca de aventuras, viajes y una formación gratuita. Ella fue consciente desde el principio de las rigurosas rutinas, de las implicaciones políticas y de que se iba a tener que enfrentar con todo tipo de machistas.

      Sin embargo, quería formar parte de la Marina. Se había esforzado mucho y se había sentido recompensada. Hasta aquel momento.

      —Desde la conversación de ayer, he estado dándole vueltas a la cabeza —dijo Royce. Catherine tragó saliva—. Por lo que he leído de ti, tienes un expediente intachable. Así que he decidido que inmediatamente serás reemplazada del puesto de coordinadora suplente del programa de mantenimiento físico por el capitán Johnson.

      Catherine pensó que no había escuchado correctamente. Sus ojos, que habían estado clavados en la pared se posaron en los de Royce. Trato de recuperar el aliento para poder hablar.

      —¿Me estás retirando del programa de mantenimiento físico?

      —Eso es lo que he dicho.

      —Gracias, señor —logró decir Catherine después de pestañear repetidamente.

      —Eso es todo —concluyó Royce.

      Ella dudó un instante. Estaba deseando pedir disculpas por haber perdido los nervios la tarde anterior, pero aquella mirada le decía que Royce no tenía ningún interés en escuchar sus justificaciones.

      A pesar de que le temblaban las piernas, Catherine se puso en pie y salió torpemente del despacho.

      Catherine no volvió a ver a Royce el resto del día y lo agradeció. Así tuvo tiempo para ordenar sus tortuosas emociones. No sabía qué pensar del capitán. Cada vez que se creaba una opinión sobre él, Royce se comportaba de tal forma que la desmontaba. Catherine tenía sentimientos ambiguos hacia él, lo que hacía la situación aún más confusa. Era, desde luego, el hombre más viril que había conocido en su vida. No podía estar en la misma habitación que él y no sentir su magnetismo. Pero por otro lado, le resultaba un tipo muy desagradable.

      Catherine se dirigió al aparcamiento después de su jornada laboral. Lluvia, lluvia y más lluvia.

      Ya se había hecho de noche y tenía tantas agujetas del día anterior, que decidió que aquella tarde no iría a la pista. Al menos ésa era la excusa que se daba a sí misma. No era momento de preguntarse cuánto de verdad había en esa justificación.

      Su coche estaba aparcado al final y Catherine caminó hasta allí encogida por el frío. Entró en el coche y trató de encender el motor. Nada. Lo intentó de nuevo infructuosamente. Se había quedado sin batería.

      Se apoyó sobre


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