La casa de las almas. Arthur Machen

La casa de las almas - Arthur Machen


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fragmento de vida”.

      Y de alguna manera, aunque el relato se escribió y se publicó y se pagó, se me quedó rondando como una historia contada a medias entre 1890 y 1899. Estaba enamorado de esa idea: el contraste entre el crudo suburbio londinense y su vida de estrechez y limitación, con sus viajes diarios a la Ciudad; su absoluta banalidad y falta de sentido; entre todo esto y la antigua casona gris con parteluces en las ventanas bajo el bosque cerca del río, el escudo de armas en el porche jacobino y las nobles tradiciones antiguas; lo anterior me cautivaba y a intervalos pensaba en mi historia mal contada, mientras escribía “El gran dios Pan”, La mano roja, Los tres impostores, La colina de los sueños, “La gente blanca” y Jeroglíficos. Se quedó en el fondo de mi mente, supongo, todo el tiempo, y por fin, en 1899, empecé a escribirla otra vez desde una perspectiva un tanto diferente.

      El hecho es que, una mañana gris de domingo en marzo de ese año, salí a dar una larga caminata con un amigo. En esos días yo vivía en Gray’s Inn, y deambulamos por la carretera a Gray’s Inn en una de esas curiosas exploraciones no científicas de los rincones raros de Londres que siempre me han fascinado. No creo que hubiera ningún plan muy definitivo, pero resistimos numerosas tentaciones, ya que a la derecha de la carretera a Gray’s Inn está uno de los barrios más raros de Londres para aquellos, claro está, que tienen los ojos abiertos. Ahí hay calles de 1800-1820 que bajan hasta un valle —Flora de La pequeña Dorrit vivía en una de ellas— y luego, cruzando la carretera a King’s Cross, suben muy empinadas hasta alturas que siempre me hacen pensar que estoy en los barrios pobres y marginados de un gran lugar en la costa, y que de las ventanas del ático hay una buena vista del mar. Este lugar alguna vez se llamó Spa Fields, y de manera muy adecuada cuenta entre sus atracciones con un viejo recinto de culto de la Conexión de la Condesa de Huntingdon. Es una de las partes de Londres que me resultarían atractivas si quisiera esconderme no para escapar de un arresto, quizá, sino más bien de la posibilidad de llegar a encontrarme con cualquiera que en su vida me hubiera visto.

      No obstante, quien se aventura en Londres tiene una vislumbre anticipada del infinito. Existe una región pasando la Última Tule. No sé cómo fue, pero en esa famosa tarde de domingo mi amigo y yo, cuando cruzábamos Canonbury, llegamos a algo llamado carretera a Balls Pond —el señor Perch, el mensajero de Dombey e hijo, vivía en alguna parte de esa región— y luego, me parece que por Dalston, bajamos hasta Hackney, donde los tranvías, que nosotros llamamos trams y en Estados Unidos me parece que trolleys, salen en intervalos regulares hacia los confines del mundo occidental.

      En el transcurso de esa caminata que se había vuelto una exploración de lo desconocido vi dos cosas cotidianas que me causaron una profunda impresión. Una de estas cosas fue una calle; la otra, una pequeña familia. La calle estaba en esa difusa e ignota región de Balls Pond-Dalston. Era una calle larga y era una calle gris. Cada casa era exactamente igual a todas las demás. Cada una tenía un sótano, el tipo de piso que a los agentes inmobiliarios les ha dado por llamar una “planta baja inferior”. Las ventanas de estos sótanos salían a medias del tramo de tierra negra embarrada de hollín con pasto grueso que se hacía llamar jardín, y así, cuando pasamos a eso de las cuatro o cuatro y media, vi que en cada uno de estos “antecomedores” —su nombre técnico— tenían todo listo con la charola y las tazas de té. De esta trivial y natural circunstancia recibí una impresión de una vida monótona, trazada en líneas terribles con un patrón uniforme; de una vida sin aventura en cuerpo ni alma.

      Luego, la familia. Se subió al tranvía allá por Hackney. Eran el padre, la madre y un bebé, y pienso que venían de un negocio pequeño, quizá de una pequeña mercería. Los padres eran jóvenes de entre veinticinco y treinta y cinco años. Él llevaba puesta una levita negra brillante —¿un “Albert” en Estados Unidos?—, sombrero de copa, algo de patilla, bigote negro y una expresión de afable vacuidad. Su esposa estaba extrañamente ataviada en satín negro, con un sombrero ancho que se desparramaba; no se veía mal, tan sólo carecía de sentido. Me imagino que a veces, no muy seguido, ella tenía “su genio”. Y el muy pequeño bebé iba sentado en sus piernas. Es probable que se dirigieran a pasar la tarde del domingo con familiares o amigos. Y, sin embargo, me dije a mí mismo, estos dos juntos han tomado parte del gran misterio, del gran sacramento de la naturaleza, de la fuente de cuanto es mágico en el ancho mundo. Pero ¿han discernido los misterios? ¿Saben que han estado en ese lugar llamado Sion y Jerusalén? Estoy citando de un libro antiguo y extraño.

      A pesar de estos golpes y cambios, la “idea” no me abandonaba. Volví a intentarlo, supongo que en 1904, consumido por un amargo empeño de terminar lo que había empezado. Ahora todo se había vuelto difícil. Probé de un modo y del otro y de otro más. Todos fracasaron y yo me venía abajo con cada uno, y lo intentaba otra y otra vez. Por fin armé como pude un final, que era pésimo, como me daba cuenta al redactar cada línea y palabra del mismo, y el cuento salió, en 1904 o 1905, en Horlick’s Magazine, donde era editor mi querido y viejo amigo A. E. Waite.

      Aun así, no estaba satisfecho. Ese final era intolerable y yo lo sabía. Otra vez me senté a trabajar; noche tras noche batallaba. Y recuerdo una circunstancia curiosa que puede o no ser de cierto interés fisiológico. Entonces yo vivía en la acotada “planta superior” de una casa en la calle Cosway, carretera a Marylebone. Para poder batallar a solas, escribía en la cocinita, y noche tras noche, mientras luchaba sombríamente, salvajemente, casi desesperadamente por encontrar un cierre digno para “Un fragmento de vida”, me asombraba y casi me alarmaba descubrir que mis pies desarrollaban una sensación de frío atroz. En el cuarto no hacía frío; había encendido los quemadores del horno de la pequeña estufa de gas. No tenía frío, pero los pies se me helaban de una manera bastante extraordinaria, como si los hubieran empacado en hielo. Al final me quitaba las pantuflas con miras a meter los dedos en el horno, y al tocarme los pies con las manos percibía que, de hecho, ¡no estaban fríos en absoluto! No obstante, la sensación permanecía; aquí, supongo, hay un extraño caso de transferencia


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