La casa de las almas. Arthur Machen

La casa de las almas - Arthur Machen


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para la señora y una modesta pinta de cerveza para el señor, con un poco de queso y mantequilla. Después Edward se fumó dos pipas de tabaco aromático y se fueron a dormir tranquilamente; Mary primero y su marido un cuarto de hora después, según el ritual establecido desde los primeros días de su matrimonio. Darnell cerró con llave las puertas del frente y de atrás, cerró el gas en el medidor y, cuando subió, se encontró a su mujer ya acostada, con el rostro vuelto sobre la almohada.

      Ella le habló con suavidad en cuanto entró en el cuarto.

      —Sería imposible comprar una cama presentable por menos de una libra con once, y las sábanas buenas salen caras donde sea.

      Él se quitó la ropa y se metió a la cama con agilidad, apagando la vela en la mesa. Las persianas estaban debidamente cerradas, todas parejas, pero era una noche de junio y más allá de los muros, más allá del desolador mundo y de los campos grises de Shepherd’s Bush, una enorme luna dorada había subido flotando a través de veladuras mágicas de nube hasta lo alto de la colina, y la tierra estaba llena de una luz maravillosa entre esa gloria que iluminaba el bosque desde lo alto y el ocaso rojo que persistía detrás de la montaña. Darnell parecía ver algo del reflejo de ese resplandor hechicero en el cuarto. Las paredes pálidas, la cama blanca y el rostro de su mujer reposando sobre la almohada entre el cabello castaño estaban iluminados, y si escuchaba casi podía oír al rey de codornices en los campos, al chotacabras emitiendo su extraña nota desde el silencio del lugar escabroso donde crecen los helechos y, como el eco de una canción mágica, la melodía del ruiseñor que cantaba la noche entera en el aliso junto al arroyo. No había nada que él pudiera decir, pero metió el brazo con lentitud bajo el cuello de su esposa y se puso a jugar con los rizos de cabello castaño. Ella no se movió; se quedó ahí acostada respirando con suavidad, mirando el techo vacío del cuarto con sus bellos ojos, también, sin duda, con pensamientos que no podía pronunciar, besando a su marido con obediencia cuando él se lo pidió, y él le habló con voz titubeante.

      Ya casi estaban dormidos —Darnell de hecho estaba a punto de empezar a soñar— cuando ella le dijo muy quedo:

      —Mi amor, me temo que no nos va a alcanzar —y él oyó sus palabras entre el murmullo del agua, que caía goteando desde la roca gris hasta el estanque cristalino debajo.

      Los domingos en la mañana siempre eran ocasión para la pereza. En realidad nunca hubieran desayunado si la señora Darnell, que tenía los instintos del ama de casa, no se hubiera despertado y visto la brillante luz del sol y sentido que la casa estaba demasiado callada. Se quedó acostada en silencio otros cinco minutos, mientras su marido dormía a su lado, y escuchó con atención, esperando el sonido de Alice moviéndose en la planta baja. Un tubo dorado de luz de sol ingresaba resplandeciendo por un hueco en las persianas y daba en su cabello castaño esparcido alrededor de su cabeza sobre la almohada, y miró el cuarto con fijeza, el tocador “duquesa”, la porcelana de color del aguamanil y los dos fotograbados en marcos de roble, El encuentro y La despedida, que colgaban en la pared. Soñaba a medias mientras seguía atenta a los pasos de la criada y la leve sombra del más vago pensamiento la recorrió, y se imaginó tenuemente, por el breve instante de un sueño, otro mundo donde el embeleso era vino, donde deambulaba por un valle profundo y feliz y la luna siempre salía, roja, por encima de los árboles. Pensaba en Hampstead, que para ella representaba la visión del mundo más allá de los muros, y pensar en el campo la llevó a rememorar los días festivos y luego a Alice. No se oía nada en la casa; podría haber sido medianoche si el largo pregón del periódico dominical no hubiera resonado de pronto, rodeando por la calle Edna, y con éste no hubiera llegado el aviso de gritos y ruidos metálicos del lechero con sus cubetas.

      La señora Darnell se sentó en la cama y, ya despierta, escuchó con más cuidado. Era evidente que la muchacha estaba bien dormida y habría que levantarla, o de lo contrario el quehacer de todo el día estaría desfasado y recordaba cuánto detestaba Edward cualquier alboroto o discusión por cuestiones domésticas, sobre todo en domingo, después de su larga semana de trabajo en la Ciudad. Le lanzó una mirada afectuosa a su marido aún dormido, pues le tenía mucho cariño, y así se levantó con suavidad de la cama y fue en camisón a llamar a la criada.

      El cuarto de la sirvienta era pequeño y sofocante. Había sido una noche de mucho calor y la señora Darnell se detuvo un momento en la puerta, preguntándose si esa chica en la cama en realidad era la sirvienta de rostro polvoriento que trajinaba día tras día por la casa, o incluso la criatura emperifollada, vestida de morado, con el rostro brillante, que aparecía los domingos a servir el té temprano porque era su “tarde de salir”. El cabello de Alice era negro y su piel, pálida, casi con un tono aceitunado, y dormía con la cabeza apoyada en un brazo, recordándole a la señora Darnell una curiosa litografía de una Bacante cansada que había visto hacía no mucho en un aparador de Upper Street, en Islington. Y una campana entrecortada sonaba, lo cual significaba que ya eran cinco para las ocho y todavía no se hacía nada.

      Tocó a la chica en el hombro con delicadeza y sólo sonrió cuando se abrieron sus ojos y, despertando sobresaltada, se levantó con súbita confusión. La señora Darnell regresó a su cuarto y se vistió con calma mientras su marido seguía dormido, y no fue hasta el último momento, mientras se ajustaba el corpiño color cereza, cuando lo despertó y le dijo que el tocino quedaría muy dorado si no se apuraba a vestirse.


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