La casa de las almas. Arthur Machen
fritas de su casera y se había ido a flâner5 por los restaurantes italianos de Upper Street, Islington —se hospedaba en Holloway—, consintiéndose con costosas delicias: escalopas con chícharos, estofado de res en salsa de tomate, filete con papas fritas, muy a menudo terminando el banquete con un pequeño trozo de gruyère, que costaba dos centavos. Una noche, después de recibir un aumento de salario, incluso se bebió una botella chica de Chianti y agregó las enormidades de licor Bénédictine, café y cigarros a un gasto ya de por sí escandaloso, y seis centavos al mesero, con lo que la cuenta había subido a cuatro chelines en vez del chelín que le hubiera bastado para una comida sana y abundante en casa. Ay, había muchos otros particulares en esta cuenta de sus extravagancias, y Darnell a menudo había lamentado su estilo de vida, pensando que, de haberse mostrado más cuidadoso, unas cinco o seis libras podrían haberse agregado a sus ingresos anuales.
Y la cuestión del cuarto desocupado lo hizo revivir este arrepentimiento en grado exagerado. Se convenció de que las cinco libras extra le hubieran dado un margen suficiente para el desembolso que deseaba hacer, aunque esto era, sin duda, un error de su parte. No obstante, veía con claridad que, bajo las condiciones actuales, no debía haber deducciones de la muy pequeña cantidad de dinero que tenían ahorrado. La renta de la casa eran treinta y cinco, y las tasas e impuestos sumaban otras diez libras: casi una cuarta parte de sus ingresos se iban en vivienda. Mary hacía lo posible por ahorrar en las cuentas de la casa, pero la carne siempre era cara y ella sospechaba que la sirvienta sacaba rebanadas subrepticias de los cortes y se los comía a medianoche en su cuarto con pan y melaza, pues la chica tenía apetitos desordenados y excéntricos. El señor Darnell ya no pensaba en restaurantes baratos ni caros; se llevaba su almuerzo a la Ciudad y después llegaba a merendar con su esposa: chuletas, un poco de filete, o carne fría de la cena del domingo. La señora Darnell comía pan y mermelada y bebía un poco de leche a mediodía. No obstante, con la máxima economía, el esfuerzo por vivir con lo que contaban y ahorrar para contingencias futuras resultaba enorme. Habían decidido aguantar sin un cambio de aires por lo menos tres años, puesto que la luna de miel en Walton-on-the-Naze había costado bastante, y fue a partir de esto que, de manera un tanto ilógica, habían apartado las diez libras, declarando que si no tendrían vacaciones, gastarían el dinero en algo útil.
Y fue esta consideración de utilidad la que al final resultó fatal para el plan de Darnell. Habían calculado y recalculado el gasto de la cama y la ropa de cama, el linóleo y los adornos, y con grandes esfuerzos el costo total había llegado a tomar la forma de “algo un poco arriba de diez libras” cuando Mary dijo de repente:
—Pero, Edward, después de todo en realidad no queremos amueblar ese cuarto. Quiero decir que no es necesario. Y si lo hiciéramos, podría llevar a una serie de gastos sin fin. La gente se enteraría y sin duda trataría de hacerse invitar. Ya sabes que tenemos familiares en provincia, y te aseguro que empezarían con las indirectas, al menos los Malling.
Darnell vio la fuerza de su argumento y cedió, aunque se sentía amargamente desilusionado.
—Hubiera sido muy lindo, ¿no crees? —dijo con un suspiro.
—No te preocupes, querido —dijo Mary, que lo notó bastante cabizbajo—. Hay que pensar en otro plan que también sea algo lindo y útil.
Ella a menudo le hablaba en ese tono de madre bondadosa, aunque era tres años menor que él.
—Y ahora —dijo ella—, tengo que arreglarme para ir a la iglesia. ¿Vas a venir?
Darnell dijo que creía que no. Por lo común acompañaba a su esposa al servicio matutino, pero ese día sentía cierta amargura en el corazón y prefería quedarse tranquilo bajo la sombra del gran árbol de moras que se erguía en el centro de su jardín: una reliquia de los prados espaciosos que alguna vez se extendieron, tersos, verdes y dulces, por donde ahora las lúgubres calles se arremolinaban en un laberinto imposible.
De manera que Mary fue sola y con calma a la iglesia. Saint Paul estaba en una calle vecina, y su diseño gótico hubiera interesado al observador curioso por la historia de ese extraño resurgimiento. Era obvio que en lo mecánico no había nada errado. El estilo elegido era “geométricamente decorado” y la tracería en las ventanas parecía correcta. La nave, los pasillos, el espacioso presbiterio estaban proporcionados de manera razonable y, hablando en serio, la única característica que estaba mal era la sustitución de la mampara del presbiterio con su altillo por un “murete del presbiterio” que en realidad era una reja de hierro. Pero esto, como podría argumentarse, no era más que la adaptación de una idea vieja a los requisitos modernos, y habría sido bastante difícil explicar por qué el edificio entero, desde la simple argamasa en medio de las piedras hasta la instalación de gas gótica, era una blasfemia misteriosa y elaborada. Los cánticos a Joll se entonaron en si bemol, y eran “anglicanos”, y el sermón fue el evangelio para ese día, amplificado y presentado en el inglés más moderno y elegante del pastor. Y Mary se regresó.
Tras la cena —un excelente trozo de carnero australiano, comprado en las Tiendas del Mundo en Hammersmith— se quedaron un rato sentados en el jardín, protegidos de modo parcial de la mirada de sus vecinos por el enorme árbol de moras. Edward fumaba su aromático y Mary lo miraba con plácido afecto.
—Nunca me cuentas de los señores de tu oficina —dijo ella al fin—. Algunos son gente agradable, ¿no es cierto?
—Oh, sí, son muy decentes. Debo traer a algunos a la casa uno de estos días.
Recordó con una punzada que sería necesario ofrecer whisky. A un invitado no se le podía pedir que bebiera cerveza de mesa de diez centavos el galón.
—Pero ¿quiénes son? —dijo Mary—. Pienso que quizá te dieron un regalo de bodas.
—Pues no lo sé. Nunca hemos hecho ese tipo de cosas. Pero son muchachos muy decentes. Pues bien, está Harvey; Salsa, le dicen a sus espaldas. Está loco por el ciclismo. El año pasado compitió por el récord de tres kilómetros para aficionados. Y lo habría ganado de haber tenido mejor entrenamiento. Después está James, un deportista. Creo que no te agradaría. Siempre me parece que huele a establo.
—¡Qué horror! —dijo la señora Darnell, que sentía que su marido estaba siendo un poco franco y bajó los ojos al hablar.
—Dickenson podría divertirte —prosiguió Darnell—. Siempre tiene un chiste, aunque es un mentiroso de lo peor. Cuando cuenta algo, nunca sabemos qué tanto creerle. Juró que el otro día había visto a uno de los jefes comprando berberechos de un carretón cerca de London Bridge, y Jones, que venía llegando, se lo creyó todo.
Darnell se rio al recordar el buen humor de la broma.
—Y tampoco estuvo mal el cuento que inventó de la esposa de Salter —prosiguió—. Salter es el gerente, como sabes. Dickenson vive cerca, en Notting Hill, y una mañana dijo que había visto a la señora Salter en la calle Portobello, de medias rojas, bailando música de órgano.
—Es un poco vulgar, ¿no crees? —dijo la señora Darnell—. No me parece muy divertido.
—Bueno, ya sabes, entre hombres es diferente. Quizá te agrade Wallis, un fotógrafo estupendo. A menudo nos enseña las fotos que les toma a sus hijos; bueno, a su hija, una niñita de tres, en la tina. Le pregunté cómo cree que se lo va a tomar cuando cumpla veintitrés.
La señora Darnell bajó la vista y no respondió nada.
Hubo silencio algunos minutos mientras Darnell fumaba su pipa.
—Oye, Mary —dijo al fin—, ¿qué te parece si tenemos un inquilino?
—¡Un inquilino! Nunca lo había pensado. Pero ¿dónde lo meteríamos?
—Pues estaba pensando en el cuarto desocupado. Ese plan obviaría tu objeción, ¿no es cierto? Muchos hombres en la Ciudad los toman y de eso también se gana un dinero. Calculo que agregaría diez libras al año a nuestros ingresos. Redgrave, el cajero, ha visto que le conviene rentar una casa grande a propósito. Tienen una cancha para jugar