Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey
parte de sus calles.
No sé cuánto tiempo permanecí allí tirado. Varios viandantes pasaron junto a mí, pero ninguno hizo ademán de acercarse, mucho menos de pararse para ver si aún conservaba un hilo de vida. Así era esta ciudad: la gente moría abandonada en sus calles sin que nadie hiciera nada, al menos hasta que los cuerpos empezaban a pudrirse y algún vecino se quejaba.
Me incorporé valiéndome de la pared y sentí un calor húmedo en la palma. Alguien se había desahogado sobre la piedra y el resultado seguía aún fresco. Vomité un par de veces y me sequé los restos de orín y bilis en el pantalón; tenía la cara llena de sangre, la ceja partida, la nariz fuera de sitio y el labio abierto. La cosa no debía de andar mucho mejor por dentro; me costaba respirar, y cada vez que ensanchaba el pecho para coger aire, una punzada de dolor se cebaba conmigo. Me palpé el costado y noté una concavidad en la parte baja del costillar. Asustado, me levanté la camisa para observar el destrozo y comprobé cómo mi cuerpo se había abollado como una vieja lechera. En mi boca se mezclaban el sabor del barro con el de la sangre y la derrota. Necesitaba un médico cuanto antes. Recé para que Monlau estuviera en casa, y para que tanto el portero como el mayordomo se apiadaran de mí y decidieran darle aviso de mi estado. De lo contrario, sería otro cadáver recostado en una fachada.
Un muerto anónimo más al que nadie lloraría.
Un nuevo Víctor.
Cuando recobré el sentido, me hallaba en el salón principal de la casa de don Pedro. Me habían tumbado sobre un diván de tapicería amarilla y listones plateados —una cosa de lo más refinada pero del todo incómoda— en cuyo extremo había tallada una gran piña cuyas hojas no dejaban de incordiarme.
Las puntas del bigote del doctor Mata me rozaban la frente a intervalos. Su piel olía a perfume y su bigote a fijador. No fue hasta ese momento cuando pensé en mi propia fetidez, que debía de resultarle insoportable; mis ropas, mi rostro y mis manos acumulaban sustancias que no me apetecía recordar. Mata, sin embargo, no parecía molesto en absoluto. Imaginé que, debido a su profesión, habría estado expuesto a humores más glutinosos que los que ahora le regalaban tanto mi indumentaria como mi propia anatomía.
El olor a muerte del osario acudió a mi memoria. De no ser porque nos hallábamos muy lejos de allí, hubiera jurado que seguíamos atrapados entre sus cuatro paredes.
Traté de incorporarme para no echar a perder el mueble, pero el doctor me retuvo.
—Estese quieto.
—Le han dado una buena paliza —intervino Monlau, cuya presencia me había pasado desapercibida hasta el momento—. Está ciudad es cada día más insegura. Si no morimos de cólera, tifus o fiebre amarilla, lo haremos en algún bombardeo o porque nos acabaremos matando los unos a los otros. ¡Los barceloneses tenemos la marca de Caín!
Volvía a lanzar una de sus arengas, solo que esta vez nadie le escuchaba. No le faltaba razón, no obstante: la vida en las calles valía menos que un retal de algodón.
—¿Cómo se encuentra, Expósito? —se interesó al fin.
—Miquel —logré articular.
El hombre me miró con los ojos abiertos, tanto que, esta vez sí, temí que me echara a patadas. Pero, en lugar de eso, dejó escapar una carcajada.
—¿Alguna novedad?
Me dolía el labio, así que me limité a negar con la cabeza. Ninguno de los dos me preguntó por lo sucedido. Así era como yo, como la gente de mi condición, solucionaba sus problemas, debían de pensar.
—Quizá Andreu haya logrado averiguar algo —dijo mientras consultaba su reloj.
Aun en mi estado, pude distinguir que se trataba de una magnífica pieza de plata con doble numeración. Me hubieran dado un buen pellizco por él.
—Ha tenido usted suerte. La costilla no parece haber perforado el pulmón y la nariz solo está desplazada —me informó Mata, que seguía escrutando mi rostro—. Pero esto le dolerá.
Ni siquiera tuve tiempo de prepararme antes de que asiera el apéndice y lo enderezara.
—Es probable que tenga una conmoción. Debe descansar.
Recliné la cabeza y cerré los ojos.
Víctor yacía de nuevo a mi lado. De pie junto a él, una figura embozada le abría el vientre con delectación, pero el pobre no gritaba, sino que se dejaba hacer. Traté de alargar el brazo para detener el bisturí, pero tampoco yo podía moverme, tan solo observar cómo aquel carnicero hacía su trabajo. En cuanto hubo terminado, limpió la hoja con un paño y se acercó a mí. Sentí su mano posarse en mi tripa y buscar el punto exacto por el que abrirme la carne mientras, esta vez, los doctores Monlau y Mata observaban sus evoluciones con sumo interés. Cualquier atisbo de resistencia por mi parte era inútil; allí tumbado me sentía como una marioneta deshilada, el sacrificio humano a unos dioses desconocidos a quienes no les importaba lo más mínimo.
El aullido germinó en lo más profundo de mi vientre, se abrió paso por mi tracto digestivo y alcanzó finalmente la garganta.
Angustia, miedo, dolor, muerte.
Los tres se giraron sobresaltados.
Miedo, dolor, angustia, muerte.
El sol se decantaba en ángulo sobre la alfombra. Observé la danza errática de las motas atrapadas en su interior; solo parecían existir dentro de sus límites, ya que, una vez traspasados, se tornaban invisibles y era imposible asegurar si las que ocupaban su lugar eran las mismas, que regresaban atraídas por su calidez, o unas nuevas.
—Bienvenido de nuevo —saludó Monlau.
Me toqué la frente. Sudaba y tenía escalofríos; Mata hubiera dicho que por la fiebre, pero yo sabía que se debía a otra cosa.
El miedo.
Me puse en pie con las pocas fuerzas que me quedaban y me reuní con ellos, momento que Andreu aprovechó para continuar el relato dejado a medias:
—Como les decía, esta mañana he estado en la Aduana. Tengo a un amigo allí. Me ha dado un listado de los barcos procedentes de Cuba y Puerto Rico que han atracado en el último mes: derrotero, carga, tripulación… Todo corriente excepto en uno de ellos, el Gregal. Arribó hace cuatro días y traía un pasajero. Según figura en el libro del capitán, se llamaba Alberto Guiteras.
—Y crees que es nuestro desconocido —señaló Monlau.
El gacetillero asintió. Seguía manteniendo sus dotes de sabueso intactas.
—El barco aún no ha zarpado, así que he podido hablar con alguno de los marineros. Todos han coincidido en la descripción. Y en que Guiteras no era ningún vagabundo. Embarcó en La Habana y disponía de camarote propio, pero apenas salió de él. Viajaba con poco equipaje y nadie le esperaba al llegar. Su escasez de pertenencias me ha hecho suponer que no pensaba quedarse mucho, y el hecho de que nadie acudiera a recibirle, que debió de alojarse en algún hotel, de modo que he preguntado en los principales, pero no ha habido suerte.
—Si quería pasar desapercibido, lo más probable es que buscara algún tipo de establecimiento más discreto —apuntó Mata.
Andreu asintió de nuevo. Era perro viejo, tanto como el propio doctor.
—Mañana realizaré una búsqueda por fondas y casas de huéspedes.
—Debemos dar con su alojamiento. Quizá sus cosas aún sigan allí y puedan aclararnos algo —señaló Monlau.
—¿Y si se inscribió con nombre falso? —apunté.
—De ser así, será imposible dar con él —intervino Mata.
—No tanto —puntualizó Andreu—. Tenemos su descripción, conocemos su fecha de entrada y sabemos que no habrá vuelto por allí desde hace dos días.
—¿Algo sobre la sanguijuela? —inquirió entonces Monlau.