Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey

Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey


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cuenta de la circunstancia.

      Ya idearía otro modo.

      —Una última cosa —añadió Andreu—. El artilugio con el que los mataron, ¿es fácil de conseguir?

      —Más bien diría que todo lo contrario —aseguró Mata—. El uso terapéutico de hirudíneos se conoce desde muy antiguo, pero la sanguijuela artificial es más cara y ofrece peores resultados. No conozco a ningún sangrador que las use, tampoco a ningún médico aquí.

      Andreu asintió, ligeramente contrariado. La sola posibilidad de poder quedar excluido le espantaba.

      —No se preocupen. Si alguien comercia con ellas en Barcelona, le encontraré.

      VI

      El Real Colegio de Cirugía, un edificio de lo más solemne —acorde, supuse, a los asuntos que allí se trataban—, estaba ubicado en la calle del Carmen. La casa-fábrica de La Gònima y los lavaderos del Padró quedaban una cuarta más allá, y justo detrás del complejo hospitalario en el que estaba enclavado, se alzaba La Barcelonesa, otro leviatán cuyos brazos habían estrangulado Sant Agustí Nou y amenazaban con alcanzar la ruina del antiguo convento de los Trinitarios, donde, según se rumoreaba, algunos planeaban levantar un nuevo teatro.

      Era territorio del Mussol.

      Aún quedaba un rato para que acabaran las clases de la mañana, de modo que decidí regresar a la Rambla. Sin saber cómo —ese humor negro que habita nuestro interior y toma el control de nuestros designios—, acabé frente a la Misericordia. Nunca he sido dado a sentimentalismos, pero algo se me removió al verla junto a la puerta, aquella boca desdentada cuya única función era la de devorar a las criaturas recién nacidas que nadie más quería. Debo reconocer que, a lo largo de los siete años que había pasado interno en la Caridad, había fantaseado acerca de quiénes serían mis padres. Quizá incluso me los había cruzado por la calle algún día, la criada que se me había quedado mirando aquella mañana —acaso reconociendo algún rasgo, una frente ancha, una nariz chata, unas orejas salidas—, el señor que había acelerado el paso sin saber que era el fruto de su carne; o quizá sí; quizá intuyendo al bastardo había puesto pies en polvorosa no fuera a reclamarle algún real.

      Poco importaba ya.

      Mis padres estaban muertos y mi única familia era la Tinya.

      La ayuda que había solicitado a Mata consistía en que, antes de terminar las lecciones que se había ofrecido a impartir a los alumnos de último curso —el director había aceptado de inmediato, por supuesto, el doctor era una eminencia—, rayara la espalda de sus chaquetas con tiza para que, al salir, pudiera identificarlos de lejos. Uno por día. Eso era todo lo que podía abarcar mientras esperaba la respuesta a mi solicitud de ayuda por parte del Consejo.

      Sus ramos de claveles, hortensias, olivillas y alhelíes constituían una agradable pincelada de color en medio de una ciudad de calles marrones y hombres grises. Me detuve frente a un cesto y rocé la punta de un clavel, como si así pudiera llevarme parte de su frescor y alegría conmigo. Quizá por eso no me di cuenta de que me seguían hasta que fue demasiado tarde. Me había dejado invadir por la mentira de que era un paseante más, el recadero que procura que el camino de regreso a la tienda sea siempre más largo que el que le llevó a destino.

      Así somos los seres humanos, dados a engañarnos.

      «En la calle, siempre cuatro ojos, Miquel», me pareció escuchar a Víctor reprendiéndome entre el barullo. Apreté el paso y descendí en busca de la seguridad de mi distrito, pero paseantes, repartidores y vehículos parecían haberse conjurado en mi contra a medida que avanzaba con el alma en vilo y la lengua fuera. Por un instante, creí haberlos despistado, pero a la altura de la Cuatro Naciones volvía a tenerlos encima.

      Aproveché el pequeño atasco formado por un landó detenido frente al hotel para escabullirme. El mozo que bajaba uno de los baúles —una cosa de lo más ostentosa— se trastabilló y a punto estuvo de dar con él en el suelo ante la mirada del dueño, que no dudó en atizarle con su bastón, lo que acabó por precipitar la desgracia. Todos sus enseres quedaron desparramados por la calle, momento que unos aprovecharon para sustraer lo que pudieron y otros, regodeándose en la desgracia ajena —en especial cuando se trataba de la de alguien pudiente—, disfrutaron en silencio.

      Me dieron caza a la altura del carrer d’en Aray.

      Eran del IV.

      Dos eran mayores que yo, altos y fuertes, en especial uno de cabellos rubios, largos y sucios; el tercero no tendría diez años, pero la calle le había cambiado las facciones y parecía un boxeador en miniatura.

      —¡Mira qué tenemos aquí! Una rata —dijo el de la melena—. ¿Qué hacías en nuestro territorio?

      —Tengo permiso del Consejo.

      —El Consejo, ¿lo habéis oído? Dice que no es una rata, que tiene permiso nada menos que del Consejo.

      Los tres estallaron en risas.

      Al ver lo que sucedía, algunos viandantes apretaron el paso. No querían líos.

      Autómatas.

      —Es la verdad.

      «En las calles, el miedo te mata, Miquel. Aunque sean más. Aunque sean más fuertes. Jamás les dejes ver tu miedo».

      La algarabía cesó de pronto, como si hubieran respondido a una señal convenida.

      —¿Sabes qué? No te creo.

      —Tú verás.

      Ninguno me conocía, pero su mirada rebosaba odio. Estaba claro que buscaban pelea. Algunos vienen con la sangre envenenada desde la cuna.

      Por un instante pensé en echar mano de la navaja, pero eso solo hubiera empeorado las cosas. Una de las lecciones más importantes que se aprenden en la calle es que, si muestras el acero, debes estar dispuesto a usarlo, y yo no lo estaba. Jamás había apuñalado a nadie.

      El recuerdo del cuerpo abierto de Víctor me hizo sentir un temblor.

      «Ni un paso atrás, Miquel».

      —Además de rata, mentiroso.

      Le había desafiado, y no lo iba a dejar pasar.

      —Los bolsillos —me ordenó.

      Caí en su enredo como un principiante.

      El primer puñetazo me alcanzó la sien con las manos en el pantalón. Fue un martillazo seco al que acompañó un instante de oscuridad. Una vez en el suelo, me ovillé sobre el pequeño montón de desechos que había amortiguado mi caída. El cadáver de un gato que aún conservaba algo de piel sobre la calavera me dedicó una sonrisa grotesca; al igual que yo, había vivido tiempos mejores, aunque, a juzgar por su avanzado estado de descomposición, los suyos quedaban bastante lejos.

      Durante el rato que duró la paliza, lo único que fui capaz de vislumbrar fue un rayo de sol que jugueteaba entre la maraña de piernas que me golpeaban sin cesar. Por un momento, pensé que se trataba del mismísimo arcángel san Miguel que acudía en mi ayuda con su brillante espada flamígera en la mano; después recordé a Víctor, su cuerpo inexpresivo sobre aquella mesa, y me vi tumbado a su lado con la cara tumefacta, la cabeza abierta y las ropas trizadas.

      «Nadie te echará de menos», pensé.

      De hecho, la única persona que podría hacerlo ya estaba muerta; yacía a mi lado pendiente de que alguien abriera una herida en la tierra para arrojarnos juntos en su interior.


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