Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey
pero debo ver los cuerpos para asegurarme… y no tengo un real.
—Veo que sigues con tus viejos hábitos —señaló don Pedro. En esos momentos no supe a qué se refería, si a la habitual falta de dinero de Andreu o a su afición por lo grotesco. Quizá a ambas—. Y, claro, nadie lo investiga —afirmó a continuación.
Era tan consciente como nosotros de que, por muy extraña y salvaje que hubiera sido, la muerte de dos desheredados no le importaba a nadie. La ciudad había alcanzado un grado crítico: la población crecía sin control, las condiciones de vida eran cada día más extremas y el aire, irrespirable; las calles apestaban a basura, a podredumbre, a heces, descomposición y muerte. Eso era Barcelona: un gran orinal, el caldo de cultivo perfecto para que crecieran y se propagaran todo tipo de enfermedades. Si alguien había decidido empezar a eliminar vagabundos, pordioseros y pedigüeños, no iban a ser ni el Cuerpo de Vigilancia, ni el Ayuntamiento ni, mucho menos aún, los militares quienes lo impidieran.
—Muy bien. Veré qué puedo hacer.
La niebla ocupó las calles como si el vapor de las chimeneas que despuntaban como modernos campanarios por toda la ciudad hubiera descendido a los infiernos como una maldición en lugar de elevarse a las alturas como una plegaria. Barcelona era una urbe de cielos bajos en invierno, lo que aumentaba la sensación de apretura que uno sentía al desplazarse por sus calles, y el miedo a que llegara un día en el que aquella techumbre plomiza, ahíta al fin de emanaciones, se desplomara sobre nuestras cabezas hacía que muchos deambularan encogidos.
Don Pedro nos esperaba frente al Palacio Episcopal. El edificio, una mole de cuatro plantas que destacaba por la simetría de sus balcones y la belleza de sus murales, ocupaba una de las esquinas de la plaza Nueva. Semejante denominación no era más que un eufemismo, porque aquel espacio —más bien un minúsculo óvalo en el que confluían las principales calles del distrito— distaba mucho de ser lo que evocaba. A pesar de ello, constituía un desahogo en medio de la maraña caótica de vías que se dirigían a la catedral. A su derecha se alzaba la casa del Arcediano, con la que la construcción diocesana compartía un detalle significativo: ambos palacetes habían integrado en su gruesa anatomía dos de las viejas torres que custodiaban la entrada a la ciudad más antigua. El resto del espacio lo cerraban varios edificios de viviendas con las fachadas cuarteadas y los bajos enfangados.
La berlina de don Pedro se había detenido junto a un par de coches de plaza, lo que había desatado una pequeña trifulca entre los conductores. El doctor trataba de mediar asegurándoles que se trataba de su vehículo personal y que no tenía intención de robarles a ningún cliente, pero sus formas se vieron pronto rebasadas por el grosor de algunas de las expresiones. Estaba acostumbrado a desplegar sus argumentos ante audiencias más selectas, y los improperios que surgían de la boca de aquellos hombres eran más propios de una taberna que de cualquier disertación académica. La expresión de alivio que se formó en su rostro al vernos llegar fue clarificadora. Estaba inquieto —a decir verdad, yo también—, no tanto por la disputa —que continuaba a su espalda— como por nuestro destino: el cementerio de los condenados.
De todos los fosos intramuros, aquel era el más tétrico. Quizá se debiera a su absoluta desnudez, o a que a él iban a parar los despojos de los ajusticiados, maleantes, pordioseros, vagabundos y huérfanos de la ciudad. Algún día, aquel triste descampado sería también mi última morada.
Lo único que identificaba las tumbas era un hito de madera —la mayoría estaban podridos— incrustado en la cabecera de cada cárcava. Ni siquiera se molestaban en excavar un túmulo en condiciones, demasiado trabajo para muertos tan poco ilustres, lo que los convertía en cenotafios sin nombre, una condena para que aquellos que habían hecho el mal en vida erraran como espectros sin identidad hasta el fin de los tiempos.
El depósito de cadáveres, en cuyo sótano se ubicaba el osario, estaba situado en uno de los extremos del muro que lo circunvalaba, más por evitar miradas curiosas que por decencia. Se trataba de una casilla de piedra de una sola planta y tejado a dos aguas anexa a la parte trasera del claustro del convento de los Felipones. El encargado, un tipo de cabeza redonda, brazos gordos, piernas gordas, manos pequeñas y gordas y dedos cortos, sucios y gordos, nos esperaba con un farol en la puerta. Decenas de minúsculas venas rojas le surcaban el rostro —aunque el fenómeno era más pronunciado en la nariz y los pómulos—, como si toda su mollera fuera una gran bola de cristal agrietado.
—Llegáis tarde —pronunció como único saludo—. Vuestro amigo os espera desde hace un rato.
Intercambiamos una mirada de desconcierto, pero antes de que pudiéramos abrir la boca, desapareció dejándonos huérfanos de luz y amparo. En cuanto pusimos un pie en el interior, descubrimos la figura de un hombre de patillas profusas y un gran bigote veteado. Su indumentaria era tan parecida a la de Monlau que podrían haber salido del mismo sastre; cualquier otro parecido, sin embargo, terminaba allí, empezando por su prestancia.
Don Pedro no pudo ocultar su sorpresa —junto a cierta inquietud— al verle, pero una vez recuperado del trance, le tendió la mano.
—Doctor Mata.
—Monlau.
Ambos guardaron un prolongado silencio tras el saludo, como si cada uno esperara a que el otro diera el siguiente paso.
—Te hacía en Madrid —tomó la iniciativa don Pedro. Al fin y al cabo, aquel era su terreno. O eso pensé.
—He venido a pasar unos días —obtuvo por única respuesta.
Más tarde supe por Andreu que aquellos dos hombres habían sido buenos amigos, pero que habían tenido ciertas desavenencias —muy airadas en realidad, como solo pueden tenerlas aquellos que han compartido intimidades— con motivo del apoyo de El Constitucional a la regencia de Espartero. Habían trabajado juntos en El Vapor, habían estado en el exilio y, al regresar, habían decidido refundar el diario, cerrado por sus diatribas. Pero sus preferencias políticas los habían llevado por distintos derroteros, hasta el punto de romper su amistad.
Monlau, que a pesar de haberse retraído en su presencia, tampoco era manco, insistió.
—¿Y puedo saber a qué se debe tu interés por estos cuerpos? —Su tono era ahora tan gélido como el ambiente.
—Simple curiosidad.
Una vez más, la respuesta no le satisfizo, pero al fin pareció entender que sería la única que iba a recibir por el momento.
Terminado el tanteo, el sepulturero colocó un par de velas en sendos faroles lagrimeados de cera.
—Síganme.
Nuestra presencia —más bien la de aquellos dos tipos de chaqueta buena, camisa impoluta y pantalones rectos— le incomodaba. El pobre había roto a sudar, por lo que supuse que no estaba acostumbrado a recibir visitas tan ilustres —más bien de ningún tipo, al menos de nadie con la sangre aún caliente—; habíamos invadido su soledad y no le gustaba un pelo.
En cuanto accedimos a la sala principal, el estómago se me encogió por el frío y la aflicción. El suelo, de losas desiguales, estaba cubierto de tierra y paja, y las paredes, desabrigadas del encalado que las había cubierto un día, rezumaban humedad. La mayoría de los sillares habían sido invadidos por colonias de mohos, hongos y líquenes, a lo que había que sumar los chorretones producidos por la lluvia que se filtraba por las juntas ajadas. Algunos parecían el pelaje de un gato.
Tres cuerpos reposaban expuestos como carne en el mercado. Dos de ellos estaban desnudos, mientras que el tercero vestía un blusón sucio y unos pantalones raídos, en los que se había hecho todas las necesidades. Tenía los ojos saltones y la boca abierta, por la que le asomaba una lengua abotargada. Me fijé finalmente en su cuello, en el que aún podía verse, notoria, la marca del garrote.
—Una auténtica chapuza —dejó caer el sepulturero para conjurar aquella mueca que parecía burlarse de él.
El segundo correspondía al vagabundo al que se había referido Andreu.
El tercero era el de Víctor.
Tuve