El fin del autoodio. Virginia Gawel
descalificamos para aquello que anhelaríamos emprender, evaluando que no somos lo suficientemente inteligentes, lo suficientemente habilidosos, lo suficientemente atractivos, lo suficientemente evolucionados. La calificación es esta: no somos suficiente.
A solas, nos decimos las cosas más crueles, incluso las que jamás le diríamos a ser sintiente alguno. Despiadados, ejercemos la autocrítica y la exigencia más feroz como no lo haríamos con nadie.
Puede que nos volvamos mendicantes de amor, y que, sin embargo, si alguien nos lo da sintamos que no lo merecemos –porque si alguien nos ama está cometiendo un error al darnos ese amor a nosotros, ¡que somos tan poca cosa!–. Así, nos sometemos a ser anémicos de afecto: no nos lo brindamos a nosotros mismos, no lo tomamos con naturalidad de quienes nos lo dan, y hasta puede que seamos tan ingeniosos como para encontrar a las personas adecuadas que nos maltraten con tanto empeño como nosotros nos maltratamos.
Sé que esta lista de actitudes puede cortar la respiración y hacer un nudo de acero en el estómago a quien le calce. Pero necesito decir que la lista es mucho, mucho más larga. (Por prudencia me detendré aquí, e iré desarrollando el resto a lo largo de los capítulos de este libro).
Mi experiencia, al trabajar por más de treinta y cinco años en Psicología, me ha mostrado que, en particular, las personas más apreciables, más buenas, más nobles, suelen ser las que más se detestan a sí mismas. Acompañarlas a salir de ese laberinto de autoodio me fue resultando posible a medida que, con el tiempo, fui advirtiendo que en ese mismo laberinto yo había construido mi morada. Y que un impulso vital tremendo nacido desde mi hondura me envolvió en su espiral para que pudiera mudarme hacia el aire fresco en el que uno puede convivir consigo mismo siendo para sí una entrañable compañía. Aún el proceso no terminó, pues quizá sean más y más peldaños hasta el último día de la vida, pero sé que es posible, en tanto uno haga el trabajo adecuado.
“Me odié a mí misma y no fui correspondida”. Un día me encontré pronunciando esa frase, que nació en lo más íntimo de mí. Recuerdo nítidamente la postura de mi cuerpo, mi ropa leve pesando sobre mi piel, las personas de mi entorno y la tibia luz crepuscular que me envolvía, como quien abriga a una recién nacida…
Comprender el significado radical de esa frase me tomaría años. Y dar los pasos para plasmarla como realidad me demandaría un constante trabajo de alfarera (de mí misma y de otros, en mi tarea como psicoterapeuta y docente). De hecho, cada evento que acontece me hace comprenderla de un modo más completo.
Ojalá que este libro pueda acompañar a quien lo lea a generar un proceso de autorreconciliación para lograr una buena convivencia consigo mismo. Tal vez en ese vínculo tenga su más cabal aplicación lo que en los votos matrimoniales se enuncia así: “Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, amarte y respetarte todos los días de mi vida“. Que así sea.
Occidente: amor propio y… ¿odio propio?
Curiosamente, la expresión “amor propio” en nuestro idioma alude al sentimiento de orgullo de sí más que al verdadero amor. La Real Academia Española lo define como “amor que se profesa a sí mismo, especialmente al propio prestigio”. O sea, ¡un asunto del ego, más que del amor!
¿No será que, tengamos o no amor propio, nuestro sustento basal es el de un odio propio que necesitamos ver hasta sus raíces más íntimas?
El psicólogo Jack Kornfield, uno de los primeros en traer la Psicología Budista a Occidente, suele relatar una anécdota que en una ocasión expresó así:
“En una reunión con el Dalai Lama, algunos budistas le comentamos que en Occidente había mucho autoodio: queríamos saber cómo actuar. El traductor necesitó cinco minutos para hacerle entender a qué nos referíamos, porque en tibetano ni existe esa palabra. Cuando finalmente lo entendió, su rostro se ensombreció: ‘¡Qué gran error!’, dijo. Aprender a cuidarse uno mismo con atención y compasión ayuda a cuidar de los demás y a relacionarse bondadosamente. La verdadera compasión incluye siempre a los demás y a uno mismo”.
Hay algo que es bien sabido entre los lingüistas y sociólogos: cuando, en una cultura, hay una determinada palabra que no existe (y deben, en cambio, utilizarse muchos términos para definir eso que la palabra describiría por sí sola), significa que ese concepto está negado por la cultura en cuestión, aún no se ha visibilizado.
Por ejemplo, hasta que el psiquiatra y neurólogo francés Boris Cyrulnik mencionó la palabra “resiliencia” (la capacidad de los seres humanos para superar los efectos de una adversidad, e incluso salir fortalecidos de ella), esa cualidad no había sido tenida en cuenta con tanta precisión en ámbitos donde se vuelve esencialmente necesaria, tales como la psicoterapia, la educación, y la ponderación de los fenómenos sociales en los que se da una resiliencia colectiva (como en los pueblos diezmados por la guerra que luego resurgen a partir de su valentía).
La mayoría de nosotros hemos ido construyendo cimientos de resiliencia a partir de grandes dolores, muy personales, muy íntimos, y gracias a ellos (más que a pesar de ellos) desplegamos aspectos muy valiosos de nuestra identidad. El hecho de que exista la palabra “resiliencia” para designar tal proceso vital, nos permite verlo mucho más fácilmente, y así apreciarlo, cultivando esa habilidad para cualquier otra dificultad que nos toque afrontar.
“Autoestima”: la palabra más patética
Si aplicamos estos principios al espacio que debiera dársele a la palabra “autoodio” para que se visibilice, nos encontramos con esto: existe en el castellano, y sin embargo rara vez la decimos, la escuchamos o la leemos. ¿Por qué? Porque todo el sistema está organizado para que ese autoodio sirva a intereses mezquinos. (Ya veremos cómo a una persona que se autoodia es más fácil venderle desde objetos hasta ideologías).
Puesto que la palabra “autoodio” está socialmente acallada (y sería mi modesta aspiración sumar con este libro a que ese acallamiento se erradique), también su opuesto es tan opaco como la tecla de un piano con sordina. Y aquí voy a tener que darle espacio a una de las expresiones más patéticas de Occidente, no solo del castellano, sino de muchos otros idiomas en los que guarda equivalencia: la palabra “autoestima”.
Detengámonos un momento: los estantes de las librerías, los videos de internet y aun el vocabulario de los terapeutas tienden a este pobre término como si fuera gran cosa. “Desarrolle su autoestima con prácticos ejercicios”, o “Tengo la autoestima por el suelo”. Por favor, seamos sinceros: ¿qué sentiríamos si la persona de quien estamos enamorados nos dijera algo así como: “Bien sabes que yo te estimo mucho”? ¿Qué emociones nos produciría el hecho de que usaran esa palabra hacia nosotros nuestro mejor amigo, nuestros hermanos, nuestros padres? Lo que me resulta obvio es que no nos sentiríamos amados, precisamente, ¿verdad? Bien: ¿por qué nos parece entonces tan natural aplicar este sustantivo de tan tibio aprecio cuando hablamos de nuestra relación con nosotros mismos?
Tal palabra revela así, de manera casi imperceptible (y eso no es casual) el profundo autorrechazo que en Occidente predomina en el vínculo que tenemos con quienes somos.
Así, en la mayoría de los idiomas de Occidente existen múltiples palabras que enuncian esa mala relación con nosotros mismos, y ninguna de ellas nos llama la atención: autoboicot, autoflagelación, autoagresión, autosabotaje, autoexigencia, autocrítica, autotortura, autodestructividad… y la lista podría alargarse. Esto obedece a una verdadera hipnosis colectiva: una Matrix que hace que todos, desde pequeños, vayamos absorbiendo expresiones que luego nos llevarán a mirarnos con desaprobación y hasta con autodesprecio.
En paralelo, existe el fenómeno cultural opuesto: cuando buscamos en nuestro idioma palabras amables referidas a la íntima