Los gendarmes de Dios. Doménico Mantuano
después de haber ingresado al seminario de Logroño, José María abandonó la pequeña ciudad para continuar sus estudios en Zaragoza, Aragón; ya por entonces (1920), una de las cinco ciudades más importantes de España.
De aquellos años en el seminario de Zaragoza son las primeras semblanzas de quien, con el tiempo, se convertiría en el “niño mimado” de Francisco Franco.
José María era un joven piadoso, inteligente e inquieto a los ojos de algunos de sus compañeros, y según la versión de Ramón Herrando Prat de la Riba. Otros, como Manuel Mindán Manero, sacerdote, filósofo y compañero de estudios de Escrivá, lo retratarían luego, en cambio, como un “hombre oscuro, introvertido y con notable falta de agudeza”.
Mindán agrega algunos datos más:
"... era un poco más alto que yo, de facciones redondeadas y blancas, de manos gordezuelas y suaves, blando en sus movimientos, aunque a veces pretendía manifestarse enérgico. Era bueno y cumplidor en su comportamiento; era también piadoso, aunque su piedad tenía un cierto aire feminoide, por lo cual le llamaban de mote: la Rosa Mística [...] No obtuvo ningún grado académico, ni en Filosofía ni en Teología ni en Derecho Canónico en nuestra Universidad Pontificia…”
Ya durante su etapa de seminarista, el joven aragonés comenzó a exhibir dos características que se profundizarían con el paso del tiempo. La primera: le gustaba poco que se pusieran en cuestión sus opiniones; la segunda: se empeñaba en que se lo considerara miembro de una familia hidalga. Para ello, comenzó por juntar sus dos primeros nombres, se agregó el “de Balaguer” que no pertenecía ni a sus padres ni a sus abuelos, y, por fin, más adelante, llegó a reclamar para sí el marquesado de Peralta, que Franco le concedió, aunque no le pertenecía.
Luego de una larga y documentada exposición sobre la impostura del reclamo, dice el historiador Ricardo de la Cierva:
“El marquesado de Peralta ya se había rehabilitado en España. El primer concesionario y su familia no eran 'de linaje oscense' sino de Jerez de la Frontera, de donde su linaje pasó a Costa Rica [...] En el expediente de rehabilitación de 1968 no se prueba en modo alguno el parentesco de monseñor Escrivá con los Peraltas de Jerez, verdadero linaje del título. El autorizado Nobiliario en cuatro tomos, todos publicados unos años antes de la rehabilitación por una comisión en la que figuraban autoridades tan relevantes como el Marqués de Siete Iglesias y don Vicente Cadenas da la razón a los Peralta de Costa Rica y no alude a los apellidos Escrivá y Albás como nobles”.
Producto de la buena relación que mantenía con sus superiores, porque para Escrivá la disciplina y el orden jerárquico siempre fueron primordiales en los vínculos humanos y en las instituciones, en 1922, el joven llegado de Logroño fue premiado con los grados de exorcista, lector, ostiario y acólito.
El “exorcista”, como su nombre lo indica, era el seminarista que estaba facultado para participar en las ceremonias destinadas a expulsar fuerzas malignas del alma de una persona, respetando el método aprobado por la Iglesia Católica. “Lector”, entre tanto, el grado o cargo que se le asignaba a quien tenía la responsabilidad de leer los textos sagrados durante la misa. El “ostiario” debía ocuparse de abrir y cerrar las puertas de la iglesia, tanto como responsabilizarse de que los objetos sagrados estuviesen seguros y conservados. El “acólito” es quien asiste al sacerdote en el oficio religioso.
Pero las responsabilidades del joven Josemaría no terminaban allí. Sus superiores, en una decisión curiosa y poco frecuente, lo habían designado Inspector del Seminario, cargo en el que normalmente se desempeña un sacerdote, ya que tiene la responsabilidad de mantener la disciplina de los seminaristas, tanto durante las clases como a lo largo de los paseos.
Así, convertido en atento observador de sus pares, es evidente que la relación del joven aragonés con sus compañeros de estudio estaría desprovista de la intimidad y las complicidades propias de los condiscípulos en igualdad de situación.
Al año siguiente, Escrivá de Balaguer ingresó a la universidad de Zaragoza para iniciar sus estudios de Derecho, más por pedido de su padre (que moriría en 1924) que por fuerza de una vocación. El seminarista creía más en la observancia de las normas eclesiásticas y celestes que en las leyes laicas y terrenas.
Por fin, el 28 de marzo de 1925, Josemaría Escrivá de Balaguer se ordenó sacerdote.
No parecía estar muy dispuesto a ejercer su trabajo pastoral en las pequeñas parroquias rurales a las que fue destinado en un comienzo.
Y, en efecto, en poco tiempo demostró que lo suyo pasaba por servir a Dios desde más cerca y con la menor cantidad de intermediarios posible. Tenía claro cuál era su misión dentro de la Iglesia, y en su libro Camino lo sintetizó con contundencia:
“El plano de la santidad que nos pide el Señor está determinado por estos tres puntos: la santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza”.
Hacia un puerto seguro
Con veinticinco años de edad y todos sus proyectos al hombro, Escrivá de Balaguer partió hacia Madrid con el anunciado fin de preparar su tesis doctoral y trabajar como docente para sostener económicamente a su familia que, con la muerte de su padre, dependía por completo del dinero que él pudiese enviarle.
Su verdadero objetivo, en cambio, era fundar su propia orden religiosa, y para eso debía vivir en la ciudad capital. Bajo la dictadura del general Miguel Primo de Rivera y el reinado de Adolfo XIII como escenario de fondo, España se había sumergido en una profunda crisis económica, y los partidos republicanos, socialista y comunista, alborotaban la política desde la clandestinidad, amenazando al régimen dictatorial del hombre que había llegado al poder con el apoyo del empresariado, la Iglesia Católica y los sectores conservadores de las Fuerzas Armadas.
En Alemania, los partidos gobernantes de la República de Weimar hablaban de la socialización de los medios de producción y, en su gran mayoría, se reivindicaban ateos y encabezaban un poder laico. Y ésos eran los grandes temores del joven sacerdote.
Escrivá equiparaba a republicanos y socialistas con el ateísmo comunista, e identificaba a este último con la mayor amenaza para la Iglesia Católica. Creía que debía ser combatido de cualquier modo, y los métodos de Primo de Rivera le parecían del todo pertinentes. Pero había algo más.
Para el joven Escrivá, la preservación de los pilares de la Iglesia Católica dependían del poder que ésta pudiese concentrar: poder político, económico, militar y educativo. Si la Iglesia actuaba con energía en esos cuatro círculos, el reinado de Cristo estaba asegurado.
Así, el sacerdote aragonés se encolumnaba en la prédica de los grupos católicos ultramontanos del siglo XIX, para los cuales el laicismo y cualquier forma de gobierno en el que la Iglesia no ocupara un lugar determinante debían ser combatidos.
El Concilio Vaticano I, convocado en 1869 por el papa Pío IX, al que adhieren los integristas católicos, aprobó como dogma de fe la “infalibilidad papal”, según la cual el Papa está preservado de cometer errores ya que es asistido por Dios en cada una de sus decisiones. De tal manera, la relaciones políticas entre los hombres, la organización de la sociedad y, desde luego, la religión deberían caer bajo la égida de la Iglesia Católica, la única que cuenta con el saber divino, encarnado en el Papa.
Para eso había viajado Escrivá de Balaguer a Madrid. Para convocar, según afirmaría luego el propio sacerdote, a empresarios, artistas, obreros, intelectuales y nobles a sumarse a la labor que Dios le había pedido que llevara adelante (“Recibí la iluminación sobre toda la Obra”). Aquello era un llamado a todos los hombres del mundo a perseguir la santidad mediante el trabajo, las mortificaciones, la oración y el ejercicio del poder con fines altos. Quienes emprendieran ese camino, lo harían dentro de las normas que, a partir del 2 de octubre de 1928, dictaría el Opus Dei, o sea, la Obra de Dios, o sea: Josemaría Escrivá de Balaguer, quien dejó por escrito:
“Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior. Por eso