Tormenta de fuego. Rowyn Oliver

Tormenta de fuego - Rowyn Oliver


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como se había imaginado, pensó Gottier. Le faltaba algo, le faltaba… un cazador. En Dallas se sentía tan a salvo, tan en casa.

      Sonrió mientras Max buscaba argumentos para no volver todavía a casa. No podía culparlo. Aunque ni que fuera por un corto período de tiempo iba a hacerle volver.

      El descuartizador había vuelto a matar. El auténtico, y lo sabía porque esta vez se había ocupado él mismo de sus víctimas. Nada de intentar crear un sucesor, nada de aficionados.

      Cierto que ya nada parecía como antes. Sus víctimas se entregaban aterrorizadas con demasiada diligencia al dolor físico, tenían miedo de defenderse y que fuera peor. Solo intentaban hacerlo cuando ya era demasiado tarde. ¿Dónde había quedado el afán de supervivencia? Le encantaría tener una mujer que se resistiera, una mujer como… Sonrió lobunamente y acto seguido suspiró. «Mmm… Jud O’Callaghan». Era única en su especie, quizás pudieran tener algo más que palabras en su estancia en Seattle.

      Llevaba tres asesinatos: dos prostitutas a las que había sido demasiado fácil matar, pero… ¡Ah! Esa última… había hecho una obra de arte con ella. No podía simplemente hacerla desaparecer en medio del desierto como a las otras. No, debía exponerla, exhibir su arte, dar a conocer al mundo, y sobre todo a Castillo, lo que había hecho.

      Quería a Max cerca, así que, qué mejor manera de hacerle volver que darle un buen hueso para roer. Y ese hueso se encontraba en Dallas.

      —Tu madre está un poco preocupada por ti —continuó diciendo, alargando la conversación y viendo cómo crecía su impaciencia—. No está segura de que los aires de Seattle te caigan bien.

      —Todo lo contrario, creo que estar aquí, lejos de casa, me hace ver las cosas con otra perspectiva.

      Ambos hombres guardaron unos segundos de silencio.

      —No estamos hablando de ningún caso, ¿verdad? —preguntó Gottier.

      —No, más bien de mi vida.

      —Me dijo que te habías separado de tu esposa.

      —Así es, pero de todas formas no vine huyendo, y usted lo sabe.

      Gottier hizo un gesto de asentimiento.

      —Por supuesto, chico. Y te lo agradezco. Sé que viniste porque yo te llamé. Si había alguien capaz de atrapar a esos malnacidos, ese eres tú —Gottier lo alabó—. Creo que podrás coger a ese hijo de puta. No te rindas, hijo.

      Meneó la cabeza y cerró los ojos.

      Max se sintió un poco decaído, y no era para menos. No había conseguido atrapar al descuartizador de Dallas.

      —Hay algo que se me escapa y todavía no consigo saber qué es.

      —Pero pronto lo sabrás. —Y aquellas palabras tenían más connotaciones ocultas de lo que Max podía imaginar.

      El joven capitán asintió y realmente creyó que era posible acabar con todo aquello. Había pedido dos semanas de vacaciones, como condición de aceptar el traslado a Seattle hacía algunos meses, y se los habían concedido de antemano. La familia pensaba que para disfrutar de la boda de su hermana y pasar unos días en familia. Pero las cosas habían cambiado, lo que prometían ser unas buenas vacaciones familiares en el racho, se habían convertido en algo muy diferente. Esos días los utilizaría para contrastar datos e investigar cabos sueltos que desde Seattle no podía. Gottier se había trasladado hacia allí con los informes para que pudiera echarles un vistazo. Se creía que tenía tantas ganas de atrapar al asesino como él. Las palabras de Gottier no hicieron más que animarle a que siguiera adelante.

      —Si alguien es capaz de atrapar a ese hijo de puta eres tú, Max. —Estiró el brazo y empujó la carpeta hacia él—. No te des por vencido.

      Max asintió con semblante serio.

      —Lo haré, créeme —le dijo—. Cueste lo que cueste.

      Gottier asintió confiado.

      —Déjame enseñarte algo.

      Max miró con atención la carpeta que Gottier le ofrecía. Cuando la tuvo delante de él la abrió, sin ser consciente de que contenía la respiración.

      Las monstruosas fotos no dejaban lugar a dudas. Tragó saliva y permanecieron unos minutos en silencio. Inspeccionadas las fotografías, clavó su mirada en los ojos de Gottier y vio cómo este asentía.

      —Ha vuelto.

      Gottier asintió. «Que empiece la caza».

      Capítulo 4

      Una hora después de que el capitán Gottier se marchara, Max estaba frente a la máquina de café. Vestía de forma informal, había dejado la americana en la silla del despacho y llevaba una camiseta negra estrecha, con unos vaqueros cómodos, por alguna razón había dejado de usar sus botas de cowboy y ahora vestía con zapatos de piel, cómodos, pero que aún le resultaban ajenos a él. Se iba amoldando a la ciudad, al clima, pero… si algo no cambiaría nunca en él, es la capacidad de obsesionarse con los asesinatos del descuartizador.

      Necesitaba un respiro.

      Un descanso, aunque solo fuera de cinco minutos para despejar su mente y dejar de pensar en las macabras imágenes que había visto tiradas sobre la mesa de su despacho.

      Gottier las había impreso, junto con el informe en el que se plasmaba punto por punto el modus operandi del asesino. ¿El descuartizador de Dallas? ¿El asesino de su hermana? Se llevó la mano a la sien y cerró los ojos por un momento. No había ninguna clase de duda. El descuartizador de Dallas había vuelto. Mató a esa pobre chica exactamente igual que había matado a su hermana Alice.

      Escuchó el ruido del borboteo de la cafetera y parpadeó. Apretó el botón y vio cómo caía el líquido oscuro que iba formando una espesa crema en la superficie de la taza.

      Suspiró sin poder sacarse de la cabeza la conversación con Mathew Gottier. No había hecho falta decir cuáles eran los verdaderos motivos de su visita. Max así lo pensaba. Estaba convencido de que, al venir personalmente a entregarle el informe, le estaba diciendo claramente que no lo decepcionara.

      Si Gottier lo mandó llamar para que ocupara su puesto en Seattle, había sido porque se rumoreaba que había un descuartizador en la ciudad, quizás un imitador, quizás el mismo descuartizador de Dallas que se había trasladado. Sea como fuere, Max no pudo atraparlo.

      Se había quedado estancado en la investigación. Pero sí descubrieron que uno de los inspectores del departamento era corrupto. Thomas Willmore de alguna manera había trabajado para el asesino ocultando los asesinatos de Seattle, o interponiéndose en su resolución. Meses de investigación echados a perder. Y aunque ahora él investigaba el caso personalmente, era como volver a empezar de cero, desconfiando de cada prueba que hubiera procesado Thomas.

      Todo aquello era una pesadilla que le quitaba el sueño. Imitador o no, el asesino estaba matando a mujeres, y Castillo sentía, como responsabilidad propia, atraparle.

      —¿Crees que es el auténtico asesino? ¿Que ha vuelto a matar en Dallas? —le había preguntado Max a Gottier al ver lo evidente.

      —Quizás sea un imitador —le había contestado.

      ¿Un imitador? ¿Otro? ¿El mismo? Aquello era un lío descabellado.

      Max cerró los párpados de nuevo. El dolor tras los ojos se hacía cada vez más intenso.

      Hacía aproximadamente veinte años un asesino había empezado a matar en Dallas. Mataba mujeres, de raza blanca, entre los veinte y los treinta y cinco años. Rubias, morenas, castañas… No se había podido establecer un patrón. Algunas eran prostitutas, otras amas de casa, y una estudiante universitaria: su hermana. ¿Qué conexión había entre ellas? Ninguna, solo que vivían en el condado de Dallas.

      Max tragó saliva y apretó el botón cuando vio que el café desbordaba por la taza.


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