Tormenta de fuego. Rowyn Oliver

Tormenta de fuego - Rowyn Oliver


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momento de pasar página, y lo haría en aquella casa. La llenaría de gente, puede que fuera pronto para llevar alguna chica, pero podría invitar a los chicos de la comisaría a un par de barbacoas los días de partido.

      Con los codos apoyados sobre sus rodillas y con los papeles en alto, leyó por encima las letras que formaban un sinfín de palabras que Max no quería volver a repasar. La solicitud de divorcio era amistosa, pero en primera instancia la separación no lo fue tanto, y es que él no perdonaba con facilidad las mentiras.

      Que el abogado le hubiera hecho llegar los papeles era algo que no debería sorprenderle ya que llevaba más de un año separado de Arizona. Y ya no sentía nada por ella. Era posible que haber encontrado a su esposa con otro hombre le hubiera hecho abrir los ojos de golpe.

      Max había sido fiel los cinco años de matrimonio y los dos de noviazgo, algo que no le supuso ningún esfuerzo, porque él era así. No es que fuera un hombre al que no le gustara el sexo, más bien todo lo contrario, pero se creía enamorado. Se creyó enamorado de Arizona desde el mismo momento en que la vio como una mujer y no como la niña que correteaba detrás de él desde que tenía memoria, primero en la escuela y después en el instituto.

      Qué lejano parecía ya todo. Y mucho más lejano le parecería después de firmar los documentos. Mañana mismo se los enviaría a su abogado. Seguro que a Arizona no le supondría ningún esfuerzo el estampar su firma junto a la suya y dar por disuelta esa unión que al parecer fue un error desde el principio. Pero con Arizona nunca se sabía, era una mujer caprichosa e inestable. Sin duda se había arrepentido de haber hecho lo que hizo. O así se lo dijo Sue, su hermana.

      —Esa hija de la gran puta se presentó en casa. Menuda zorra. Gastó dos paquetes de pañuelos desechables antes de que mamá la invitara a salir —dijo su hermanita con la boca más sucia que se podía encontrar en el estado de Texas—. Evidentemente no le dijo lo que te hizo. O sin duda mamá hubiera descolgado el rifle de caza de papá.

      Podría imaginarse perfectamente la escena. Su madre no era tonta, pero era demasiado buena como para pensar mal de Arizona. Y Max había prohibido a sus hermanas hablar del tema a su madre. Pero algo debía sospechar, puesto que un hombre no abandona su hogar y se larga al otro lado del país por nada.

      Suponía que aquello era el final.

      Iba a sacar el bolígrafo del bolsillo de su camisa, cuando la llamada lo interrumpió:

      —Capitán Castillo.

      La voz familiar de su antiguo jefe le hizo sonreír.

      —Capitán Gottier, ¿qué tal le va por Dallas?

      Se escuchó una risa al otro lado del teléfono.

      —No nos podemos quejar. Estoy… disfrutando de mi prejubilación.

      Max sonrió. Conociendo al antiguo capitán que le había recomendado enérgicamente para ocupar su puesto en Seattle, estaría cazando delincuentes como si tuviera la energía de un adolescente. Pero qué lejos estaba todo aquello de la realidad, pues Max no podía imaginar los motivos ocultos que acompañaban esa llamada.

      —¿A qué se debe el honor de su llamada, capitán?

      Hubo un silencio demasiado prologando al otro lado de la línea. Max frunció el ceño y esperó, mucho se temía que no era una simple llamada de cortesía.

      —¿Es por mi madre?

      Gottier era amigo de la familia desde siempre y, si le llamaba, o bien era por trabajo o porque algo había pasado en casa.

      —No muchacho, ni mucho menos.

      Cuando el hombre volvió a hablar su tono era mucho más grave.

      —Sé que debes de estar muy a gusto en Seattle, pero quizás te apetecería… ver algunas fotografías que tengo de un nuevo caso en Dallas.

      Max se levantó como un resorte. Dejó los papeles sobre las tablas del porche y se puso alerta.

      —¿Es él?

      Los dos sabían perfectamente a quien se refería: el descuartizador de Dallas. El asesino en serie que tantos años atrás había empezado su macabra obra, asesinando a casi una docena de mujeres, una de ellas, la hermana de Max.

      —Podría serlo —dijo Gottier—, pero ya sabes que también supusimos demasiado pronto que el descuartizador había actuado en Seattle y nos equivocamos.

      —Era un imitador —aceptó Max—. Y en este caso… ¿Te parece un nuevo imitador?

      —No puedo descartarlo. —Max no pudo verlo, pero intuyó que el capitán Gottier se había encogido de hombros—. Quizás sea el mismo y se haya vuelto descuidado, o quizás sea un buen imitador. Sea como fuere, necesitaría tu opinión, Max.

      —Cuente con ella —dijo sentidamente.

      Max no había hecho otra cosa en toda su vida que desear atrapar a ese monstruo.

      —Entonces, déjame enviarte lo que tengo. Hay unas fotografías y un primer informe listo.

      —Quiero ver esas fotos —dijo rápidamente Max.

      Al otro lado del teléfono Gottier sonrió complacido.

      —¿Tienes un ordenador?

      Max dio media vuelta y abrió la puerta para entrar en casa e ir hacia la habitación que usaba de despacho.

      —Yo… —quiso hablar Max.

      —No te preocupes, hijo, en todo lo que pueda ayudarte estoy aquí. Te mando las fotografías a tu cuenta de correo privada. Sé que en estos meses como capitán estás haciendo un trabajo muy duro, pero también sé que jamás olvidarás lo que le pasó a tu hermana…

      Max respiró hondo.

      —Por supuesto que no.

      El dolor por la perdida, por el asesinato de hacía tantos años que no pudo resolver y le obsesionaba, volvió a doblarle en dos.

      —Muchas gracias —consiguió tranquilizarse y que su voz sonara casi serena.

      Max se dejó caer frente al ordenador y esperó impaciente a que se iniciara la sesión.

      —No hay de qué, Max, no sabes lo que significas para mí. Eres como un hijo.

      Max cerró los ojos emocionado y pensando en el caso que acababa de abrirse en Dallas. Otra vez el asesino de su hermana parecía andar suelto y él iba a atraparlo.

      —He reservado un vuelo para Seattle —dijo Gottier—, tengo amigos que visitar y no me supone ningún esfuerzo pasarte la información que tengo sobre este asesinato.

      Max asintió casi conmovido.

      —De verdad se lo agradezco.

      —Mañana al mediodía estaré allí.

      —¿Mañana? —preguntó sorprendido.

      —Sí, siento no haberte avisado con tiempo.

      —No es necesario, estaré encantado de verle. Y los chicos de la comisaría también —añadió más animado.

      Y yo a ellos, pensó Mathew Gottier al recordar a los agentes que habían trabajado en su comisaría.

      —Entonces, me pasaré por mi antiguo despacho.

      Max sonrió.

      —Le estaré esperando.

      —Nos vemos mañana.

      Cuando Gottier colgó el teléfono, tenía una sonrisa dibujada en el rostro que no iba a desaparecer en un largo tiempo. Él sonreía, pero estaba seguro de que Max Castillo estaría hirviendo de pura rabia ante las fotos de la última víctima del descuartizador de Dallas. Una auténtica obra de arte.

      El juego empezaba de nuevo.

      Tal como había predicho, a Max le faltaría tiempo para correr hacia


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