Fuego Clemente. José Julio Valdez Robles

Fuego Clemente - José Julio Valdez Robles


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basura! ¡La basura!

      Seria y muy hábil, dobla el periódico. El título de “La Vanguardia” pasa frente a sus ojos cientos de veces, en distintas posiciones. Al lado están sus hermanas Hortensia y Estela, igual de serias pero menos hábiles, también doblando ejemplares. Así pasan la mayor parte de la jornada. El Doctor Atl se da sus vueltas, las felicita por el empeño puesto en la chamba, después les suelta pedazos de discursos para animarlas. Pero no necesitan ánimo, están, en términos generales, contentas. La redacción, así como la impresión del diario se realiza en la iglesia de Los Dolores. A Margarita le da por subirse al campanario una vez terminada la tarea del día. A veces la acompañan sus hermanas. Desde allá se ponen a cantar. No se saben ninguna canción completa, de manera que con retazos de varias composiciones arman una nueva canción que al final les provoca risa. Josefina, amiga de las hermanas Valladares, de pecho ancho y desafinada, presencia habitual también del campanario, provoca que las palomas de los alrededores vuelen muy alto, hasta donde las nubes amortiguan el canto desgarbado.

      Una tarde que el sol rojo pasa justo por atrás de la campana mayor, oyen pasos subiendo las escaleras. Cierran la boca, aunque Josefina traiga dentro de la boca unas carcajadas que ya asoman entre los dientes. Cuando las pisadas se detienen, se ponen de veras serias con los ojos serios del tipo de los lentes gruesos.

      —Buenas tardes —dice el recién llegado.

      —Buenas tardes —contestan las muchachas en coro, más afinadas que nunca.

      Margarita escucha la voz que parece venir de muy lejos. La invita a que pose para un estudio de manos. Está como aturdida. De todas maneras acepta. Al rato están en el cuartito donde Orozco dibujaba sus caricaturas anticlericales. Ahí dibuja las manos de quien años después será su esposa, mientras platican de lo que viven en esos días.

      Con los ojos cerrados le llega más pronto el olor del vestido, de la cara, del cabello. Huele su cuarto a ella, a ella imaginada. Ha creado el aroma con el recuerdo. La mano derecha le manipula las ganas. Moviéndose y moviéndose, pensando en ella. Agita esa mano única con fuerza, como si estuviera destruyendo algo. Está a punto de estallar, si tuviera la otra mano estaría haciendo algún equilibrio pero no la tiene, y el muñón no equilibra. La ausencia de mano izquierda hace el vértigo más ancho, más profundo. Ve sus labios, los siente cercanos. Continúa con los ojos cerrados. Abre la boca como si un aliento que viene de antes y de más allá de todo quisiera liberarse. Se mueve con más violencia, está sudando. La vuelve a ver, mira los dedos, los brazos, el cuello, los tobillos. Con más fuerza agita la mano. Aspira y expira con ritmo entrecortado. Grita en silencio. Luego habla sin sonidos, como si hiciera una oración al revés. Destensa los ojos. Al abrirlos tiene a la noche enfrente. Se mira el bajo vientre, las piernas, los zapatos allá al fondo, limpios. Empieza a arrepentirse un poco. De nuevo la imagen cercana de ella. Otra vez la muchacha doblando periódicos. Atrás de su propio olor siente cercano el aroma que se acaba de ir.

      7

      Los cinco dedos en la cerca de alambre. Frente a los ojos, alambres, y tras estos, iluminaciones de tarde llenando la kermés. Señoritas que viven en los alrededores del Zócalo de Coyoacán atienden los puestos. Hay flores y globos por todos lados. Detiene la mirada en donde venden nieves de sabores. Bolas rojas, amarillas, verdes. Ahí están las hermanas Valladares, riéndose mientras sirven la nieve. Él no tiene pensado aproximarse. Estará ahí de pie hasta que se meta el sol, viviendo la fiesta de lejos. No saluda a nadie. En el puesto de nieves lo han visto. “¿Ya viste quién está allá?” Un perro flaco, parecido a un chihuahueño que se ha desbordado de su tamaño, se acerca a olerlo.

      —¡Sáquese! ¡Hediondo!

      El perro se mete por debajo de los alambres, entra al festejo sin mayor problema.

      El tren rápido que iba de Coyoacán al Zócalo de la ciudad de México hacía un ruido distinto al tren local. El rápido era más escandaloso. Cuando Clemente y Margarita se encontraban en el mismo vagón, no platicaban mucho, de manera que en realidad no afectaba si coincidían en el tren ruidoso o en el discreto. A veces nomás se saludaban de lejos. Por eso aquel día de marzo de mil novecientos veintiuno resultó una sorpresa que Hortensia, la hermana de Margarita, llegara a casa platicando que se había topado con Orozco en el tren. El pintor le dijo que a pesar de coincidir frecuentemente con Margarita, no se había atrevido a acercarse a ella por la actitud que mostraba, demasiado seria. Hortensia tuvo la ocurrencia de invitarlo a su casa.

      —¿Quiere una galleta?

      —Gracias.

      —¿Están buenas, verdad? Las de nuez son muy buenas. También las de cajeta. Hija, traéte las de cajeta, las que mandó tu tía.

      Hortensia aparece con una caja llena de galletas.

      —Tenga. Hija, arrímale el plato.

      —Está bien, señora, gracias.

      —Hija, sírvele más té.

      —Están buenas, las dos; las de cajeta y las de nuez.

      —…

      —…

      —…

      —Son muy buenas estas.

      —Sí.

      —Ándele, tome otra.

      —…

      —…

      —…

      No pasaron muchos días para que llegara una carta dirigida a Margarita, en la que el pintor hablaba de su amor de seis años de antigüedad, nacido en los días de “La Manigua”. Dos años después volvió para ofrecerle matrimonio.

      Los trajes rojos de los chinos lucen estupendos entre hortalizas formadas con tonalidades que parecen muestrario de verdes desaforados. Decenas de agricultores orientales regando, rehaciendo surcos, echando abono, quitando hojas secas, revisando el avance de las plagas o intuyéndolas. «Aquello parecía una pintura irregular, que no cabría en ninguna corriente de arte moderna o antigua; los chinos vestidos en seda, cultivando verduras que parecían llegadas de otro mundo debido al tamaño y a la coloración que se asomaban de manera dispareja.» Margarita y Clemente acostumbraban caminar alrededor de esos sembradíos de Coyoacán, cercanos a un río entonces limpio, en cuya orilla era común encontrarse con ranas y sapos de tonos imprecisos. Uno los veía y daba la impresión de estar mirando bodoques de color salidos de tubos de pintura, que habían tomado forma de batracios saltarines. «Nos quedábamos mirando las huertas, adonde nos íbamos a sentar luego de los bañitos de sol de los que acababas por cansarte. Ahí me gustaba besarte, Miti. Te besaba y el aire olía a mandarina, a naranja, a limón. Me ponía contento cuando tocabas las hojas del árbol más cercano mientras yo te apretaba, quería acercarme cada vez más. Así, pegaditos, yo era más yo.» Caminaban buena parte de la tarde, después volvían a la parada del tren de Aguas Potables, cerca de la casa de ella. «Olemos a árbol de fruta, decía yo, y tú te reías, muy linda te reías y atrás el sol era mancha imprecisa que te hacía precisa, tu silueta era intachable y precisa.»

      Piensa en los recuerdos de Margarita, los que tienen que ver con el cine Centenario. En eso se les iban las tardes de domingo. «Tu mano Margarita, aquí con la mía.» La fila de gente con cara de querer historias. «Entonces las películas no tenían sonido, pero aun así las disfrutábamos mucho.» La película sobre la reencarnación provocó que la “Sociedad de Jóvenes Católicos” repartiera volantes para que nadie la viera. “Atenta contra nuestras creencias”, explicaban con sonrisas de estúpidos. «De estúpidos que ni siquiera intuían lo que es la santidad.» La asistencia fue abundante. Ese día quedó mucha gente fuera de la sala, sin ver la función.

      Francisco, hermano de Margarita, le preguntó a su mamá si sabía que Orozco y su hija andaban de novios.

      —Sí, ya me lo había platicado tu hermana.

      Esa tarde Francisco había estado paseándose por el centro de la ciudad, y en la calle 16 de Septiembre los vio caminando sin prisa, Margarita del brazo del pintor. Desquehacerado, el


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