Fuego Clemente. José Julio Valdez Robles

Fuego Clemente - José Julio Valdez Robles


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pormenores de la cancioncita. Que a un tal Cojan, o Cohan, “con hache, como se usa aquí”, se le ocurrió cuando iba rumbo a su trabajo, una vez que se enteró que su país había entrado a la Primera Guerra Mundial. «Yo miraba los bigotes de aquel centroamericano que no dejaba de sonreír y de platicar, como si se tratara de un asunto de vida o muerte, los detalles de la composición. Pedí otra copa, divertido con el tipo de acento chistoso.»

      Caminó durante horas en los bosques de los árboles gigantes. «Caminé durante horas y horas a través de los bosques fantásticos de árboles de doscientos metros.» Pasaste horas y horas bajo las sombras de esos gigantes más viejos que la cristiandad. «Eso decían los folletitos: que tenían más edad que Jesucristo.» Se detenía a ver las cortezas, las tocaba y cerraba los ojos. «Los tocaba, cerraba los ojos y parecía que se abría mi nariz, el olor era magnífico. No había nadie más ahí, sólo yo y ellos.» Sentías, aun con los ojos cerrados, el movimiento de las ramas. Se movían sobre ti. Escuchaba el viento, convertido en decenas de voces transparentes, movedoras, que hacían sonar las hojas y las ramas; lo hacían sonar a él. «Oía el viento, te oía». Abriste los ojos, caminaste por un sendero donde confluían cientos de rayos de luz. «Como espadas, o como ramas de luz que se desprendían del árbol-fuego. El gran árbol plantado en el centro de arriba. Las ramas-luz le daban otra coloración al suelo. Cientos de tonos allá abajo; otros tantos flotando. Los colores, detenidos en el aire y amarillentos, parecían ánimas transformadas en chorros aluzados de varios grosores.»

      Mientras caminan hacia un enrejado, el policía aprieta de más aquel brazo. Descubrió a este tipo en la frontera, algo sospechoso notó en él, una como cara de bandido. Él dijo que lo único que quería era ver las cataratas. Pero el policía no se fía, de manera que le pidió el pasaporte. Al ver la nacionalidad, pegó un brinco. Inmediatamente le ordenó dejar el país. “Tú no poder estar aquí”. Esa mañana, el guardia de la policía fronteriza de Canadá había leído en el periódico, mientras tomaba un café, la noticia en primera plana e impresa en letras rojas, sobre un asalto a un tren en México, en el estado de Sonora. La nota explicaba que villistas salvajes, después de detener un ferrocarril, de haber robado lo que encontraron a su paso y de hacer un escándalo fabuloso, violaron a todas las mujeres.

      —¿A qué dedicarte tú?

      —Soy pintor.

      El oficial puso cara de que no le creyó. Le repitió en un español decente que no podía permanecer en el país. Lo entregó en la frontera estadounidense. Una vez que se aseguró que había pisado el país vecino, regresó a su patrulla. En el camino a casa estuvo imaginando los revolucionarios, las pistolas, los rifles, el humo y las caras de las mujeres pidiendo ayuda. En aquel revoltijo de rostros prietos insertó con facilidad el del sujeto que recién había dejado.

      Las personas que van en el vagón del “subway” de Nueva York miran de reojo al hombre que va de pie, con el cabello enmarañado. Les llama la atención que alza la voz y mueve las manos como si estuviera dando un discurso a un grupo de obreros. Miran también al tipo que está sentado, le falta una mano, usa lentes gruesos y serio mira al gritón. A ratos, el de los lentes lo interrumpe, lo que hace que aquél se exalte más. Hablan en español sobre el arte y su relación con los prodigios de la mecánica. El que va sentado está maravillado con las máquinas que encuentra en Estados Unidos.

      Durante los primeros días que Orozco toma el Metro, se acuerda de la discusión que tuvo con Siqueiros. A ambos les gusta llevarle la contraria al otro. Pero se olvidará pronto de ese encuentro, cuando vaya descubriendo lo que la ciudad le ofrece. Le ha tomado gusto a pasearse por Harlem, y visitar Coney Island.

      Las apuraciones económicas aprietan. Se pone a trabajar en una fábrica de yesos: colorea cupidos cachetones con una pistola de aire. Parecen más felices una vez que han tomado tono. Con una tristeza serena, adormecedora, Orozco observa las hileras infinitas de cupidos de copetes pronunciados y barrigas tiernas, avanzando por una banda kilométrica bajo focos elevados que proyectan sobre las figuras luz cansada.

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