The twittering machine . Richard Seymour
estadounidense, estas corporaciones han tomado la precaución de producir personalidades: te extrañan, te aman, solo quieren hacerte reír; por favor, regresa.
Mientras tanto, la publicidad, elevada al nivel de una nueva forma de arte para quienes cuentan con los recursos y pueden sacar el mayor provecho de ella, es un cáliz envenenado para casi todos los demás. Si la industria social es una máquina de adicción, la conducta adictiva a la que más se asemeja es la ludopatía: una lotería amañada. Cada jugador confía en unos pocos símbolos abstractos –los puntos en las caras de un dado, ciertos números, el palo de un naipe, rojo o negro, los grafemas de una máquina tragamonedas– para que les digan quiénes son. En la mayoría de los casos, la respuesta es brutal y rápida: eres un perdedor y te vuelves a casa con las manos vacías. El verdadero jugador siente un perverso goce en apostar, en poner todo su ser en juego. En las redes sociales, uno garabatea unas pocas palabras, unos pocos símbolos y presiona «enviar», lanza los dados. Internet le dirá quién es y cuál será su destino mediante aritméticos «me gusta», «compartir» y «comentarios».
Lo realmente interesante sería saber qué lo hace tan adictivo. En principio, cualquiera puede ganar en grande; en la práctica, nadie juega con las mismas oportunidades. Las cuentas de nuestra industria social están concebidas como empresas que compiten por la atención de la mirada. Si ahora todos somos autores, escribimos no por dinero sino por la satisfacción de ser leídos. Que un post se vuelva viral o «tendencia» es el equivalente a dinero caído del cielo. Pero a veces «ganar» es lo peor que puede sucedernos. El plácido clima que crean la abundancia de likes y la aprobación tiene la tendencia a estallar, con la velocidad del rayo, en súbitas tormentas de furia y desaprobación. Y si los usuarios corrientes no están equipados para sacar el mejor partido cuando su publicación se «vuelve viral» tampoco tienen los recursos para capear las tormentas de publicidad negativa, que pueden incluir cualquier cosa, desde el doxing (la publicación maliciosa de información privada) hasta la «porno venganza» (la publicación de imágenes íntimas por parte de una antigua pareja). Se nos puede tratar como si fuéramos microempresas, pero no somos corporaciones con un presupuesto para relaciones públicas o para que un equipo nos maneje las redes sociales. Si hasta las celebridades más ricas pueden ser permanentemente blanco de los ataques de periódicos sensacionalistas, ¿cómo se supone que debe lidiar alguien que tuitea en el tren y durante un descanso para ir al lavabo en su trabajo con esta forma delegada de la prensa amarilla y la cultura que se alimenta de lo más bajo?
Un estudio realizado en 2015 indagó en las razones por las que las personas que tratan de abandonar las redes sociales no logran hacerlo. Los datos de la investigación fueron tomados de un grupo de personas que habían firmado el compromiso de alejarse de Facebook solo por noventa y nueve días. Muchos de los que lograron abandonar el sitio tenían acceso a otra red como Twitter, de modo que simplemente habían desplazado su adicción. Sin embargo, los que se mantuvieron alejados de la redes, presentaron en general un talante más feliz y se mostraron menos interesados en controlar lo que los demás pensaban de ellos, lo que implicaría que la adicción a las redes sociales es en parte una automedicación contra la depresión y una forma de presentar, como haría un comisario en una exposición, la mejor versión de uno mismo a los ojos de los demás. En realidad, estos dos factores pueden estar relacionados entre sí.
Para quienes se preocupan excesivamente por la imagen que transmiten, las notificaciones de las redes sociales hacen el efecto de tentadores señuelos para pinchar en el enlace. La notificaciones encienden los «centros de recompensa» del cerebro, de manera que nos sentimos mal si los indicadores positivos que hemos acumulado en las distintas plataformas no expresan suficiente aprobación. El aspecto adictivo de este proceso es semejante al de las máquinas de póker o el de los juegos del teléfono, que nos recuerda lo que el teórico cultural Byung-Chul Han llama la «ludificación del capitalismo». Pero no se trata únicamente de adicción. Debemos calibrar todo lo que escribimos para que sea aceptado socialmente. No solo apuntamos a encajar entre nuestros pares sino que, hasta cierto punto, solo prestamos atención a lo que ellos escriben en la medida en que nos permita escribir alguna réplica, en busca de sumar likes o retweets. Quizás esto, entre otras cosas, sea lo que impulsa la actitud a menudo llamada con sorna «postureo ético» [virtue-signalling], es decir, tratar de mostrar una supuesta superioridad moral, como también lo que da pie a las discusiones feroces, las reacciones exageradas, el amour propre herido y el fanfarroneo que con frecuencia caracterizan a las comunidades de la industria social.
Sin embargo, no somos las ratas de Skinner. Ni siquiera las ratas de Skinner eran ratas de Skinner: solo las ratas que estaban es aislamiento, fuera de su hábitat sociable normal mostraban los patrones de conducta adictiva registrados en la caja de Skinner. En el caso de los seres humanos, las adicciones tienen una significación subjetiva como la tiene la depresión. El estudio de las redes sociales de Marcus Gilroy-Ware sugiere que lo que nos ofrecen las nuevas publicaciones en la página de inicio es estimulación hedónica, varios estados de ánimos y fuentes de excitación –desde el porno violento hasta la pornografía alimentaria o el porno a secas– que nos permiten dirigir nuestras emociones. Pero, aparte de esto, también es verdad que podemos llegar a apegarnos a las miserias de la vida online, un estado de ira y antagonismo perpetuos. En cierto modo, nuestro avatar online se asemeja a un «diente virtual» en el sentido descrito por el artista surrealista alemán Hans Bellmer. Cuando sentimos la punzada de un dolor de dientes, un reflejo común es cerrar el puño con tanta fuerza que las uñas se clavan en la piel. Esta reacción «confunde» y «divide en dos» el dolor al crear un «centro virtual de inervación», un diente virtual que parece apartar la sangre y la energía nerviosa del centro real de dolor.
Esto sugiere que, si estamos sintiendo dolor, lastimarnos adrede puede ser un modo de desplazar ese dolor de manera que parezca que ha disminuido, aun cuando no se haya reducido realmente y continuemos teniendo el dolor de muelas. Así, si nos enganchamos a una máquina que pretende decirnos, entre otras cosas, cómo nos ven los demás u ofrecernos una versión de nosotros mismos, una imagen online delegada, quiere decir que algo ya no andaba bien en nuestras relaciones con los demás. Numerosos estudios sobre el tema aseguran que la industria social ha influido en el aumento global de la depresión –actualmente, la enfermedad más difundida y de mayor crecimiento del mundo: el número de afectados creció, desde 2005, alrededor del 18 por 100–. Existe una correlación particularmente fuerte entre la depresión y el uso de Instagram entre los jóvenes. Pero las plataformas de la industria social no inventaron la depresión; solo la explotaron. Y para atenuar su punzada, uno tendría que explorar qué no marcha bien en otra parte.
VII.
Si la industria social es una economía de la atención que distribuye sus recompensas a la manera de un casino, ganar puede ser el peor resultado. Como muchos usuarios terminaron descubriendo, a su costa, no toda publicidad es buena publicidad.
En 2013, un albañil de 48 años de Hull, en el norte de Inglaterra fue hallado ahorcado en un cementerio. Steven Rudderham había sufrido el hostigamiento de un grupo anónimo de justicieros de Facebook que habían decidido que era un pedófilo. Sin ninguna prueba contra él, alguien había copiado la imagen de su perfil y había hecho un anuncio en la red en el que se le acusaba de ser un «sucio pervertido». Bastaron solo quince minutos para que cientos de usuarios compartieran la publicación y tres días de correos con mensajes de odio y amenazas de muertes y castración para que Rudderham se suicidara.
Pocos días antes, Chad Lesko de Toledo, Ohio, había sido atacado repetidamente por la policía y hostigado por residentes locales porque creyeron que le buscaban por la violación de tres niñas y de su hijo pequeño. La falsa acusación surgió de una cuenta ficticia orquestada por su exnovia. Irónicamente, Lesko había sufrido abusos de niño por parte de su padre. Este tipo de linchamiento, cada vez más común en la industria social, no siempre es resultado de una maldad consciente. Garnet Ford de Vancouver y Triz Jefferies de Filadelfia sufrieron la caza de brujas de las redes sociales porque ambos fueron confundidos con criminales buscados. Ford perdió su empleo y Jefferies fue hostigado por una horda indignada en su casa.
Estos pueden ser ejemplos extremos, pero ejemplifican una cantidad de problemas bien conocidos, exacerbados por los medios, desde las fake news, a las provocaciones de los trolls y el bulling, a la depresión