Colombia, mi abuelo y yo. Pilar Lozano
distancia inmensa! —agregó, mientras alzaba sus brazos para darles fuerza a sus palabras. Y añadió: —Si el Sol fuera ese balón y la Tierra la arveja, la distancia entre uno y otro sería como de una cuadra.
Así, mi abuelo me fue haciendo comprender los tamaños y las distancias de todos los planetas. Cerré los ojos y traté de crear un sistema solar en mi mente. Imposible. Salí entonces con el viejo al parque del barrio, uno de esos que ocupan una manzana. Allí me invitó a fabricar un sistema solar. En una esquina colocamos el balón.
—Este será el Sol —indicó. En la otra esquina pusimos una arveja: la Tierra. Luego los planetas que están entre el Sol y la Tierra: Mercurio, tan pequeñito como una cabeza de alfiler, y Venus, representado por otra arveja.
En el parque ya no podíamos ubicar más planetas. Pero ¡estaba casi vacío! No jugamos más. Para colocar a Neptuno en nuestro diminuto sistema solar, nos hubiera tocado caminar muy lejos. ¡Más de cincuenta cuadras! Y Neptuno sería apenas un limón… Sí, Papá Sesé tenía razón: ¡El universo permanece prácticamente vacío!
Ese día —y me ocurre siempre que pienso en esto— temblé al imaginar lo fácil que es perderse en el espacio. ¡La distancia entre uno y otro objeto cósmico es muy, pero muy grande!
Para ir a la Luna, que parece cercana, ¡tardaríamos, más o menos, 16 días con sus noches volando en un avión veloz!
Regresamos a casa mientras el viejo me contaba curiosidades de la vida de las estrellas: nacen y mueren como los humanos; cambian de color de acuerdo con la edad. Son entre azules y moradas cuando jóvenes; entre amarillas y naranja al empezar a madurar; rojas al llegar a la vejez y comenzar a morir… Por fortuna se necesitan muchos siglos para que esto ocurra, pues viven millones y millones de años. ¡Hasta quince mil millones!
Esa noche soñé con ellas. Unas eran niñas, otras jóvenes, otras como mamás y otras viejitas como abuelas.
Lo que más me emociona es saber que todo lo que existe —incluidos nosotros, los humanos— está hecho de material de estrellas ¡Somos polvo de estrellas!
Otra de las alegrías gigantes de Papá Sesé fue ver pasar, en 1986, el cometa Halley. “Parece una estrella arrastrando una cola de luz”, decía. Se quejaba, eso sí, porque pasó muy lejos; apenas parecía una mancha caminando en el cielo.
Los antiguos describieron los cometas como cabelleras humanas arrastradas por el viento. Los astrónomos modernos dicen que estos “visitantes del reino de las estrellas” son bolas de roca, hielo y gases; andan errantes por el espacio cósmico.
El Halley es uno de los más grandes. Se acerca a la Tierra cada 76 años. En 1910 se arrimó tanto, y se vio tan imponente, que la gente se asustó. ¡Creyeron que llegaría el fin del mundo!
—¡Tú podrás ver esta roca viajera del espacio en el 2062! —me decía. Y de solo fantasear con esa posibilidad se le iluminaban los ojos.
—Los terrícolas somos habitantes de una nave espacial —repetía Papá Sesé.
A veces dibujaba la Tierra repleta de niños vestidos de astronautas y me dejaba bien claro que nuestra astronave nunca se detiene.
—El universo es como una feria de juegos mecánicos donde todo está en permanente movimiento. La Tierra gira sobre sí misma, gira alrededor del Sol, gira con el sistema solar dentro de la galaxia, y viaja con la galaxia por el universo. Somos viajeros espaciales —concluía.
A mí me costaba mucho trabajo imaginar cómo se dan todos estos movimientos a un mismo tiempo. Mi abuelo buscó entonces un ejemplo que me ayudara a entender mejor.
—Pequeño —me dijo con cariño—, imagina que la galaxia es como un platillo volador que se mueve a gran velocidad dando volteretas. Ahora imagina un trompo bailando en una esquina de él: es la Tierra. Los terrícolas viajamos siempre en el trompo y, a la vez, en el platillo volador. ¡El universo es el escenario de una gran danza que nunca se detiene!
—Menos mal que no sentimos tanta voltereta —comenté con un suspiro de alivio—. ¡Viviríamos siempre mareados!
Mi abuelo se rio con ganas de mi ocurrencia. Me dio una palmadita en la espalda que yo interpreté como un “comprendiste”.
Y añadió más datos: alrededor de sí misma, la Tierra da una vuelta cada 24 horas. ¡Demora un día completo!
Como la Tierra es redonda, y gira y gira, los terrícolas nos turnamos el día y la noche. Siempre hay media Tierra de cara al Sol, con luz, y otra media en tinieblas. Cuando los niños están almorzando en Bogotá, al otro lado del planeta, en Singapur, están con piyama y en la cama en plena medianoche.
Alrededor del Sol, la Tierra avanza rapidísimo: 30 kilómetros en un segundo. Cada vuelta completa dura un año: ¡12 meses!
A mí me gusta ser un terrícola. Aquí tenemos la luz y el calor necesarios para que existan las flores, los perros, los gatos, las personas…
Bueno, confieso que envidio algunas cosas de los otros planetas. A Saturno, sus anillos: ¡son hermosos! Y a Júpiter, sus lunas: ¡le han contado 79! ¡Qué tal que tuviéramos tantas! ¡Sería fantástico!
¿Por qué Júpiter es así?, ¿por qué tiene varias lunas?
—Es un planeta capturador de cometas. Como es grandote, los atrae y los convierte en sus satélites —me sacó de la duda el abuelo.
Amo la Luna. De niño soñaba con conocerla para brincar seis veces más alto que en nuestro planeta. Allí todos seríamos grandes beisbolistas. Con un batazo la pelota iría seis veces más lejos. ¡Haríamos muchos jonrones!
Los astrónomos llaman pastoras a las lunas de Urano. Tienen nombre: Titania, Oberón, Ariel, Umbriel y Miranda. Son inmensas. Cada una guía una especie de rebaño de piedras que forman anillos alrededor suyo. Eso lo leí en Internet. El Voyager II (Viajero II), esa nave espacial que revolotea por el universo desde 1977 cargada de aparatos para estudiar y fotografiar lo que encuentra a su paso, descubrió este secreto de Urano.
¡Cómo gozó mi abuelo con la instalación de la Estación Espacial Internacional! ¡Una verdadera ciudad científica espacial! Va creciendo cada vez que sube un transbordador al espacio. Solo cuando nos sentamos a ver la página web de la NASA, pude tener una idea más o menos clara de cómo funciona esta maravilla. Cuando mi abuelo era un joven todo esto era simplemente ciencia ficción.
Navegar por esta página —www.nasa.gov— fue de las últimas pasiones del viejo. Allí cuelgan las imágenes enviadas por los telescopios espaciales, telescopios robots inteligentes que flotan en el espacio; son subidos al cielo en poderosos cohetes. Y están también las fotos captadas por los laboratorios robots desde Marte. Son como tractores que ruedan por la superficie de ese planeta. Tienen paneles solares para alimentar sus baterías, brazos mecánicos para hacer excavaciones, recoger suelo y rocas marcianas y analizarlas automáticamente en su barriga-laboratorio. Además, están equipados con cámaras fotográficas y filmadoras.
—¡Te tocará ver a los hombres descender en Marte! Eres un potencial habitante de ese planeta —insistía el abuelo cuando ya estaba enfermo. Le ilusionaba