Colombia, mi abuelo y yo. Pilar Lozano

Colombia, mi abuelo y yo - Pilar Lozano


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auroras boreales —destellos de luces de verde a morado—, un lago salado de más de 20 kilómetros y tormentas —eternas— de polvo.

      Nunca he dejado de estar atento a las noticias que reseñan los avances en la conquista del espacio. Hace poco me impactó ver la primera foto de un agujero negro; una hazaña posible gracias al trabajo de científicos de 40 países.

      Capturaron un reflejo de hace 55 millones de años. ¡Se necesitó que ocho radiotelescopios, instalados en distintos lugares del mundo —entre ellos Chile, México, Groenlandia, España, Antártida— obtuvieran y procesaran imágenes durante años! ¡En más de mil discos duros las llevaron a Boston y a Bonn donde expertos trabajaron para componer una sola imagen! La fotografía resultante pesa más que todos los datos que subimos los terrícolas a Facebook en 24 horas. ¡Imposible guardarla en la nube!

      Pensar en los agujeros negros me sigue dando escalofríos como cuando era niño y el abuelo me hablaba de ellos. Estos objetos cósmicos son uno de los mayores enigmas del cosmos: cuerpos tan densos que ni siquiera la luz puede pasarles de largo. image

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      Mi abuelo no solo amaba su telescopio. Quería también sus mapas, sus fotos, sus apuntes. Llegó a tener un montón de cosas. Mi padre le insistía: “Papá, esos mapas, esos apuntes los encuentras ya en Internet”. El viejo respondía: “Soy un ser prehistórico, déjenme tranquilo”. Y se alejaba con las manos cubriendo sus oídos.

      Cuando murió la abuela, mis padres resolvieron dejarle una habitación un tanto abandonada y escondida en el último rincón de la casa. Allí montó su refugio; su cuarto de cachivaches, como él mismo lo llamaba.

      Si no estaba de viaje, o mirando las estrellas, él se encerraba ahí. Recuerdo ese lugar perfectamente. ¡Pasé tantas horas allí con Papá Sesé!

      En un rincón puso el baúl —el que más tarde heredé—. Sobre la mesa dejó el globo terráqueo. En cada pared pegó un mapa: un mapamundi gigante, uno de América y dos distintos de Colombia.

      Había también tres butacas —una de las cuales siempre la consideré mía— y un estante donde ordenó sus libros. En el piso acomodó cojines. Cuando se perdía en su mundo, dejaba montañas de documentos regados en el suelo. En medio de ese “desorden” tuvo su sitio, pocos años, el computador. Al final de sus días colgó del techo un balón rojo —su planeta Marte— y sobre él pegó dos astronautas de plastilina: los primeros humanos que llegarían hasta allí.

      Pero el objeto central para mí siempre fue el globo terráqueo. Mi abuelo lo consentía como si fuera un niño. Era maravilloso. Estaba hecho en vidrio y por dentro lo alumbraba una bombilla. Muchas noches apagábamos la luz y lo encendíamos. Nunca lo olvidaré. ¡Me sentía envuelto en un ambiente misterioso que me permitía descubrir los secretos del mundo! Con el globo iluminado desde adentro podíamos ver perfectamente todos los países, cada uno con sus ríos, sus montañas… ¡Era como estar a solas con la Tierra!

      Así como en las ciudades hay calles y carreras para orientarnos y no perdernos, los científicos inventaron líneas imaginarias para ubicar los países en el mundo. Las llamaron paralelos y meridianos.

      Las primeras atraviesan el globo de manera horizontal; los meridianos, verticalmente.

      La línea ecuatorial —¡el centro del mundo!— y el trópico de Cáncer y el de Capricornio, que pasan al norte y al sur de este, son los paralelos más importantes. Mucho más al norte y más al sur, se encuentran las líneas polares.

      La guía para medir los meridianos es la línea vertical que pasa exactamente por Greenwich, una ciudad cercana a Londres, la capital de Inglaterra.

      Pero mi abuelo y yo decidimos llamar carreras y calles a paralelos y meridianos. Nos divertíamos mucho apostando a dar con la dirección de los países.

      Las reglas eran sencillas: la línea horizontal que cruza el globo por la mitad y lo divide en dos partes iguales, el norte y el sur —la línea ecuatorial—, era la carrera número cero. De allí hacia el norte, contábamos 90 carreras, y hacia el sur, otras 90. Claro que en el globo solo aparecían dibujadas de 15 en 15.

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      Las calles empezaban en Greenwich. De ahí contábamos 180 calles al oriente y 180 al occidente. Con las calles ocurre igual que con las carreras: solo están de 15 en 15.

      La dirección de Colombia sería así: país situado entre las carreras 12 norte y 4 sur, entre calles 66 y 79 oeste. Esta manera que nos ingeniamos para localizar los países nos parecía mucho más chévere que señalar que Colombia se encuentra entre los 12 grados latitud norte y 4 grados latitud sur, y entre los 66 y 79 grados de longitud oeste.

      Los paralelos dividen el mundo en grandes zonas: la zona tórrida, abarca los países del centro del planeta; las zonas templadas, comprendidas entre los trópicos de Cáncer y Capricornio y las líneas polares, y los polos, en los extremos norte y sur de nuestro planeta.

      La zona tórrida es la más caliente porque recibe más luz y más sol durante todo el año.

      En las zonas templadas están los países que tienen estaciones: primavera, verano, otoño e invierno. En esas regiones todos los años cae nieve. ¡Con ella los niños hacen muñecos y los visten de Papá Noel en la noche de Navidad!

      En los polos, norte o sur, no me gustaría vivir. A menos que me dé por ser un investigador. Así estaría largas temporadas en los centros de experimentación sobre recursos naturales que existen allí y no me importaría que la noche durara seis meses y el día otros seis.

      Los meridianos también tienen la función de determinar la hora en las distintas ciudades del mundo. Es fácil: partiendo de la calle cero —meridiano de Greenwich— hacia el oeste, cada 15 meridianos o grados se cuenta una hora menos, y hacia el este, una hora más. Por ejemplo, cuando en Greenwich son las 6 de la tarde, en Bogotá, que está en la calle 74 oeste, será la una de la tarde, cinco horas menos.

      Aún hoy me entretengo pensando qué hora será en otros lugares del mundo. image

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      Mi abuelo tenía la costumbre de escribir hasta en las servilletas y en los mapas. Apuntaba lo que consideraba de mayor interés sobre cada tema. Un día me reveló que lo hacía para que yo, que era tan pequeño, lo recordara.

      Por ejemplo, en el mapamundi —que era todo en colores— trazó un recuadro y escribió: “La superficie del planeta Tierra está cubierta en un 72 por ciento de agua. El resto lo ocupan los continentes: Asia, Europa, África, América, Oceanía y la Antártida”.

      Yo participé en la elaboración de algunos de estos recuadros. Me encantaba ayudarle.

      Un día descubrí uno en el que no había colaborado. Lo debió hacer el viejo a escondidas. Lo encontré en el mapamundi y se llamaba:

      “Ventajas de la posición geográfica de Colombia”.

      Decía así:

      1.


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