Los pelos en la mano. Guadalupe Nettel

Los pelos en la mano - Guadalupe  Nettel


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vestido impecable, negro, con un cinturón de hebilla plateada ciñéndola por la cintura. Medias, tacones. Él no era capaz de registrar la marca o la tendencia, pero daba por sentado que era ropa cara, nueva. Se notaba.

      —Hola, Milagros…

      Se acercó para abrazarla, porque era lo menos que podía hacer y porque, abrazándola, abarcaba también un poco del cuerpo extinto de Almudena. Quería recordar lo que se sentía tenerla cerca quizás para alcanzar emociones perdidas. Ella aceptó el abrazo apenas unos segundos. Siempre fue la más reacia al contacto, recelosa, taimada, atenta a todo y a todos. Y, después de un tiempo, abstemia, además.

      Dieron unos pasos torpes, uno frente al otro, y luego se desplazaron a la sala. Ella se sentó como si hubiera estado ahí apenas, con dominio del espacio. Llevaba una bolsita colgando del hombro y la dejó a su lado, unió las piernas (las rodillas apretadas) y levantó la cara para verlo de frente.

      —Me gustaría decirte que murió tranquila…

      Cristóbal, sentado en un sillón individual, reculó. Milagros repetía las frases, como si las tuviera ensayadas.

      —…en el sueño o algo así. Me gustaría decirte que no sufrió…

      Tal vez se había vuelto loca. La pérdida de un gemelo, pensó Cristóbal, debe ser la peor pérdida posible. Como morirse uno mismo.

      —El alcohol, ¿sabes? Hay cuerpos que no están hechos para eso. El suyo.

      Eso no era verdad y ella sabía que él lo sabía. La había visto beber, a Almudena, durante años. Era una campeona, histórica en su capacidad y resistencia. Nadie se le comparaba, no importaba la edad o el tonelaje. Era obvio para todos los que la rodeaban, que alguna vez la habían visto o tenido cerca durante más de tres horas, que ese vicio acabaría con ella. Lo sabían incluso ellos, gente como él mismo, asistentes de la cofradía de la droga.

      Almudena y Milagros vendían. Las habían iniciado en la adolescencia y se mantenían libres de ese gancho. Eran apenas consumidoras eventuales para darle ánimos a los nuevos compradores o para acompañar a quienes querían medir la calidad. Eran un sistema planetario complejo: ellas orbitaban a un sol de rostro desconocido y tenían, a su vez, pequeños satélites que las orbitaban. Cristóbal era uno de esos cuerpos que giraban en torno a las gemelas, sin importar casi nada. Él sí consumía y eso, la droga, había sido lo primero. Pero después… después las gemelas y su misterio.

      Se movió hacia ella, se sentó a su lado. Trató de tomarle la mano pero ella lo rechazó con un gesto de hastío, como si hubieran estado sudándose las palmas el día entero. La miró mirar: al frente, al techo. No había nada que pudiera darle, entonces. Ni sus recuerdos ni sus arrepentimientos, nada. Debía esperar, como siempre, a que fuera una de las gemelas (ahora la restante) quien decidiera cuándo, qué.

      —Se le reventó el hígado. Bueno, no, no exactamente. ¿Sabías que estaba flaquísima? Flaca de verdad. Sus brazos, sus piernas. Y siempre estuvo lúcida salvo por los últimos quince días. Ahí sí se puso grave. Mi mamá la cuidó. La cuidaron, pues, los dos. Pero él ya sabes cómo es, le damos miedo. Le dábamos.

      Cristóbal permaneció inmóvil, esperando una señal más clara. ¿Debía hablar? Tuvo el antojo incongruente de fumar mariguana. Las gemelas odiaban la mariguana, la vendían poquísimo, casi nada. Porque, decían, es una droga de mugre, de gente sucia, cosa del campo que no implica ninguna sofisticación. Ellas se movían, además, en un grupo donde esas drogas baratas se volvían innecesarias, ni siquiera contaban. A él lo relajaba, lo hacía pensar mejor, con una claridad que no le daban la cocaína o cualquier otra cosa.

      —Bueno, ya no la veía. En el funeral estuvo Gil, ¿sabes? Estuvieron ahí todos. El Guapo, Gil, La Muñeca, Sarabanda, Tron, don Modesto… todos. Para qué te hago una lista. También su pobre novio, carajo. Mis papás. Mis tíos… Yo.

      —¿Por qué no me avisaste? Hubiera ido. Con gusto…

      Se arrepintió de inmediato de sus palabras. No le hubiera dado gusto ver el féretro de Almudena, ni saberla ahí muerta. No tenía remedio, era una tontería aclarar lo que quería decirle. Milagros se sonrió con malicia y asintió. Sí, entendía que él era un tonto.

      —A ella le hubiera gustado saberte ahí, Cristo. Le hubiera gustado…

      * * *

      Llevaban más de veinte años de conocerse. Tenían, esas gemelas cósmicas, dieciocho recién cumplidos cuando las vio por primera vez. Él estaba por terminar la carrera de Estudios Latinoamericanos y ellas sólo iban a la facultad de Filosofía a pasear, porque estudiaban Ciencia Política. A pasear y a hacer negocio.

      No tenían una belleza tradicional. Sus cuerpos eran anchos, no gordos, de ninguna manera. Sólo que no tenían una cintura pronunciada, brazos delgados, tobillos finos. Se veían saludables, más que casi cualquiera ahí. También eran rubias, de un rubio disparejo, con gajos ambarinos y del color del cedro pulido. Tenían los ojos cafés, de venado. Los hombres las miraban mientras las mujeres decían: “No son tan guapas”.

      Con ellas, Cristóbal hizo un intercambio sobre el que no se detenía a pensar. Pasó con velocidad de ser un cliente, cuando ellas aún se sentaban en la hierba, a ser quien las asistía, arreglando citas, entregas —limpiando, incluso, rastros y desórdenes. No que se notara en su vida doméstica, pero tenía lo importante bajo control.

      Milagros había sido una aspiración, tal vez no por sí sola. Era complicado quererlas de manera independiente, relacionarse con ellas así. La otra, la muerta, tenía la cabeza llena de borrasca, de vajillas rotas. La sobreviviente era sensata hasta que uno pensaba en su vida, en cómo la llevaba y en su relación con Gil.

      Cristóbal la miró de reojo. Era muy extraño sentir que no podía tocarla, abrazarla, darle un beso, morderle un labio o esa mejilla que seguía siendo carnosa y sana, como la de una mujer más joven y con un pasado distinto; dependía de ella, de una señal. Eso, con décadas de estar cerca, flotando a su lado. Con la relación que había tenido con la propia Almudena y que no era un secreto para nadie. Estiró el brazo, porque pensaba que podía romper el embrujo ahora que era una sola, la mitad. El cuerpo de Milagros, aún con la vista perdida en alguna imagen de su cerebro, rechazó el contacto.

      Él se resignó. Estaba para ayudarla, en todo caso. Para escuchar lo que tenía que decirle, si es que quería hablar. O para lo que fuera. Ir por comida, hacer un trámite, lo que ella pidiera.

      —¿Qué necesitas?

      La gemela lo miró con cierta distancia y los ojos turbios, como si no entendiera las palabras o tuvieran para ella un sentido extraño.

      —Nada. No necesito nada —dijo primero y luego hizo una pausa— …gracias.

      Educada, sí. Sus padres eran profesores e investigadores universitarios a los que les costó trabajó comprender qué tan descarriadas estaban las hijas que habían mimado en su infancia. Al menos, las habían educado.

      * * *

      Se paró del sillón y fue a la cocina. Desde ahí, gritó:

      —¿Agua?

      Estaba dispuesto a lavar más de un vaso, para ofrecerle uno que le gustara y la hiciera sentir cómoda, porque estaba acostumbrada a una vida mucho mejor que la que él llevaba por desidia y por las circunstancias.

      Se asomó a ver la respuesta, después de un silencio más o menos prolongado. Milagros negaba con la cabeza, como si él pudiera escuchar ese balanceo. Muy bien, no quería agua. ¿Qué quería?, ¿por qué estaba ahí?

      Tal vez para revivir esos años juntos, en una banda formada por unos cuantos que eran a la vez ajenos y complementarios. Esos años en los que él conoció a las personas ricas —verdaderamente ricas— y que lo establecieron como una persona diferente a la que él mismo se suponía. Esas dos mujeres, meteóricas, le dieron una nueva identidad. Miró sus platos sucios y dudó. ¿Eso?

      Volvió a la sala con un vaso para ella y uno para él y se sentó.


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