Los pelos en la mano. Guadalupe Nettel

Los pelos en la mano - Guadalupe  Nettel


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o desayunos. Las noches eran un privilegio, ahí no les tocaba vernos. Pobres, la verdad. Los compadezco un poco ahora, que perdieron una hija. Mi madre está desolada, no sabes la cara que tiene. Y no sabes la cara que tenía Almudena cuando se murió, los últimos días. No sabes. Los ojos. Mira mis ojos y piénsalos vacíos, como huecos, como llenos de restos de cal o cemento. Algo así.

      —¿Por qué fueron ellos al funeral? —la pregunta era un riesgo que podía tomar ahora que Milagros se había soltado un poco. Preguntaba por el hombre que se las había adueñado.

      —Porque… No sé. Por hijos de puta, supongo. Gil la quiso, sin duda. Pero han visto tantos muertos en su vida… ¿Crees que se asustan? Claro, igual ahora les pegó más. Los años de conocernos. Tanto tiempo haciendo negocios juntos y entramos ahí por ellos. Y te digo, había cariño.

      —¿Y los otros?

      —¿Quiénes? ¿Los clientes? ¿Los que pagaron para que yo tuviera una casa y cosas que me gustan? Ah. No. Ninguno sabe porque hace ya un par de años, más… Más, ahora no sé cuántos, que nos salimos del tema. O sea, del tema con ellos. O del tema como tú lo conociste.

      —¿Eso se puede?

      —Tú, por ejemplo. ¿Te jodimos para que te quedaras?

      —No, pero pensé que era por Almudena.

      —Vamos a suponer que te quiso como tú deseas que te haya querido, Cristo. Vamos a dar eso por hecho. Aún así, ¿de qué vivía mi hermana? ¿De qué vivíamos las dos? Esos son vacíos que hay que llenar cuando uno quiere hacer el rompecabezas. Es una organización. Siempre hay alguien que te protege —guardó silencio unos momentos, inhaló hondo y resopló un poco antes de decir: —Gil. En nuestro caso, fue Gil. Ya había entrado a donde quería, ya tenía una clientela armada, ya conocía movimientos y movidas. Llegó un momento en el que servíamos para otras cosas. ¿Sabes de qué hablo? ¿Tú crees que la droga es lo único que funciona ahí? No me decepciones, Cristo. Eres mucho más listo que eso.

      Cristóbal se removió, incómodo. Esa franqueza era como si las gemelas unidas se le hubieran lanzado encima. Se sintió inocente, un poco perdido.

      * * *

      Le costó trabajo imaginar lo que imaginó, ponerlo en una secuencia lógica en su cabeza. Milagros le estaba hablando actos que le parecían imposibles, de crímenes atroces. Si la volteaba a ver, la realidad se le presentaría. Vio la alfombra y descubrió en ella manchas que eran, sin duda, viejas.

      Así que él era cómplice de algo más grave que la distribución de droga, el sexo más o menos irresponsable, el alcohol a deshoras. Seguramente, lo habían visto como a un niño de pecho. Les había despertado ternura y tal vez por eso Almudena le prestó su cuerpo y se atrevió a ser casi cariñosa. Porque, para él, se trataba de entrar cada vez más en el círculo de los ricos. Y no entendía por qué cambiaban de unos a otros y a otros más. En la ciudad de México: Pedregal, San Ángel, Polanco, Las Lomas, Santa Fe… Algunos sitios aislados en la Condesa, Roma… Eran las colonias buenas, elegantes, dignas. También iban a Monterrey, Guadalajara, Mérida, Puerto Vallarta, Careyes, Ensenada y sus alrededores. Tocaban base aquí y allá y regresaban a la ciudad. Casi siempre eran círculos ya constituidos de jóvenes descarados, con casas de fin de semana o de veraneo. Las invitaban como compañía a Bogotá o a Madrid, a Woodlands o Vail. Él no iba a los viajes internacionales, no. Se quedaba en su casa, extrañándolas y pensándolas. Tampoco las veía tan seguido: una vez al mes, a veces cada dos meses. Y, en ocasiones, pasaba con ellas dos semanas enteras o más, compartiendo la intimidad que permitía la fiesta. Pero sentía que formaban parte de un núcleo cerrado y no se atrevía a tener una pareja porque se creía comprometido con Almudena.

      —Cristo, no me hagas pensar mal de tu inteligencia… Tanto rato callado. No es tan difícil de entender. Ni la muerte.

      “Cristo”: ése apodo venía de Almudena, claro. Limpiaba su nombre de cualquier antepasado explorador y lo convertía en algo de culto y de dolor. Un Cristo.

      Se rió, con una risa auténtica que se le escapó como si fuera un error. Claro. Eran tan simple. O tan complejo pero obvio. Y estas dos. Una bebía a escondidas. La otra seguía acostándose con un hombre que la había seducido cuando era apenas una niña, cuando el tipo tenía una edad en la que convertía ese acto en un delito. Y las dos habían cedido a esa especie de padrote que les controlaba el cuerpo y las cuentas. Pues sí, una organización de la que él había formado parte involuntaria.

      Extendió una mano para tomar la de Milagros que, por una vez, no lo rechazó. Era una mano suave, carnosa, tibia. Una mano que invitaba al cariño y al contacto más profundo. Volvió a reírse y ella se giró para verlo, con una sonrisa dibujada en los labios, quizás comprendiendo lo que él estaba viendo apenas.

      —Pero todo era tan sencillo, tan fácil…

      —Sí. Eso parecía, ¿no? Era todo el chiste. Oye, fuimos profesionales.

      —Sin violencia, ¿verdad…?

      —¿Nosotras? No, somos incapaces de la violencia. Éramos, éramos.

      —¿Ninguna?, ¿nada?, ¿jamás?

      —¿Hablas de ejercer la violencia? ¿O hablas de recibir la violencia?

      Él soltó la mano y cruzó los brazos sobre su pecho. Sintió que el departamento se oscurecía y fue hacia las ventanas para abrir más las persianas, dejar entrar el poco sol que quedaba. Esa información era…

      —Son dos cosas diferentes, pero son lo mismo. Entiendes, ¿no? Claro que entiendes. Tú y Almudena, lo poco que hayan tenido, habrá sido suficiente para que esto sea transparente para ti, ¿cierto?

      Para él no había sido poco y se sorprendió en ese instante por no sentir ganas de llorar una pérdida que le había ocurrido hacía tanto. Era por Milagros, ahí presente. Una emisaria de la muerta, una parte viva.

      —Tú siempre fuiste muy sano, ¿no? El más saludable de todos. Y formal y educado. Podíamos confiar en ti, en que hablarías con la gente de manera auténtica, que disfrutarías el momento. Un poco de droga, algo de sexo, unas cuantas cervezas. Una persona normal, común y corriente. Gil y tú: lo más importante de la ecuación. Tu rostro, tu cuerpo, tu forma de vestir, tus posturas de izquierda a veces radicales, tu amor por mi hermana, tu cegazón para ver cómo se estaba matando y las poquitas ganas que tenías de ver todo te hacían indispensable.

      —Una herramienta…

      —Puedes verlo así, aunque sabes perfecto cómo funcionan las cosas. Perfecto. Esto no se planea, se va armando.

      —¿Se burlaban de mí, por pendejo?

      Ella negó con la cabeza con mucho énfasis. No, de ninguna manera. No, no.

      —Jamás.

      —¿Ninguno?, ¿nadie más del grupo?

      —Ninguno de los que importaron… Además, te saliste, ¿no? Un día decidiste no acompañarnos más. No comprar más ni ayudar con las ventas. Te dejamos ir con agradecimiento, aprecio.

      —Santos. Hermanos de la caridad.

      —No mames, Cristo. Es un tema serio. Tú sabes qué tan serio es. Lo sabías desde antes. Así que no me vengas con chingaderas.

      Almudena sí había llevado en su cuerpo cicatrices, moretones. Y sí parecía asustada o loca con regularidad. La estoica estaba a su lado: todavía.

      —Sólo que las cosas no son como en las películas, no en lo que hacíamos. O hicimos o hacemos a veces. Ahora estamos organizados distinto, nada funciona como hace unos años. No sé ya ni qué decirte, para serte franca. Quería verte, hablar de lo que pasó con mi hermana. Quería saber qué tanto sabías de su enfermedad. Porque después de un punto lo que ella tenía no se quita ni dejando de beber… En fin. Obviemos los detalles, mejor.

      Cristóbal se tomó la cabeza, la balanceó un poco, siguiendo un ritmo interior. Pensó en ellas, en el


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