Atada al silencio. Charo Vela

Atada al silencio - Charo Vela


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En ese instante, el silencio reinaba en la estancia, solo el crujir de la lumbre y la respiración agitada de Lucía lo quebró. Volvió a suspirar mientras miraba a su nieta, esta esperaba anhelante a que empezase a hablar. Iba a ser muy doloroso para Lucía remover su pasado. Escarbar en esa parte de su vida que sepultó hace años dentro de su alma. Ya de poco iba a servir retrasarlo. Había llegado el momento. Tarde o temprano Alejandra lo averiguaría todo.

      Pensándolo bien, lo mejor era que supiese la historia de su vida por ella misma. Además, andaba soñando con chicos, debía aconsejarla para que no la hiciesen sufrir, tanto como ella sufrió. La mejor forma de hacerlo era con el relato de lo que vivió en carne propia. Se levantó de nuevo, fue al baño, estaba nerviosa. Volvió a sentarse, bebió un buen sorbo de agua, se acomodó en su sillón y respiró hondo. Entrecerró los ojos, notó un pellizco en el estómago y un nudo en la garganta. Miró a su nieta con cariño. Y comenzó a relatarle la dura historia de su vida…

      Capítulo 2

       Sevilla, cuarenta años antes

      Es primavera en Sevilla y sus calles se impregnan de olor a azahar. El humo del incienso ya se huele por el centro de la ciudad. Este año, 1964, la ciudadanía religiosa de Sevilla tiene una importante cita a finales de mayo. Coronan a la santísima Virgen Esperanza Macarena y la ciudad se engalana de fiesta para tal evento.

      Dos jóvenes hermanas, Lucía y Rocío, pasean relajadas por la orilla del río Guadalquivir. Se sientan en el fresco césped y charlan muy dicharacheras sobre sus cosas cotidianas.

      —¡Hermana, qué bien se está aquí! Me encantan estas vistas con Triana al frente. Aquí junto al río hace más fresquito. Mira, mira ese moreno que va corriendo, ¡es guapísimo! ¡Ay, me he enamorado! —exclamó Rocío entre risas, dándose suaves golpes con la mano en el pecho.

      —Calla, loca, a ver si se va a enterar y como mire para acá, me muero de vergüenza — le contestó Lucía ruborizada por el descaro de su hermana.

      Así, hablando y bromeando pasaban las dos hermanas la tarde del sábado. Relajadas les sorprendía el anochecer, cuando tras el paseo volvían a casa.

      Lucía tiene veinte años, es bordadora y costurera. Es alta, no muy delgada, de ojos marrones claros, color miel. Tiene una larga melena, que le cubre toda la espalda hasta la cintura. Su pelo es castaño oscuro, le favorece bastante a su cara. Es tímida, noble y cariñosa. Tiene unas manos privilegiadas para la costura. Ella sueña con ser algún día diseñadora de moda. Se compra retales de tela y se inventa los modelos. Así que, se hace los patrones y se confecciona su propia ropa.

      Es católica y sueña con conocer a un hombre bueno, trabajador, que la quiera y la haga feliz. También, por supuesto, casarse y tener hijos con él.

      Desde pequeña, su madre la ha llevado algunas tardes al convento de Santa Isabel, donde las hermanas religiosas le enseñaron a coser y bordar como los ángeles. Lo mismo cose un traje de flamenca para la Feria de Abril, que borda un mantón de manila o una mantilla para Semana Santa. Lucía es educada, recatada y callada. «Ver, oír y callar», ese es su lema en el trabajo y le va bien. Pese a su juventud, es respetada y querida entre sus clientas. Le cose a gente de la alta sociedad sevillana. También es muy apreciada por las hermanas religiosas de la congregación, donde acude algunas tardes para ayudarlas en las labores de costura.

      Lucía les trabaja a damas distinguidas de la ciudad, sobre todo por la zona del centro.

      Tiene muchos encargos de mantones y mantillas en estas fechas de primavera. Asimismo, confecciona y borda el ajuar de algunas jóvenes casaderas de clase alta.

      Su hermana Rocío tiene dieciocho años recién cumplidos, es más alocada y moderna que Lucía. Tiene buen cuerpo, su cabello es castaño claro y anillado. Su melena rizada le da la apariencia de chica traviesa. Le gusta mucho la pintura. Estudia arte y le fascina pintar al óleo. Los bodegones y paisajes son sus preferidos.

      Rocío le da a su madre más quebraderos de cabeza que Lucía. Además de ser la menor, es muy zalamera, convirtiéndose en la niña mimada de la casa que al final siempre consigue lo que quiere. Su madre, a pesar de su rebelde forma de ser, la adora. Su hija pequeña solo piensa en divertirse y vivir la vida, como Rocío continuamente le recuerda, cuando esta la regaña. Tiene una mentalidad muy liberal para su edad. No le gusta mucho estudiar, así que su madre, en tono cariñoso, le aconseja:

      —Hija, o estudias o trabajas, decídete, no puedes estar sin hacer nada. Mas, no te veo yo a ti dependiendo de un hombre que te mantenga toda la vida.

      —¡Ay, no, madre! No necesito ningún hombre que me sostenga. Quiero estudiar arte, la pintura es mi pasión. Voy a buscar trabajo en alguna tienda para poder ayudaros a pagar mis clases —le confesaba a su madre, no con mucho interés por trabajar—. No obstante, después de las clases, me va a quedar poco tiempo y sin experiencia, no sé si encontraré algún trabajo que se adapte a mis necesidades.

      —Rocío, pues manos a la obra, hija, el que algo quiere… —Y agarrándola por el brazo, su madre le seguía diciendo—: Mira tu hermana, no le falta la faena, está contenta con su trabajo, de camino, se ahorra un dinerito confeccionándose ella su ropa.

      Las dos hermanas, pese a ser tan distintas, se llevan bien, apenas discuten. Lucía es muy noble, siempre cede ante los caprichos de su hermana. A veces, por no escucharla protestar constantemente y, también, porque ella es la mayor. Lucía se sofoca por la frescura y el modo de actuar de Rocío, sin embargo, adora a su alocada hermana menor y al final, se lo perdona todo.

      Algunos domingos las vecinas salen a pasear por la barriada, para que se les acerquen los chicos a pretenderlas y las acompañen en el paseo, pero Lucía nunca va con ellas. No tiene ningún interés ahora mismo en conocer a nadie. Piensa que el amor no se busca, se encuentra. Ella para eso es muy romántica.

      Lucía tiene una amiga, María Jesús, desde que eran pequeñas iban juntas al colegio y compartían los secretos, eran inseparables. El padre de María Jesús, trabajaba de guardabarrera en una estación de tren de Sevilla. Hace dos años, lo destinaron de jefe de estación a un pueblo de Castilla, llevándose a vivir con él a toda su familia. De esta manera, ahora las dos amigas solo saben de sus cosas por carta. Cada dos meses, se escriben y cuentan sus rutinas. Sin embargo, la vida de ambas es demasiado tranquila, sin nada especial que reseñar.

      En la barriada hay un chico que mira mucho a Lucía. Él la quiere acompañar a pasear y cortejarla, si bien, a ella no le gusta, lo evita y no le sigue el juego. Incluso ha dejado de ir a los guateques de su barriada, pues este chico solo quiere acercarse para bailar con ella. No obstante, esto solo sirve para que su amiga María Jesús y ella se diviertan, cuando lo comentan en sus cartas, pues, el pobre chico, según Lucía, es bastante soso.

      Desde hace un tiempo, Lucía guarda un secreto. Aún no lo ha compartido con nadie. Ni siquiera se lo ha contado a su amiga, ni a su hermana, por miedo a que se pudiese gafar. Hace un par de meses, en febrero, ha conocido a José, un chico del barrio de Triana.

      El río Guadalquivir divide Sevilla en dos. En una orilla se encuentra el centro histórico de la ciudad y en la otra orilla del Guadalquivir, cruzando el puente, está Triana.

      José cruza ese puente cada día, para ir a trabajar al centro de la ciudad. Es el mayor de cinco hermanos, de una familia humilde y trabajadora. Él, con su sueldo, colabora con sus padres en los gastos de la casa. Este había coincidido muchas veces al salir de su trabajo con una joven morena, guapa y de muy buen ver, a la que cada día saludaba con simpatía, pues se sentía atraído por ella. Cada mañana la esperaba para verla pasar. La observaba desde su trabajo. «Esta morena me tiene loco, la tengo que enamorar como sea», se decía para sus adentros. Esa morena era Lucía. Ella nunca le respondía al saludo, era muy vergonzosa. Solo aligeraba el paso con la cabeza agachada cuando lo veía o lo escuchaba piropearla.

      Una tarde, José, desde la ventana del edificio donde estaba trabajando, la vio venir y decidió que debía ser osado y lanzarse a hablarle una vez más. Así que, al verla pasar, se animó y le dijo un piropo en voz alta:


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