Atada al silencio. Charo Vela

Atada al silencio - Charo Vela


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nunca con hombres desconocidos. Su madre era muy estricta sobre este tema y la tenía bien aleccionada sobre ese particular. Eso no significaba que no se sintiese atraída por los hombres, a veces la piropeaban por la calle y se sentía alagada, pero en su interior se moría de vergüenza. Como toda joven, soñaba con su príncipe azul. Un hombre que la enamorase y le bajase la luna si ella se lo pidiese. Era romántica, mas ese hombre, aún no había llegado a su vida.

      Lucía, inquieta por los piropos que en voz alta le decía José desde la acera de enfrente, cruzó con rapidez la calle con la cabeza agachada. Con los nervios no vio una motocicleta, que venía en la misma dirección por donde ella iba a cruzar y casi la atropella. Asustada e inquieta al ver la moto tan cerca, casi rozando su cuerpo, intentó esquivarla con celeridad, pero perdió el control y cayó al suelo. El motorista siguió veloz sin pararse siquiera a mirarla ni auxiliarla. No había pasado ni un minuto, cuando un chico fuerte la cogió entre sus brazos, la levantó de la calzada y con sumo cuidado la sentó en un escalón cercano.

      —¿Cómo te encuentras? Perdona si te he molestado, no era mi intención ponerte nerviosa —se disculpó José. Ella conoció al instante la voz del joven que la había piropeado momentos antes.

      —No estoy nerviosa —disimuló mal Lucía—, solo iba un poco despistada.

      —Me llamo José y simplemente quería ser tu amigo. Siento mucho que por mi culpa, por yo distraerte, te hayas podido hacer daño. Casi te arrolla el tío ese.

      —No te preocupes, de verdad, estoy bien. No es tu culpa. Solo iba distraída, con la cabeza pensando en otra cosa —le mintió Lucía, mientras intentaba levantarse.

      —Menos mal que no te ha atropellado, si no me hubiese visto obligado a buscar al motorista por toda Sevilla —le dijo José con gracia, mientras le ofrecía la mano para ayudarla, pero ella la eludió.

      Lucía, avergonzada, no se atrevía a mirarlo, aunque no pudo evitar sonreír al escucharlo. Entonces, con disimulo lo miró de reojo y se sorprendió. Era un chico guapísimo, de piel morena, ojos grises y con el pelo negro alborotado. Parecía sacado de un cuadro cordobés. Llevaba un pantalón azul marino y un jersey de pico marrón. Se notaba que estaba trabajando, pues tenía restos de yeso blanco en su ropa.

      —Gracias, José, pero me tengo que ir. No me puedo entretener más —dijo impaciente.

      Sentía una repentina prisa por alejarse de él. Su cercanía la inquietaba bastante.

      Se levantó para irse y, al intentar andar, un dolor en el tobillo se lo impidió, casi se vuelve a caer de nuevo. José con un movimiento rápido la sujetó.

      —No tengas prisa, espera un momento. Déjame verte el tobillo, creo que te lo has lastimado. —Sin dejarle decir nada, José empezó a masajearle el pie.

      Después de un breve instante sintió alivio, sin embargo, se sentía aturdida, acalorada.

      Ningún hombre le había tocado nunca. Sintió en su fuero interno que le gustaba ese contacto. Sonrojada lo siguió mirando de reojo, lo encontraba muy atractivo. Ya más aliviada se levantó, le dio de nuevo las gracias y se despidió con prisas. La proximidad y el olor de este joven la aturdían. «Huele a hombre», pensó Lucía inquieta. De repente, en un solo instante, algo nuevo se había despertado dentro de su ser y el culpable se llamaba José.

      —Ya me encuentro mejor. Tengo que irme. —Y aunque cojeaba, necesitaba alejarse de él—. Gracias, José, yo soy Lucía.

      —Encantado, Lucía, cuídate ese pie. Me alegro de haberte conocido —exclamó ofreciéndole la mano como saludo de presentación. Ella, esta vez, sí se la estrechó, aunque con cierto reparo.

      Lucía se la aceptó por agradecimiento, no quería ser descortés. José se la apretó con suavidad y ella sintió un leve temblor que recorrió todo su cuerpo, como una descarga.

      Todo el camino hasta su casa, e incluso el resto de la noche, no dejó Lucía de pensar en esos ojos grises que la miraban y en esas manos que la acariciaban con suavidad el pie. Incluso a la mañana siguiente se despertó alterada y excitada, había estado toda la noche soñando con él. Se sintió avergonzada del sueño tan sensual que había tenido. José le acariciaba todo el cuerpo con deseo y lujuria. Se levantó acalorada, intranquila, e incluso pensó si debía confesarse por ello. ¿Sería pecado lo que había soñado? Ese hombre con tan solo mirarla y acariciarle el pie había despertado una sensación nueva que ella antes no había conocido y la aturdía bastante.

      Lucía se levantaba temprano, sobre las 7:30 h. Después de desayunar una rebanada de pan con aceite y un vaso de leche recién hervida, recogía su habitación, luego, se dirigía a su trabajo. Siempre antes de irse, le llevaba a su padre un vasito de leche a la cama y le daba los buenos días. Ella lo adoraba y le apenaba mucho verlo enfermo.

      Ese día, José la esperaba en la misma calle que ella cruzaba cada mañana, para ir a trabajar. La vio venir, con un vestido de falda plisada color celeste y una rebeca azul, a esa hora de la mañana todavía hacía fresco. Llevaba unos zapatos de tacón bajo y el pelo recogido en una coleta. Estaba radiante. Al verlo, Lucía se ruborizó al recordar el sueño. Él la encontró muy guapa con las mejillas arrebatadas. Ansioso se acercó y le preguntó:

      —Buenos días, Lucía. ¿Cómo estás? —le preguntó animado de volver a hablar con ella—. ¿Te duele mucho el tobillo? Veo que cojeas todavía un poco.

      —Hola, José, no mucho. Solo es una leve molestia al andar, pero poca cosa. Gracias por socorrerme ayer —le contestó agradecida. Lo miró con reparo a esos ojos grises que la habían tenido en vilo toda la noche.

      —¡Al menos eso valió para conocerte! Al final, voy a estar agradecido del motorista — exclamó sonriendo—. Espero que ayer te aliviaras con la frotación que te di. Yo he jugado mucho al futbol y algo sé de torceduras y masajes.

      —Sí, me mejoró bastante, ya apenas me duele —le dijo casi en un susurro, al recordar como todo su ser vibró cuando él la acarició. Sintió que ese ardor volvía a recorrer de nuevo su cuerpo y sus mejillas volvieron a ruborizarse, cosa que no pasó inadvertida para José.

      —Lucía, ¿trabajas por aquí cerca? —indagaba él, intentado intimar con ella, que cada vez le gustaba más.

      —Sí, trabajo de bordadora y costurera para algunas señoras de este barrio.

      —¡Ahora lo entiendo todo! Si es que, con esas manos tan bonitas, tenías que hacer solo cosas preciosas. ¡Debes bordar como los mismísimos ángeles!

      Lucía no pudo evitar sonreír al escucharlo. «Es gracioso y agradable», pensó.

      —¿Vives por aquí? —volvió a preguntarle José.

      —Vivo cerca de la calle Feria, en el barrio de la Macarena —confesó pudorosa al darse cuenta de que le agradaba bastante hablar con él.

      —¡Uy, tú macarena y yo trianero! Mal empezamos señorita —declaró con gracia. Había cierta rivalidad entre estas dos barriadas por sus hermandades y sus vírgenes. Sobre todo en Semana Santa—. Eso lo vamos a tener que compensar con un tranquilo paseo.

      Ella soltó una carcajada, este chico era simpático y educado. Le gustaba su forma de hablar y decir las cosas, la hacía reír. Se sentía bien con su compañía.

      Lucía notaba que su corazón, cuando lo miraba y escuchaba, le latía desbocado, como un potro salvaje en medio de una llanura, y su pulso se aceleraba. José la había socorrido y ayudado. Ella era una chica educada y estaba agradecida a él, eso era verdad.

      «No debo negarme, solo va a ser un simple paseo, no hay nada de malo en ello», pensó e intentó convencerse de que solo sentía agradecimiento por él.

      —¡Ah, eres de Triana! Pensé que vivías por aquí —le contestó ella sorprendida.

      —No, vivo allí. Soy trianero de pura cepa y vengo al centro a trabajar cada día.

      —Bueno, no suelo pasear sola con un hombre, pero te agradezco


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