De tenebris. Mariela González

De tenebris - Mariela González


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      —¡Qué no, tita! Que yo siempre los trato con mucho cuidao.

      —Eso espero. Venga tira, que ya la tengo sentada a la mesa.

      Luisi me cerró la puerta en las narices, y yo me dispuse a desandar el camino hasta mi casa, pero antes eché un vistazo al tesoro encuadernado en piel que tenía entre las manos. La Regenta, leí en el lomo y, frunciendo el ceño, empecé a imaginar de qué podía tratar. Ya estaba llegando a la esquina de la Iglesia del Carmen cuando adiviné a lo lejos la figura del mayor de los Chamorro. Alto, delgado como un junco y guapo a rabiar el muy condenado.

      —Muy buenas, Antoñita —saludó situándose a mi lado mientras doblábamos la misma esquina desde direcciones opuestas—, ¿qué traes ahí?

      —Pues un libro, ¿no lo ves?

      —Bueno, no soy tan cazurro. Lo que quería saber es de qué libro se trata. —Me lo arrebató de las manos con una velocidad pasmosa—. ¡Vaya! Creo que eres demasiado niña para este.

      —¡Devuélvemelo! —Se lo quité con malos modos—. Que me lo han prestado y lo vas a estropear. Y para que lo sepas, ya tengo doce años. Entraré a servir en cuanto mis hermanas sean capaces de ayudar a mi madre en casa.

      —Oye, no te lo tomes a malas. Yo solo lo digo porque no creo que te vaya a gustar. —Ambos guardamos silencio durante un rato, mientras bajábamos la calle empedrada. Le eché una mirada con disimulo. Llevaba las manos dentro de los bolsillos y la mirada azul pegada al suelo.

      —¿Y tú de dónde vienes a estas horas?

      —Vengo de ayudar a mi tío en las salinas y me voy ahora para la huerta. —Yo sabía que su padre había muerto hacía poco y que él también había dejado la escuela, así que sentí un pellizquito en el estómago por la pena, a pesar de que él parecía tomarse los avatares de su vida con buen humor. Se llamaba Antonio y, como yo, era el hijo mayor de su casa; así que inevitablemente achacaba lo que me hacía sentir, aunque solo fueran los primeros anhelos de una niña, a un designio del destino.

      —Pues este no es el camino…

      —Ya lo sé, pero te he visto y no quería que bajaras sola. A ver si va a salir el Carmelo y te va a dar un susto. —Carmelo era un vecino de la calle que andaba corto de luces, pero sobrado de mala leche. Los niños solían burlarse de él, hasta que un día se cargó a uno de una pedrada. Desde entonces, si lo veíamos salir, corríamos todos escopeteados para nuestras casas.

      —Pues gracias. —Me sonrojé.

      —Por cierto, yo tengo algunos libros. Pocos y casi todos de aventuras, pero te los prestaría encantado. Y así no tienes que coger de extranjis los de doña Compasión, que como se entere os la va a armar a ti y a tu tía Luisi.

      —¿Cómo lo has sabido?

      —Porque esa encuadernación cuesta mucho más de dos perras, y nadie de por aquí se gastaría tanto en un libro.

      —Pues… gracias —repetí con cara de boba.

      —Bueno, ya hemos llegado a tu casa. Me voy corriendo que no quiero ganarme una bronca. ¡Nos vemos, Antoñita! —Saludó con la mano mientras corría calle abajo. Yo me giré para entrar y vi la cara de mi padre, que me observaba muy serio desde la ventada de la cocina.

      —No quiero que se convierta en costumbre el tener rondando por aquí al chavea ese —me espetó papá como saludo, sin moverse del quicio de la ventana.

      —Me lo he encontrado por casualidad mientras volvía de llevarle la comida a doña Compasión.

      —Eso espero, que todavía eres mu chica. —Pegó una larga calada al cigarro que sujetaba entre los dedos que aún permanecían intactos.

      Papá era, entre los otros muchos trabajos que aceptaba para dar de comer a un cada vez mayor número de bocas, carpintero y algunas de sus falanges se habían quedado tiradas sobre el suelo cubierto de serrín tras toparse con la implacable dentellada de la aserradora.

      —Venga, Antoñita, vete a avisar a tus hermanos, que ya vamos a comer —cortó mamá, metiendo el cucharón en la olla.

      Juanín estaba sentado a la mesa, esperando su ración. Teresa, Carmen y Estrella jugaban en el suelo de la sala con Paquito, al que cogí en brazos mientras las mandaba al comedor. Ya afuera, les pegué un grito a Rafael y Diego, que bailaban una peonza junto a las macetas de planta del dinero que mamá había colocado por allí con esperanza y pocos resultados.

      —¿Dónde está Manolita? —pregunté a mis hermanos cuando pasaron por mi lado.

      —Está ahí detrás, en el huerto, dándole de comer a los gatos —contestó el mayor.

      —Pues toma. —Le pasé a Paquito como si fuera un fardo—. Lavaos las manos en el barreño antes de sentaros a comer.

      En la parte de atrás de la casa teníamos gallinas y tomateras, pimientos que crecían por encima de sus posibilidades hasta alimentar a todos los habitantes del patio y algunos árboles frutales. Manolita, que estaba arrodillada de espaldas al caminito, acariciaba al gato que sujetaba entre las manos.

      —Venga, gordita, que ya está mamá sirviendo las papas —le dije mientras me agachaba junto a ella y le plantaba un sonoro beso justo en la línea de piel que quedaba al descubierto entre las trenzas y que estaba caliente por el sol, pero ella ni se inmutó—. ¿Qué miras ahí pasmada?

      —Lo miro a él —susurró.

      —¿A quién? —La garganta se me había quedado tan seca que incluso a las palabras les costó salir. Esperé temerosa la respuesta durante unos segundos que parecieron horas.

      —Al Hombre Morado. —Manolita señaló con el dedo y yo seguí la dirección con la vista muy lentamente—. Se ha salido del pozo y está agachado debajo de la higuera.

      Y tenía razón. Allí estaba, acuclillado de una manera poco natural sobre las extremidades oscuras y purulentas, con los ojos de color amarillo brillante fijos en nosotras.

      —Manolita —dije poniéndome de pie de un salto e interponiéndome entre mi hermana y la trayectoria de aquella mirada hambrienta—, tira corriendo para la casa.

      —Me ha dicho que tengamos cuidado, que la Dama Buitre viene en camino.

      —Ese no te ha podido decir nada. Se le cayó la lengua hace mucho.

      —Lo ha dicho sin voz… pero yo lo he oído.

      —Manolita, no te lo repito más, ¡tira para la casa!

      La niña encauzó el camino con toda la velocidad que le permitieron sus piernecitas canijas y patizambas. Yo aproveché para lanzar una última mirada al vecino más antiguo del patio, aquel que moraba en las pesadillas de los niños.

      —¡A mis hermanos ni mirarlos! —grité enfurecida—. O se te acabaron las coplillas a medianoche… ¡que a mí no me das ningún miedo! Y traigo al padre Gonzalo a bendecir el agua del pozo y te vas a tener que ir a molestar a otros.

      Con las manos temblorosas y sintiéndome mucho menos valiente de lo que había querido parecer, salí pitando de allí en busca de la seguridad del hogar y de mi familia.

      ***

      Todavía era bastante temprano cuando el penetrante olor a barniz me despertó, haciendo que me picara la nariz y se me hiciera trabajoso el respirar.

      —¿Qué estás haciendo? —le solté de malos modos a mi madre mientras me desperezaba. Una pregunta bastante estúpida, teniendo en cuenta que esta tenía una brocha en la mano y una cuna de madera de pino natural frente a ella.

      —La ha hecho tu padre —contestó con una amplia sonrisa en el rostro—. Dice que la de Paquito está ya muy vieja porque habéis pasado todos por ella. Pero la ha traído en bruto y he pensado darle una capita de barniz antes de que este granujilla decida salir. —Se acarició la barriga, que parecía tensa hasta el punto de


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