De tenebris. Mariela González
Cuando lo conseguí, avancé a trompicones hasta la boca del pozo y me armé de valor para mirar al interior. Había un cuerpo flotando bocabajo, y pude reconocer las prendas de Carmelo. Junto a él, unos ojillos ambarinos brillaban desde la oscuridad.
—Gracias —susurré.
«No gracias», respondió una voz en mi cabeza. «La Dama Buitre está aquí».
En ese momento escuché un llanto. Un llanto de bebé.
Corrí hacia el interior de la casa y, al llegar, me encontré con una sala abarrotada. Mi hermano Rafael estaba sentado en el suelo, con la cara escondida entre las manos; papá de pie junto a la puerta, con Paquito esmorecido de llanto en sus brazos. Había sido mi hermano pequeño el que había proferido aquel alarido. María la Porcachona iba y venía de la cocina cargada de trapos y la comadrona estaba junto a la cama en la que mi madre se encontraba sentada, con un bebé enorme y gordo en los brazos.
—Antoñita —dijo mamá sorprendida al verme llegar—, ven a conocer a tu hermana.
Miré una a una las caras que me rodeaban. Todos parecían aliviados y contentos, así que yo por fin pude soltar el aliento que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba conteniendo. Me acerqué a ellas y examiné a la pequeña. Parecía sana en exceso, como si no acabara de pasar por el trance del nacimiento: regordeta, rosada y con los ojos de color claro muy abiertos.
—¿Tú estás bien? —le pregunté a mi madre con la voz temblando de miedo.
—Cansada y dolorida. A esta ha costado sacarla.
—Estaba equivocado entonces…
—¿Quién estaba equivocado?
—No importa. —Me sentía feliz. Un indescriptible calorcillo me corría por las venas, borrando de un plumazo la angustia de los últimos minutos. Rocé con el dedo el bracito rechoncho de mi nueva hermana y se me saltaron las lágrimas. Papá se me acercó por detrás y me puso la mano libre sobre el hombro; me giré para mirarle y vi que a él también se le había escapado alguna lagrimilla. Un hombre peculiar mi padre. Nadie diría que se trataba de su décimo vástago—. ¿Dónde está Manolita? —pregunté mirando por la habitación.
—Salió a avisar a María antes de que llegara tu padre —respondió mamá—. ¡Pobrecita mía! Estaba bastante asustada.
—Yo no la he visto —dijo papá—, debe de andar por el patio.
—No. En el patio no está —les informé muy seria.
—Pues entonces debe de estar en el huerto. Vete a buscarla y deja descansar a tu madre, anda.
Una extraña sensación fue tomando forma, enraizándose en la boca de mi estómago y estrujándome desde dentro con tentáculos y espinas. Me deshice de los zapatos y corrí hacia la parte posterior de la casa, con el corazón de nuevo a punto de escapárseme del pecho.
Primero vi al gato, limpiándose las patitas al sol. Después las gruesas gafas, con los cristales resquebrajados contra el suelo. Y finalmente a mi hermana. Un cuerpecito exánime enredado en las tomateras.
Me dejé caer de rodillas y desgañité el grito que se había cuajado en mis entrañas. Lloré durante horas, durante semanas… desde aquel aciago día en el que perdí a mi Manolita, se instaló en mí una tristeza imborrable, a la que no hicieron desaparecer ni los años ni la llegada de mis propios hijos.
La Dama Buitre había hecho su intercambio. Una hermana por otra.
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