La vida jugada. Jimmy Giménez-Arnau
a las cupletistas en escena, Lala comentó al oído de María Teresa: «¿Ves por qué no encontramos servicio? Están todas aquí…». Clasista e ingenua, así era mi Lala.
En Hortaleza vivió también mi tío José Vicente, hermano de mi madre y buen amigo de mi padre antes de emparentar como cuñados, a quien mi memoria dispersa atribuye un cruel e irónico intercambio de pareceres nada más y nada menos que con don Jacinto Benavente, a quien en un rifirrafe habría calificado de homosexual —así lo expreso, por no usar esa ruda palabra a la que se recurría entonces—. Frente a la protesta del Nobel señalando lo innecesario del insulto, mi tío respondió sincero: «No se trata de un insulto; es un diagnóstico». Siempre me hizo gracia el cinismo de quienes disfrutaban de la pluma en todos los sentidos. José Vicente siempre fue generoso conmigo: «Joaquinito, decía, no te olvides de mirar en mi mesilla». Y Joaquinito abría el cajón y encontraba un fajo de billetes, dos o tres mil pesetas de aquel entonces que hacían mis delicias y me convertían en el rey de cualquier fiesta.
En una de aquellas comidas de domingo en Hortaleza, mi tío se presentó recién aterrizado de Estados Unidos con un disco bajo el brazo; era de Elvis Presley, un auténtico desconocido en España entonces. Lo escuchamos y, en general, no puede decirse que mi familia estuviera muy dispuesta a convertirse en público de El Rey. Salvo Lala, que quedó entusiasmada y sostuvo con firmeza que aquel muchacho tenía una voz prodigiosa. «¡Si es muy animado…!», decía mi abuela encantada. Y así se convirtió en rockera.
Habitual de aquellos encuentros era igualmente el hermano menor de mi madre, tío Leandro, maestro en todo tipo de juegos —¡cuántas partidas de futbolín les ganó en Hortaleza a Alfredo Di Stéfano, mi segundo padre además de gran ídolo deportivo, o a Héctor Rial!—. Maestro igual de proporcional con el tortazo que me arreó como castigo a la imprudencia que me había llevado a esconderme entre las chapas exteriores del trasatlántico en el que viajábamos rumbo a las Américas en cierta ocasión. Al divisarme encaramado al mismísimo vacío y casi vencido sobre el agua de altamar, atrajo mi atención hasta que estuve a salvo, y a continuación me propinó un sonoro tortazo para que no volviera a repetir tal insensatez. Tío Leandro me salvó la vida. Más de un bofetón llevaba yo ya encima por entonces.
Todo eso es Hortaleza: el cariño de mi abuela, el recuerdo de mis tíos, mi imaginación libre volando por los pasillos y evitando las esquinas. La calle de mi niñez ha experimentado multitud de cambios. No se ven traperos con sus carros de mulas al amanecer ni se oye el silbido de los afiladores. Hoy no hay grises corriendo a las putas por Hortaleza. Hoy ya no se te cuelgan del brazo suplicándote para evitar ser detenidas: «¡Chato, di que soy tu prima y que vas conmigo!». Madrid se ha civilizado. Esa calle ahora está empedrada con gais, sinónimo de libertad.
6
Segunda estancia en Uruguay
Así que vuelvo a Montevideo por segunda vez con trece años. Los mismos que tengo cuando dejo de ser virgen, y es que allí tiene lugar, al poco de regresar a una de las ciudades de mi primera niñez, el suceso que, si literariamente da juego, no puede decirse que dejara agradable regusto en mi memoria ni en mi carne. Entre Montevideo y el Madrid de aquellos tiempos, las ciudades entre las que cabalgo cada año, hay una diferencia notable en materia de costumbres; en España las chicas son estrechas y los chicos unos obsesos. España es pura represión, casi todo es aún pecado. Montevideo es mucho más libre.
Recuerden: trece años. La invitación corre por cuenta de Nacho Santayana, que ha reunido a cuatro prostitutas para cinco amigos; el damnificado en el reparto terminará metiéndose en un armario desde donde se dedicará a mirar y a proceder de acuerdo a la imaginación, que siempre es libre. Quién me iba a decir a mí, al comienzo del sarao, que acabaría envidiando su suerte. A mí me toca una prostituta negra. Lo cierto es que siempre me han sucedido historias curiosas con la gente de color, por la que me siento atraído cual imán. Recuerdo, al hilo, que en una de aquellas travesías navales por latitudes latinoamericanas que tan frecuentes fueron durante mi infancia, que yo había hecho muy buenas migas con un muchacho negro al que conocí en un desembarco de unos días en Río. Nos habíamos divertido tanto que no podía entender por qué mis padres se negaban a comprarme a mi amigo, a quien yo quería llevar conmigo para siempre, por supuesto, con su consentimiento.
El caso es que sobre un colchón de un sótano de Montevideo, una mujer negra de longitud interminable y piernas abiertas me dejaba hacer, encaramado mi cuerpo apenas púber al suyo curtido en mil batallas, mientras se comía una manzana y me animaba sin ningún entusiasmo —«gossa, hijo, gossa…»— en mis afanes por desentrañar lo que tendría que haber sido el misterio del placer y resultó mucho menos que una vergonzosa faena de aliño. Enseguida quedó claro que yo no aprobaría aquella asignatura, a pesar de haber estado preparando el examen tanto tiempo. Recuerdo pocas cosas más humillantes. Así como un negro descubrió para mí a muy temprana edad las bondades de la amistad, aquella negra Blancanieves se encargaría de desvelarme las posibilidades de un cuerpo adolescente deseoso de abrirse camino. Me quedo con la de mi amigo como primera experiencia.
Cuando llegué a casa aquel día, mi padre, objeto de estrenos más exitosos como yo bien sabía —me refiero, claro está, a los de sus obras teatrales, que por entonces ya gozaban de cierta fama—, debió de notarme el rubor. Me preguntó de dónde venía y yo le respondí que habíamos estado por ahí los amigos. Entonces sacó un pañuelo que llevaba en el bolsillo de su bata, me limpió del rostro algún rastro sospechoso de mi reciente experiencia y me ofreció un consejo: «Si alguna vez, por ir con mujeres de la vida, tienes una enfermedad, dímelo inmediatamente a mí para que yo te ayude».
Aquella experiencia nefasta me quitó de golpe el interés por el sexo opuesto —por el de mis iguales nunca lo tuve— y me provocó un auténtico trauma en virtud del cual, a partir de entonces, mi rostro enrojecía hasta lo intolerable en presencia de cualquier chica, fuera en Montevideo o en Madrid, donde desde luego tenía menos acceso al sexo opuesto, bien es verdad, pues el colegio de Montevideo era mixto y los Rosales un nido de energúmenos pajilleros que vivían sobre todo de los sueños. Ese pánico cerval hacia las féminas inclinó la balanza de mis intereses claramente en otra dirección: podría haber consagrado mi vida a la castidad, motivos no me faltaron, pero en su lugar salió a relucir una vena más práctica y, sobre todo, más vital, que me hizo escoger una vez más el deporte. En España ya me habían seleccionado para los juveniles del Real Madrid de fútbol y en Montevideo jugaría con los profesionales del rugby, un deporte en el que siempre destaqué.
Si una prostituta negra silenció mi deseo de modo tan humillante y abrupto, dos años más tarde una muchacha americana me devolvería el ánimo y la buena disposición hacia las mujeres que desde entonces me acompañó. La magia procedió de un beso con lengua con el que me despertó los pensamientos y la entrepierna de una vez por todas. El British School de Carrasco era un colegio mixto, como acabo de contar; bendita educación de ese paraíso libérrimo que era Uruguay y que me desatascó el trauma del desvirgue, me permitió salir con vida de un mal recuerdo y recuperar el tiempo perdido. La cosa fue así: a mí me gustaba muchísimo una chica de mi clase, preciosa como nadie, ante la que me bloqueaba de pura timidez. A pesar de todo, un día me invitó a una fiesta en su casa y allí me planté con la intención de superar cualquier complejo. Y me presentó a su hermana, tres años mayor que ella, que me sacó a bailar. Entre paso y paso la hermana de mi enamorada me atizó un morreo que iba a centrarme para el resto de mi vida.
El periplo paterno continúa trazando un dibujo a través de distintos países a ambos lados del océano. Durante todo este tiempo, en Madrid, mi punto de referencia es la casa de la Lala y lo será mientras mis padres sigan encadenando destinos por el mundo en los años sucesivos y yo los visite por temporadas o ellos vengan a España, para estancias puntuales o más prolongadas. A Uruguay sucedió Nicaragua y a Nicaragua Guatemala; llegarían tiempo después Ginebra, Río, Lisboa, Roma… Y en paralelo, a mi periplo particular el mundo entero le queda estrecho, porque mi curiosidad y mis ganas de vivir son inmensas.
Superadas la niñez y la adolescencia, también viviendo en Hortaleza cursaré mi último año escolar en los Rosales,