La vida jugada. Jimmy Giménez-Arnau

La vida jugada - Jimmy Giménez-Arnau


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niños que me habían antecedido como objeto de sus desvelos, con la obvia intención de cargárselos. Menos mal que la cogieron a tiempo; de otra forma, hoy, con más de quince lustros en la nuca, no podría asegurar con rotundidad inapelable que en mi vida me han roto el orto.

      Mis padres se querían. No lo dudo. De hecho, él adoraba de tal manera a mi madre que era capaz de cometer cualquier arbitrariedad con tal de defenderla y de hacer que su opinión prevaleciera por encima de todo. No decía que ella tuviera razón, pero sí pronunciaba aquella frase lapidaria más allá de la cual sobraba todo comentario: «Es lo que dice tu madre». Así sería siempre a lo largo de los años. Y ella le correspondía venerándolo igualmente. Siempre estuvo enamorada de él. Y eso a pesar de la lógica indignación que sin duda le causó la infidelidad de su marido con una conocida de ambos cuyo nombre omito —que una cosa era venerar a la esposa propia y otra no sucumbir a la tentación de tener algún que otro escarceo con la mujer más guapa y con más clase de la República Oriental—. Tan elegante era la fémina en cuestión que, cuando rompió con su amante, lo hizo regalándole un libro de Graham Green, The End of the AffairEl fin del romance—, como descubriría yo tiempo después de que sobreviniera la ruptura, al ojear distraídamente la dedicatoria que figura en la primera página del ejemplar de la citada obra, propiedad de mi padre.

      Pero en aquellos días infantiles yo apenas veía a mis padres, mi cuidado y el de mis hermanas recaía sobre todo en la nanny de turno. Mi madre nos paría y luego llegaban ellas. Superado aquel escollo de la niñera asesina, vine a caer en manos de otras muchas, con diversa gama de instintos; una gallega, de nombre Fe, cuando me acostaba o me bañaba se dedicaba a estirarme la piel de mi pene diminuto mientras me anunciaba premonitoria: «¡Ay, rapaz, lo que vas a joder tú con este…!». Como experiencia vital a edad tan temprana no está mal: pasé del sadismo británico a las dotes adivinatorias de una cuasi meiga gallega de una recóndita aldea orensana. Y al hilo de aquel episodio de augurios tan alentadores me viene a la memoria una escena posterior, en la pastelería madrileña Embassy, donde mi padre había quedado con un médico amigo que, detrás de una cortina, me descapulló: «No, no hay que operarle de fimosis», concluyó solemne.

      Desde aquel lejano 1949 he vuelto a Montevideo en muchas ocasiones. Adoro Uruguay. Es un país que me entusiasma. Todavía hoy voy cada dos o tres años y sigo conservando amigos de la infancia. Si alguna vez me pierdo, que me busquen en la República Oriental del Uruguay.

      4

      De Madrid al cielo inglés

      Una vez más, como polluelos tras la clueca, regresamos a Madrid siguiendo a mi padre. Se abre entonces un paréntesis en su carrera diplomática y en el transcurso de los años siguientes, hasta 1956, cuando nuevamente regrese a Montevideo, se ocupará en la capital de asuntos diversos, aunque nunca interrumpirá sus viajes que, de manera esporádica y a menudo acompañado de mi madre, continúa realizando sin tregua. Ya desde muy joven mi padre había desempeñado en España cargos relacionados con la cultura y la promoción de las letras y el periodismo —junto con Manuel Aznar creó la Agencia EFE, en la guerra había redactado la Ley de Prensa de 1938 e intervenido en la fundación de más de una cabecera—. En esta ocasión dirigirá la Oficina de Prensa y presidirá la Dirección General de Cooperación Económica del Ministerio de Comercio, y no necesariamente en este orden. Por cierto, que terminaría dimitiendo del primero de estos puestos, renuncia que probablemente estuvo en el origen de las reticencias posteriores de Franco a la hora de nombrarlo ministro, pues pensaba el dictador que alguien capaz de dimitir estaba invalidado de oficio para colocarse al frente de un ministerio. A pesar de esta evidente falta de confianza, he de contar, consciente de que adelanto acontecimientos, que mucho después, allá por el año 1969, aquel caudillo le daría pruebas de su fe renovada, al encomendarle una delicada misión como intermediario ante don Juan de Borbón. En su momento lo relataré.

      Pero recojo el hilo nuevamente, para contar el episodio que, apenas llegado a Madrid, sería la causa de que abandonara nuevamente la capital, sin haber cumplido aún los ocho años, rumbo a la adorable Albión. En el paréntesis madrileño en las labores diplomáticas del progenitor y su familia, mi padre escribe, disfruta de sus éxitos literarios y sigue viajando esporádicamente con mi madre. Durante una de estas ausencias yo permanezco en la casa de Hortaleza con la abuela Lala, y el acontecimiento que desencadena mi exilio en Inglaterra sucederá cuando enferme de acetona, lo que obliga a mis padres a adelantar la vuelta, por indicación de la abuela.

      Lástima, porque una semana más tarde habían previsto una escapada a la Feria de Abril, en compañía de algunos amigos —Edgar Neville entre otros—. El caso es que retornan a la patria, pasan conmigo un par de días y, afortunadamente, como yo siempre he sido de incordiar lo justo, la acetona parece remitir. La convalecencia pinta bien, así que se decide que permaneceré al cuidado de dos hermanas de mi abuela, que se conservan en Anís del Mono y que vendrán a dormir a la casa, y de Juan, el criado de Hortaleza, una vez que el consejo médico autoriza a mis padres y a la Lala, que se incorpora al sarao sevillano en atención a la tensión padecida y a los servicios prestados, a no desbaratar sus planes y acudir a la Feria según lo previsto y sin mayor preocupación. Y así sucede.

      Tía Antonia y tía Pepa presentan una decidida inclinación al brebaje citado, pero es algo sabido por todos y bien tolerado en la familia, y Juan lleva al servicio de la abuela desde la noche de los tiempos. De modo que estoy en buenas manos. Cuando, tras la partida de los viajeros supero definitivamente la acetona y el doctor Enrique Jaso confirma el alta, para celebrarlo, les pido a las tías que me lleven al cine: hay una película de piratas malayos, aventura en estado puro, y yo, que llevo muchos días encamado y sometido a estricto régimen de pollo asado y agua de limón, me empeño en ir a verla. Y la vemos. Y volvemos a verla. La vemos varias veces en un mismo día. Las tías ya no saben qué hacer para convencerme de que hay que regresar. Cuando por fin lo consiguen, seguro que su síndrome de abstinencia ha alcanzado proporciones intolerables, así que me dejan en casa al cuidado del fiel Juan y vuelan a la suya sin perder un instante, con el firme propósito, imagino, de agarrarse una merecida cogorza, proporcional a la hartura lógica tras una jornada completa de piratas asesinos en los mares del Sur sin un mísero copazo de anís o chupito de orujo recio en su defecto.

      Entonces se dispara mi imaginación. Estoy solo, Hortaleza es la jungla y Juan un temible bucanero de ojos rasgados que ha sembrado el terror en Malasia entera. Ataviado con un pañuelo que rescato del armario de Lala, entro en la cocina y me hago con un cuchillo jamonero, aprovechando que el facineroso está vuelto de espaldas. No me engaña su canturreo; Juan, hábil impostor, exhibe feminidad, pluma y delicados ademanes, pero yo sé que en realidad es el más feroz de los filibusteros, el contrabandista más sanguinario de cuantos se hayan visto en los mares de Java y de la China. Doy un grito, el bandido se gira aterrado, lo he pillado por sorpresa y no tiene escapatoria. Lo sabe. Ya es mío.

      Durante los dos días siguientes tengo a Juan encerrado en la zona de servicio de la casa, con la llave echada. Nadie escucha sus gritos, nadie acudirá en su auxilio. Solo de vez en cuando entorno la puerta para lanzarle un mendrugo de pan y permitirle beber un poco de agua turbia. Pero soy un carcelero cuidadoso y mantengo siempre el cuchillo firme en mi mano. Sé que no debo confiarme. Mi reino es la casa inmensa de la Lala, que exploro en sucesivas expediciones llenas de peligro, no sin asegurarme antes de cada salida de que la llave de la prisión del pérfido corsario sigue echada. En la despensa de la cocina encuentro lo necesario para alimentarme y en el suelo de frías baldosas he improvisado un catre con mantas, en el que descabezo algún bostezo sin bajar jamás la guardia ni aflojar mi vigilancia sobre Juan el desalmado, convertido ahora en mi presa indefensa.

      No me cabe duda de que la borrachera de las tías contribuyó decisivamente a la barbarie; creo recordar que el teléfono, clavado a la pared del office, sonó alguna vez durante el cautiverio del infeliz, pero lo cierto es que nadie apareció por la casa hasta el regreso de la Lala y mis padres. El atuendo de sport y el aire desenfadado que exhibe la comitiva cuando, tras llamadas insistentes, abro la puerta, todavía con el pañuelo a la cabeza, cuchillo en mano y previsiblemente no muy aseado tras las incursiones selváticas de aquellos días, parecen esfumarse


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