La vida jugada. Jimmy Giménez-Arnau
de que conviene esconder su completa falta de seguridad, la vergüenza que le genera su incapacidad para manejarse con soltura en según qué circunstancias. Pero no sabe cómo disimular el pánico que siente: a lo mejor nadie ha ido a llamar al pequeño salvaje, quizá se han olvidado de ella en el gym. Tal vez le han dado alguna indicación que, por supuesto, no ha comprendido. ¡Mierda de idioma!
El reloj sigue corriendo, hace ya casi una hora que está allí, en aquel gimnasio que ha recorrido a pie y con la imaginación al menos en una docena de ocasiones. Podría encender el siguiente Chester con el resto aún ardiente del anterior, si no fuera porque el ademán le impediría accionar, con el fin de alumbrar el pitillo de estreno, esa joya de mechero que es su Dunhill, regalo de mi padre, cuyo sonido todavía hoy escucho si cierro los ojos. El mechero de mi madre: elegante, sofisticado y frío al tacto. Como ella.
Se arregla el peinado, se coloca el lazo de la blusa, abre el bolso y extrae por enésima vez un espejo de carey. Se mira, se retoca, lo guarda… Los nervios destrozados.
Finalmente, la puerta de aquel gimnasio inmenso de mi infancia se abre. Veo a mi madre. Mi madre me ve. Se levanta. Me lanzo corriendo hacia ella. Mientras me aproximo sin parar de correr, casi soy capaz de saborear por adelantado el placer del abrazo inminente. Un segundo antes de llegar a tocarla siento el impacto de una tremenda bofetada sobre mi rostro. Me paro en seco. Tengo apenas siete años y el mundo se me acaba de caer encima. En ese mismo momento decido que esa señora ha dejado de ser mi madre. Ya no la quiero.
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Dilemas de un feto en altamar
Nací a bordo del trasatlántico español Cabo de Hornos, un buque de la compañía Ibarra, cuando navegaba entre Santos y Montevideo. Latitud 29º-39’/S, longitud 49º-06’/O, viento SW/5. Por eso soy naonato. Da fe mi DNI, que reza «Alta mar» y añade en línea inferior: «Buenos Aires». Mera convención esto último, porque de respetar la ley del derecho marítimo que explica que el pabellón de un barco rige la mercancía, habría que concluir que yo, como mercancía venida al mundo en plena navegación, soy español. Si me apuran, bilbaíno, pues en los astilleros de Bilbao se construyó el Cabo de Hornos, que, no obstante, recibió bautismo en Sevilla.
Desde aquella marejada no he parado de moverme. Fui parido el 14 de septiembre de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando británicos y estadounidenses liberaron Sicilia, e Italia, con tal de zafarse del fascismo, cambió de frente y dejó en la estacada a sus colegas del Tercer Reich.
Nadie me preguntó si quería nacer; a un feto en altamar no se le tiene en consideración. Quien dijo ser mi madre y juró haberme parido en el camarote 124 de primera clase tampoco tuvo la suerte de apretarme contra su pecho. En el pasar de los años deduje o supe que la desdichada, debido a un océano muy embravecido, parió un feto cadáver, un niño muerto, que nada tendría que ver conmigo, pues yo nací vivo y coleando en la bodega donde se hacinaba el pasaje de tercera. Volveré más adelante sobre un episodio que en buena parte es responsable de esa insania secular que algunos miembros de la familia siempre me han atribuido y que responde, según ellos, a una imaginación calenturienta, cruel y desbordada.
Antes de venir al mundo, como siendo feto hay poco que hacer, con tal de no aburrirme me dediqué a escuchar cuanto ocurría en el exterior del vientre de mi madre. Dejemos para más adelante resolver su filiación, noble o plebeya, y asumamos que las cosas fueron como dicen que fueron: que me parió la jovencísima esposa de un diplomático en ruta a su primer destino y no una vicetiple a la que mi padre se habría ventilado en un descuido de soltero, nueve meses antes, entre humedades de camastros no tan refinados como aquel camarote 124.
La relación de mis padres había surgido en Roma, ciudad donde ella estudiaba. Seamos doblemente indulgentes: por un lado, dando por aceptado y sin volver al asunto, de momento, que, en efecto, se trata de mi madre, y, por otro, concediendo el calificativo de «estudios» a una somera formación que proporcionaba un asomo de cultura y una pátina de viajadas a las niñas bien de la época. Un bachillerato en las Irlandesas y poco más… En la capital italiana, mi padre, técnico comercial, actuaba como tutor de aquella joven caprichosa y voluble que, además de juventud, lo tenía todo en la vida. El padre de mi madre, el abuelo José Puente, que adoraba a su hija, había sido un opulento empresario —pues para cuando la niña estaba en Roma ya estaba muerto— que desde su fábrica madrileña, situada entonces en lo que luego sería El Corte Inglés del paseo de la Castellana, surtiría de somieres y camas a todo el territorio nacional. Con una producción que llegaría a ser floreciente, aquel futuro solo se truncaría tiempo después cuando las circunstancias, en concreto la incapacidad de los varones de la familia, pusieran punto final a un negocio saneado y más que prometedor. Los Puente conocían a los Giménez-Arnau, mi familia paterna, más que respetable, aunque no tan prometedora en lo económico, que había hallado en el riguroso mundo del derecho y la notaría casi su segundo apellido. En virtud de esta amistad mi padre fue encargado de vigilar de cerca los pasos de aquella joven promesa de frivolidad que era mi madre, en calidad de tutor.
La primera reacción de mi padre, un señor serio y cabal, cuando comenzó a relacionarse con Inés Puente en Roma fue pensar que estaba completamente loca; probablemente nunca hasta entonces se había topado con un ser más mundano, extravagante y antojadizo, capaz de entrar en una zapatería y encargar veinticinco pares en apenas un pestañeo. Pero lo cierto es que sus reparos iniciales debieron de ceder con rapidez; ya se sabe que el roce hace el cariño, sobre todo el roce entre tutor y tutelada, que de aséptico se convirtió poco después, cuando coincidieron ya de vuelta en Madrid, en noviazgo, con temprano compromiso de boda. Antes de cumplir los diecisiete, mi madre contrajo matrimonio con José Antonio Giménez-Arnau, de treinta. Corría el mes de febrero del año 42.
Pero volvamos a este accidentado viaje en barco que realizan un año y medio más tarde y que me llevará por vez primera a tierras americanas. Nuestro destino es Buenos Aires. Mi padre se dirige a tomar posesión de su primer puesto en el extranjero como diplomático. Vendrán muchos otros después que se mezclan en mi memoria en una bruma de recuerdos y sensaciones que van trazando mi infancia: Dublín, Montevideo, vuelta a Madrid, otra vez América… Mi padre ha preparado las oposiciones al cuerpo con la ayuda de su hermano, mi tío Ricardo —que también nos acompaña en el viaje—, en buena parte durante la luna de miel con mi madre, cuyo vientre en el momento de embarcar —e independientemente de que sea o no yo quien lo ocupa— apunta a los siete meses. Pongamos que soy yo, que desde su interior oigo hablar de un tal Pepe Bulnes, un conde que terminará siendo mi padrino y que va como embajador de España a la capital de Argentina, al que acompaña mi padre como secretario de embajada.
Aún tan inexperto y tan poco dotado como estoy, no termino de entender por qué un viaje que, en principio, tendría que haber durado cuarenta días se está prolongando tanto. Finalmente, se alargará más de dos meses, y la razón, luego me enteraría, tuvo que ver con la guerra: el Cabo de Hornos se vio obligado a permanecer fondeado en Port Spain, Trinidad, por culpa de los submarinos alemanes que rondaban por aquellas aguas. Bien es cierto que nosotros llevábamos bandera española, éramos neutrales; pero no podría decirse que el régimen patrio hiciera muchos ascos a Hitler —de hecho, en más de un puerto de paso nos increparon al grito de «¡espías!» y «¡fascistas!»—, así que el control de los oficiales británicos en busca de sospechosos era imprescindible: andaban subiendo y bajando del barco y eso nos retrasó. Y es que ya en aquellas fechas algunos jerarcas nazis, en vista de cómo pintaba la guerra, estaban huyendo de Alemania con la intención de empezar sus nuevas vidas en el paraíso latinoamericano. En todo caso, a mi madre la dejaron tranquila porque estaba embarazada; a tío Ricardo y a mi padre también, porque eran diplomáticos, a pesar de lo cual ellos se prestaban a colaborar y se entrevistaban sin mayor problema con los oficiales que lo requirieran. Y con mi abuela Petra —que se hacía llamar Lala porque no le gustaba su nombre—, madre de la embarazada, que también venía con nosotros en este primer viaje, precisamente en previsión de un alumbramiento adelantado, nadie se metía. Para eso era una señora de edad, por más señas viuda de un franquista que cinco años atrás había entregado su vida ante las hordas rojas, si bien no en el frente, sino en barroca