Entre el amor y la lealtad. Candace Camp

Entre el amor y la lealtad - Candace Camp


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a esa mujer.

      Sus probabilidades de éxito eran escasas, era muy consciente de ello. Pero, de momento, iba a ignorar ese hecho. Iba a permitirse soñar. Iba a centrarse en la idea de que en unos pocos días iba a volver a verla.

      No podía recuperar el abrigo, que se había dejado en el taller, que ya estaba cerrado, de modo que fue directamente al laboratorio, situado en el sótano de un edificio y al que se llegaba bajando unas escaleras que partían de la calle.

      El laboratorio estaba pobremente iluminado al disponer únicamente de dos ventanas altas que quedaban por encima del nivel del suelo. Las toscas paredes de piedra eran viejas y a menudo estaban húmedas. Pero estaba bien equipado y era espacioso, largo y estrecho, y ninguno de los hombres que trabajaban allí notaba ya el olor mohoso o la ausencia de vistas.

      Desmond abrió la puerta y encontró al profesor Gordon y a los demás agrupados en el amplio espacio entre las mesas de trabajo y el escritorio del profesor, todos hablando en un tono excitado. Su mentor fue el primero en verlo llegar.

      —Desmond, por fin has llegado. Llegas tarde.

      —Sí, asistí a una conferencia cuando cerramos la tienda —se sentía reacio a mencionar a la señorita Moreland. No había motivo para mantenerlo en secreto, pero aun así prefería mantenerlo para sí mismo, saborearlo, de momento—. ¿Qué ha pasado? Parecéis…

      —¿Entusiasmados? Pues será porque lo estamos, muchacho —Gordon lo miró resplandeciente, su rostro redondo sonrojado mientras lo señalaba—. Acércate y míralo tú mismo. He recibido una carta del señor Wallace. Las noticias son espléndidas.

      —¿Más dinero? —supuso Desmond mientras se acercaba. La habitación estaba caldeada gracias a la estufa Franklin, y ya empezaba a sentir de nuevo los dedos.

      —Mejor que eso —los ojos de Gordon brillaban.

      Fuera lo que fuera, Desmond se alegró de ver a su mentor de tan buen humor. Cada vez era más habitual encontrarlo cabizbajo y melancólico. El daño a su reputación empezaba a pesarle. Años atrás, cuando Desmond llegó a Londres, Gordon era uno de los principales científicos de la ciudad, su opinión buscada y respetada. El propio Desmond se había considerado afortunado de que Gordon fuera amigo del vicario y de que, tras la petición de este, lo hubiera aceptado bajo su protección. Pero en esos momentos, tras haberse consagrado a la búsqueda de pruebas de la existencia del espíritu después de la muerte, Gordon era ridiculizado por sus colegas. A Desmond le dolía verlo cada vez más abatido.

      —¿Cuáles son las noticias? —preguntó sonriente, mirando a los demás—. Contádmelo.

      —El señor Wallace ha localizado el Ojo de Annie Blue —anunció Gordon triunfante.

      —¿Qué? —Desmond enarcó las cejas—. ¿En serio?

      —¡Sí!

      —¿Lo ves? Te dije que Anne Ballew era real —intervino Carson a su manera descuidada, echándose hacia atrás y apoyando los codos sobre su mesa de laboratorio, la boca curvada en una perezosa sonrisa. Carson nunca empleaba el apodo usado para esa mujer.

      —Sabía que era real, y también que fue quemada en la hoguera por bruja —Desmond había buscado toda la información posible sobre ella, aunque en su momento lo que había pretendido era desmentir las locas historias que contaba su tía sobre ella—. Incluso acepto que fabricó un instrumento llamado «el Ojo». Pero nunca he visto ninguna evidencia de que haya funcionado realmente. O de que sobreviviera a su desaparición. No existe ninguna señal del Ojo desde Anne Ballew. Según los rumores, fue quemado.

      —Y también hay rumores que dicen que fue salvado de la hoguera —apuntó Carson.

      —Pero ahora tenemos pruebas —Gordon agitó la hoja de papel que tenía en la mano—. El señor Wallace está seguro de haberlo encontrado.

      Desmond no hizo ningún comentario, jamás desautorizaría a su mentor, pero Gordon tenía más fe en los conocimientos de su patrocinador que él. El señor Wallace no era científico ni estudioso, sino un hombre adinerado inmensamente ansioso por demostrar la existencia de los fantasmas. Y, como bien había señalado Thisbe unos minutos antes, era muy fácil creer en algo cuando uno quería hacerlo desesperadamente.

      —Ahí mismo, míralo —Gordon golpeó el papel con un dedo y comenzó a leer—: «He visto con mis propios ojos una carta de un hombre llamado Henry Caulfield, escrita en 1692. En la carta, el señor Caulfield narra una visita al hogar de un tal Arbuthnot Gray, en la que afirma que Gray le mostró el «diabólico instrumento» de Annie Blue».

      —¿Y con estas evidencias el señor Wallace pretende rastrear lo sucedido al Ojo después de aquello?

      —No —Gordon casi se estremecía de la excitación—. El señor Wallace ya sabe dónde está. Está convencido de que permaneció en posesión de la familia Gray, pasando de generación en generación. Existe un testamento, escrito por la nieta de ese tal Arbuthnot, en el que lega a su hija «la colección de antigüedades, rarezas y curiosidades místicas, legadas a mí por mi madre». Es evidente que se trata de reliquias familiares y, sin duda, las conservarán aunque sea encerradas en un arcón. Así funciona la aristocracia. El señor Wallace está seguro de que está actualmente en manos de su descendiente, la duquesa viuda de Broughton.

      A pesar de sus dudas, Desmond no pudo evitar sentir cierta emoción.

      —¿El señor Wallace tiene intención de adquirirlo?

      —Ya lo ha intentado —el rostro de Gordon se ensombreció—. Dice que le ha escrito tres cartas y no ha recibido respuesta alguna. Esperaba tenerlo en su poder antes de hablarme de él, pero se encuentra en un punto muerto y sintió que debía hacérmelo saber. Quizás esperaba que se nos ocurriera alguna idea sobre cómo conseguir el Ojo. Aunque no sé muy bien cómo iba yo a poder convencer a una duquesa si él no ha sido capaz de ello.

      —Róbelo —sugirió Carson con desenfado.

      —No seas tonto —Desmond puso los ojos en blanco.

      —Lo digo en serio —protestó Carson—. El señor Wallace parece creer que no hay esperanza alguna de obtener ese objeto de la mujer.

      —Sí, según él, la duquesa es rara y de trato difícil. Al parecer es una ávida coleccionista. Nunca se deshace de nada.

      —Entonces ni siquiera se dará cuenta de que le falta —insistió Carson—. Es muy sencillo.

      —Es ilegal —respondió Desmond.

      —Bueno, si lo piensas bien, en realidad ya no pertenece a la duquesa, ¿verdad? —sugirió Benjamin Cooper desde el taburete en el que estaba encaramado, detrás de Gordon—. Quiero decir que Anne Ballew era la auténtica propietaria, ella lo creó. Sin duda le fue robado cuando la encarcelaron.

      —Eso es verdad —asintió Gordon pensativamente.

      —Anne Ballew era alquimista, los científicos de aquella época. Se dedicaba al conocimiento y al descubrimiento, igual que nosotros —señaló Albert Morrow, el otro científico de la habitación—. ¿No preferiría que tuviésemos nosotros el Ojo para poderlo estudiar, aprender de él, en lugar de que esté acumulando polvo en el ático de una vieja duquesa?

      —Sí, sin duda lo preferiría —los ojos del profesor Gordon brillaron—. Con los años, Anne Ballew se había convertido en una obsesión para él—. Lo cierto es que sería como reclamar algo que la ciencia ha perdido.

      —Aunque así fuera —señaló Desmond con ironía—, para la mayor parte del mundo sería un robo.

      —Venga ya, Dez —los ojos de Carson miraban traviesos—. No seas un aguafiestas. ¿No sería estupendo tomar por una vez algo de la clase dirigente en lugar de al revés?

      —Odio tener que recordártelo, pero tú formas parte de esa clase dirigente —espetó Desmond.

      —En realidad no soy uno de ellos —contestó Carson sin darle importancia—.


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