Siempre nos quedará Beirut. Laila Hotait Salas
frente al monopolio que había, al que, en el caso del Líbano, habría de añadirse el egipcio, pues las oligarquías narrativas que ambos imponían limitaban las oportunidades de experimentación narrativa o temática. Un reflejo de aquella actitud podía verse en el hecho de que los productores y guionistas, en un afán supuestamente conciliador, narraban problemas puramente amorosos y no sociales, además de que evitaban dar a sus personajes nombres que reflejaran su religión, o bien se cuidaban de que tanto los personajes malvados como los buenos estuvieran repartidos con cierto equilibrio entre actores musulmanes y cristianos para no herir posibles sensibilidades.[91] En la década de los cincuenta, casi los únicos casos excepcionales fueron los filmes de Georges Nasser.[92] Nasser estudió cine en la Universidad de Los Ángeles[93] y realizó su primer largometraje, Ila aina? (¿Hacia dónde?, 1952), en dialectal libanés y acerca de la emigración local. La película se presentó en el Festival de Cannes, pero en el Líbano tan sólo una sala comercial aceptó estrenarla y lo cierto es que, comercialmente, fue un fracaso absoluto. El director apuntaba a un boicot a su obra, por lo que, supuestamente y según sus palabras, eso le llevó a rodar su segundo título, Le petit étranger (El pequeño extranjero, 1961), en lengua francesa, porque él intuía que su público potencial veía las películas francesas y ésta era una forma de poder conservarlo;[94] además, esperaba obtener distribución internacional. Pero las críticas que recibió cuando presentó esta segunda película, también en el Festival de Cannes, fueron terribles. Incluso los críticos árabes de la época veían en sus películas una copia de otros filmes franceses de la Nouvelle vague,[95] aunque él lo negaba y no veía “ninguna influencia”[96] de aquel cine, sino acaso una mayor influencia estadounidense, “especialmente los westerns de John Ford”;[97] en cualquier caso, hemos de remitirnos a sus palabras y los escritos de la época, pues no hay ninguna copia disponible.[98]
En la década de los sesenta aparecieron algunos filmes que iban abriendo una senda distinta a lo puramente comercial. Al-Ayniha al-mutakassira (Alas rotas, 1964) de Youssef Maalouf, basada en la novela homónima de Gibran Khalil Gibran, fue además, hasta los ochenta, la única producción basada en una obra literaria libanesa.[99] En 1966, el crítico Samir Nasri[100] realizó Shabab tahta ash-shams (Juventud bajo el sol) con un presupuesto muy bajo para la época, 8.500 liras libanesas, y, aun sin contar con grandes estrellas en el reparto, obtuvo una buena acogida de crítica y público. Este éxito le permitió rodar su siguiente película, Intissar al-mounhazem (La victoria del vencido, 1966), en la que retrataba a un novelista libanés que se negaba a que convirtieran un filme basado en su novela en una mera fórmula comercial al añadirle números de baile y demás ingredientes típicos de aquel cine.
Otra película que usaba un lenguaje alejado de lo establecido fue Al-Ajrass wa-l-hobb (El mudo y el amor, 1967) de Alfred Bahry,[101] pero la carrera de este director no tuvo tampoco mucha continuidad. Un nuevo director que intentó hacer obras diferentes fue Gary Garabedian, quien realizó Abu Salim fi ifriqya (Abu Selim en África, 1965), también sobre la emigración, y Garo (Garo, 1965), sobre la que hablamos más adelante y uno de los títulos que sirvieron de transición entre épocas y corrientes. Su actor protagonista, Mounir Masri, dirigió a principios de los setenta Al-Qadar (El destino, 1972) considerada por la crítica del momento la primera película seria y de calidad que “marca un giro en nuestra joven cinematografía. Finalmente, un filme que rompe con las tradiciones establecidas”;[102] aunque, de nuevo, fue una apuesta arriesgada y comprometida que no consiguió convencer al público. En la misma época se produjo un importante fenómeno que refleja el carácter de absorción que tiene la industria local libanesa. Las producciones a las que nos referíamos anteriormente eran de bajo presupuesto y tenían un carácter bastante independiente, pero, con la nacionalización de las salas en Egipto por parte del nuevo régimen naserista y una censura incipiente, muchos realizadores emigraron al Líbano. Los directores Youssef Chahine y Henry Barakat dirigieron los musicales que los hermanos Rahbani escribieron y que protagonizaba la estrella local de la canción Fayrouz. Ambos directores dejaron películas que son consideradas, todavía hoy, parte del legado cultural libanés: Baya´ al-jawatem (El vendedor de sortijas, 1965) de Youssef Chahine, que atrajo tanto al público elitista burgués como al de clases más populares, y los filmes Safar Barlek (Safar Barlek, 1967) y Bint al-hares (La hija del guardia, 1968) de Henry Barakat, ambos ambientados en la época de dominio otomano.
Pero el cambio más importante en el cine libanés se produjo, en realidad, a raíz de un hecho histórico, la Naksa de 1967. Fue entonces cuando apareció con más fuerza que nunca la causa palestina, cuya situación crítica no podía seguir siendo ignorada pr la gran pantalla. Esta causa se convirtió en uno de los temas fundamentales del cine árabe, dando lugar a un cine político y comprometido con su historia. En cuanto al cine libanés de autor, cuando se produjo este importante cambio político, gran parte de los primeros filmes eran obras comerciales que explotaban la figura del fedayín con títulos en los que su figura estaba más cercana a la del gran héroe que a un personaje real. Al-fedayin (Los fedayines, 1967) de Christian Ghazi[103] fue el primer título libanés realista sobre la lucha palestina, precursor de una nueva ola de cineastas que arrancó en el cambio de década. Un cambio que Bourhane Alawieh definía de forma global como
una renuncia al cine clásico: el de aquellos que continuaban dirigiendo el cine desde hacía décadas, el de los temas alejados de la realidad. Un rechazo a los productores que eran, en su mayoría, sólo comerciantes. Se trataba de rodar en los exteriores, lejos de los estudios. […] Las películas egipcio-libanesas producidas en los sesenta representan un cine hundido o fracasado, y partiendo de esta visión propusimos hacer un cine nuevo, alternativo y rebelde a este cine anterior [...] había que aclarar que nuestro colectivo en Beirut —y me refiero al que conformaban Baghdadi, Ibrahim Al-Ariss, Jean Chamoun, Walid Chmait, Samir Nasri, Christian Ghazi, entre otros— representa una parte del movimiento cinematográfico joven y generalizado en el mundo árabe, y Beirut era un eco del mundo árabe y este movimiento, pero la llamada a un cine alternativo [badila] partió de Damasco en 1972 y ya, antes de El Cairo, de mano de la Yama`a al-sinima al-yadida [Organización del nuevo cine] en 1968.[104]
Más tarde, Christian Ghazi intentó realizar un título sobre la causa palestina alejado de los convencionalismos, Mi´at wahy li-yawm wahad (Cien caras para un solo día, 1972), de producción siria, en el que con distintas voces en off y un diseño de sonido muy elaborado, contrasta imágenes de escenas de ocupación y pobreza, entre las que hay víctimas de los bombardeos israelíes, la dura vida en humildes aldeas árabes y escenas de combate de guerrilla, con otras donde se ve gente que vive en la opulencia o de las noches beirutíes donde viven despreocupados de lo que ocurre a pocos kilómetros de distancia. Pero la película no fue bien recibida por parte de la crítica local; incluso fue calificada por Mohammad Rida como “uno de los ejemplos de cómo tomar un camino equivocado en la creación de un cine alternativo”.[105] Preocupado por el devenir del nuevo cine y las posibilidades que ofrecía, exponía Rida en sus textos un término que siento acierta de lleno en la relación del público árabe de entonces y su cine: un perpetuo Ightirab, es decir, una suerte de extrañamiento, alienación o alejamiento de lo propio que sufrían los directores árabes y libaneses con respecto a su público.