Una emigrante bajo la Torre Eiffel. Sectiva Lozano Aguilera

Una emigrante bajo la Torre Eiffel - Sectiva Lozano Aguilera


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España las vías de tren son mucho más estrechas que las francesas y había que cambiar de tren. Ese túnel separa los dos países, los trenes franceses son mucho más modernos y cómodos.

      Pensé: «En algo tiene que notarse que nos llevan 200 años de ventaja en democracia».

      Viajé toda la noche y la mayoría del tiempo lo pasé llorando por mi hija. A las siete de la mañana todavía era casi de noche en París. Cuando llegué a la estación de Austerlitz, cogí un taxi que me llevó a casa de Antonia, ella me estaba esperando y me preguntó:

      —Secti, ¿cuánto te ha cobrado el taxi?

      —18 francos.

      —¡Coño, será canalla! Te ha cobrado tarifa de noche.

      —Sí, pero yo no lo sabía. ¡Primera novatada que pago en París! Tendré que ser más precavida de ahora en adelante, porque con los ochenta francos que me quedan en el bolsillo no creo que me dé para mucho en el futuro.

      El futuro llegó a las diez de la mañana al día siguiente cuando teníamos cita con madame Busier, que estaba buscando una Bonne a Taut faire.

      —¡Y eso qué es!

      —Es una chica para todo, lo que en España se llama «cuerpo de casa».

      Madame Busier me pareció muy cordial, pero pronto cambié de idea cuando dijo:

      —Esta chica es muy pequeña para mí (trop petite).

      Antonia me tradujo:

      —Secti, dice que eres muy pequeña.

      —¡Sí, ya la he oído! Pues ella no es muy grande que digamos.

      —¡No te preocupes! —me dice Antonia—. Yo lo tenía todo previsto para ti, por eso he fijado varias citas para hoy.

      La siguiente es Madame Lyon, que me pregunta:

      —¿Vous etes Marie, casada?

      —Sí, claro que estoy casada y tengo una hija de dos años.

      —Entonces no me conviene, porque me llenan la casa de petites (niños).

      —¡Será hija de puta! ¿Pero cómo han hecho esta gente para poblar Francia si no hacen petites?

      La siguiente cita es Madame Gauvert, pero al subir la escalera le digo a Antonia:

      —Mira, tú no digas nada y veas lo que veas, ni te inmutes. —Me quito la alianza de mi dedo y me la meto en el bolsillo.

      Antonia me mira con desconfianza.

      —Miedo me das… ¿Qué piensas hacer?

      —Aún no lo sé, según vaya la conversación, te juro que en esta casa me quedo. De todas formas, no puedo volver a España con las manos vacías después de lo que me dijo mi suegra antes de irme.

      —¿Qué te dijo tu suegra?

      —Que todas las que vienen a París vienen a hacer de puta.

      —¡Qué barbaridad! En un mes que he pasado de vacaciones en España he visto más putas en Málaga que en los veinte años que llevo en París. Mi niña, que nadie te coma el coco, que aquí, como comprobarás, se viene a trabajar, Lo demás son pamplinas de gente ignorante, como tu suegra, por ejemplo. —Qué buena chica es esta Antonia, tiene el don de remontarme la moral. ¡Gracias, amiga!

      Yo solo pensaba en Víctor, a quien había dejado en Málaga encargado de pasear mucho a Marina para que por la noche se durmiese rápido y no me echara de menos. Mi angelito…

      De todas formas, el trabajo en los depósitos de Málaga había terminado, así que él tenía todo el tiempo (salvo alguna chapuza) para pasear a la niña.

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      Esta es mi tercera cita para hoy y no pienso fallar: subimos al cuarto piso y una viejita muy pequeña nos abre la puerta, mi primer pensamiento es: «¡Anda, aquí también hay pequeñitas!».

      —Genevieve, c`est pour toi.

      Una señora muy guapa y elegante se acerca y le digo:

      —Bonjour Madame!, je viens pour la place de bonne.

      —Vous etes marie? —me pregunta.

      —No Madame, je suis celibataire. —Y para apoyar mejor mi mentira, me paso la mano izquierda por el pelo, para que la vea libre de toda alianza.

      —¿Y cuándo puede usted empezar?

      —Mañana mismo o esta tarde si usted quiere.

      —¿Mejor esta tarde? Así ahora mismo le doy la llave de su habitación que se encuentra en el octavo piso y puede instalarse y empezar mañana por la mañana a las 7:30.

      —Me parece muy bien, aquella misma tarde mi maleta y yo dormimos en el octavo piso, no sin antes haber limpiado toda la habitación, que se compone de dos por dos metros, un pequeño lavado con agua corriente, una ventana que da a la acera de enfrente y una cama de una persona estilo Napoleón Bonaparte (ya empezamos con la historia).

      Esa noche duermo como un lirón después de poner mi despertador a las 7:00. La tranquilidad de haber encontrado mi sitio me hace dormir toda la noche. A la mañana siguiente, a las 7:30, bajo por la escalera de servicio, me abre la viejita de ayer que tiene una cara la mar de simpática y conectamos inmediatamente.

      —Mira, por la comida no te preocupes. La cocina la hago yo para Madame.

      —¡Ah!, ¿usted también esta empleada aquí?

      —No, yo soy la meré de Madame. Pero ahora lo primero es el café.

      —¿Cómo te llamas?

      —Secti o Sectiva.

      Después del desayuno me enseña toda la casa, empezando por la entrada que parece la bóveda de una gran catedral. En la primera habitación me dice:

      —Aquí solo se entra cuando llama la madre del señor, que está enferma y no sale de su habitación para nada.

      La siguiente puerta daba al comedor, más allá había un gran salón donde Madame recibe a la gente. Después encontramos la biblioteca, lugar donde duerme el niño. La siguiente será su habitación. En el pasillo hay un cuarto de baño y un váter. Al pasar delante de la última puerta me dice:

      —Esta es la habitación de Madame, pero ella se levanta más tarde.

      Después de inspeccionar toda la casa, volvemos a la cocina, donde charlamos un buen rato las dos.

      —Bueno, ya conoces toda la casa, ahora te toca a ti de organizarte y limpiarla como es debido. Ya has visto que está bien abandonada porque Pilar, la última chica española que hemos tenido, estaba embaraza y se ha ido a dar a luz, así que no podía hacer casi nada, por eso Madame no quiere chicas casadas.

      ¡Madre mía, veremos a ver cómo salgo de esta!

      Empiezo por pasar la aspiradora y encerar bien todo el parqué de madera de la entrada, que yo llamaré «la catedral» a causa de sus techos altos y abovedados. Subida en la escalera, limpio los cuadros negros de polvo y friego los cristales del comedor y el gran salón, que dan a la catedral. Después de dos horas largas trabajando en la catedral, ya huele a limpio.

      La madre de Madame, Madame Poty, se dirige a mí:

      —Sectiva, ya está bien por hoy, ahora vente conmigo a la cocina que poco a poco te quiero enseñar a cocinar—. Yo me guardo bien de decirle que ya había trabajado en un restaurante en Barcelona. Me hago la ignorante para aprender todo de ella.

      No sé por qué entre ella y yo hay muchas cosas en común. Es como una afinidad que se ha manifestado desde el primer momento que la vi, tampoco entiendo por qué llama a su hija madame, en vez de «mi hija» ni por qué pasa más tiempo conmigo en la cocina que con ella.

      Ya


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