Una emigrante bajo la Torre Eiffel. Sectiva Lozano Aguilera

Una emigrante bajo la Torre Eiffel - Sectiva Lozano Aguilera


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Pilar, por la que fui sancionada por no declararla a tiempo.

      —Señora, ya que estamos en confidencias, le diré que para mí lo más urgente es encontrar un trabajo para mi marido que estará aquí a fin de mes. ¿Usted conoce a alguien en la fábrica Renault para recomendarlo?

      —En Renault no, pero en Citroën sí tengo un amigo.

      —Pues entonces es fácil, solo tiene que hacerme una carta de recomendación para que él pueda entrar a esa fábrica. Pero dicho esto, también tenemos que hablar de mis condiciones que no son ni mucho menos las que usted fijó el primer día.

      —¿Por qué? ¿No estás contenta con tu vida?

      —Sí, señora, sí lo estoy, pero llevo un mes aquí y no he salido ni a la puerta de la calle si no es para comprar. Yo necesito mi jueves por la tarde para hacer mis cosas y hacer mis propias compras. Y el domingo por la tarde para estar con mi marido. Hasta ahora no me ha dado ni una hora de descanso y yo sé que, por ley, tengo derecho a estas dos tardes. Además, solo gano 300 francos y he visto que las otras chicas de mi rama ganan de 500 a 600 francos, yo con 500 me conformo.

      —¡Anda… y parecía tonta la chica! ¡Mamá!, ¿tú has oído a Tina?

      —Claro que la he oído, ya te dije que exagerabas un poco.

      Después de sincerarnos la una con la otra, nos ponemos de acuerdo en todo. Yo ganaré 500 francos, tendré mis dos tardes libres y mi marido vivirá conmigo en mi habitación. Claro que no todo me saldrá gratis porque, como mi marido es un «manitas», le pintará la cocina y le hará unos cuantos arreglillos más, que la casa tenía gran necesidad.

      Algunos pensarán que he exagerado en mis peticiones, pero solo he pedido lo que por ley tenía derecho. Claro que me he aprovechado un poco del consejo de Antonia, que la última vez que estuvo aquí mi señora le dijo:

      —Esta chica me la quedo para siempre, porque en mi vida he visto la casa tan limpia como la tiene ella ahora.

      Antes de irse Antonia me dijo:

      —Chica, la tienes en el bote, pídele todo lo que necesites.

      Yo solo necesitaba tener una vida normal. Y así fue como mi marido y yo empezamos una nueva vida como dos emigrantes cualesquiera.

      MI MARIDO EN CITROËN

      Víctor lleva ya una semana conmigo y trabajando en Citroën. Una semana en turno de noche y otra de día. Nos vemos poco, pero nos dejamos notitas encima de la mesa. La cama de Napoleón nos viene un poco estrecha para los dos, pero como hace mucho que no nos vemos, pasamos más rato el uno encima del otro.

      Otra sorpresa que me llevé con Víctor y que yo no esperaba es que llegó acompañado de mi cuñada María, a quien Antonia alojó tres días en su casa antes de que yo pudiera colocarla.

      Mi cuñada María ha estado siempre viviendo con nosotros. Cuando ella se casó con mi hermano yo solo tenía nueve años, ella dieciocho, y siempre nos hemos querido como hermanas. Cuando yo me vine a París quiso venirse conmigo, pero las condiciones en ese momento no eran las apropiadas (María está separada del cabeza rota de mi hermano desde hace ya cinco años).

      Al llegar a París siempre tuve en la mente la idea de meterme a trabajar en una fábrica, pero según Antonia (y yo lo he comprobado por mí misma), eso no es posible por el momento porque lo que más urge a una inmigrante cuando llega a un sitio de estos (sobre todo sin un duro como llegué yo) es tener su propia habitación, lo que quiere decir que toda muchacha tiene que empezar por meterse de criada. Lo de la fábrica o el alquiler de un apartamento vendrá más tarde cuando esté mejor situada, o haré como las portuguesas, que tienen acaparadas todas las porterías de esta ciudad.

      Víctor guarda todo lo que gana, que son 400 francos cada quince días. Solo se gasta en su carta del metro y en su cajetilla de tabaco, cada tres días. A veces le digo:

      —¡Víctor, date algún capricho!

      —No podemos, tenemos que guardar todo el dinero que podamos para demostrarle a mi padre y a mi madre que ni tú has venido a París a hacer «la puta» ni yo a pasearme por los bulevares, ¿o es que ya no recuerdas lo que nos dijeron antes de irnos?

      —No escuches todo lo que oyes, sobre todo en tus padres, que son más bien gente anticuada. ¿No te acuerdas cuando me saqué el carné de conducir? —En ese momento yo estaba recién casada y Víctor se sacó su permiso de conducir.

      —¡Cuánto me gustaría sacármelo a mí también!

      —Pues hazlo, ¿quién te lo impide? Pero sobre todo que no se enteren mis padres. —En los años sesenta solo se sacaban el carné las niñas ricas, que eran las únicas que tenían coche.

      Yo pude hacerlo, pero mi disgusto me costó. Un día, al volver a casa, encuentro a mi cuñada María y a mi suegra con cara de pocos amigos:

      —¿Qué ha pasado?

      —¡Tú sabrás lo que pasa! O, más bien, qué es lo que tú estás haciendo por ahí fuera, porque te han visto en un coche con un hombre. ¡Explícate ahora mismo o se lo contamos a tu marido! —Para su sorpresa fui yo quien llamó a Víctor.

      —¡Por favor, explícale a la mamá qué es lo que yo hago «por ahí fuera» en un coche con un hombre!

      —Secti se está sacando el carné de conducir.

      —¿Y eso para qué? Una mujer solo tiene que saber guisar y cuidar de su casa y de su marido.

      —Secti ya lo hace, y lo hace muy bien, pero no podéis obligarla que viva como lo habéis hecho vosotras, toda la vida en un cortijo.

      En casa de mis suegros se les tenía un respeto enorme a los padres (a mi suegra le decíamos «la mamá» y a mi suegro «el papá»). Si mi cuñada María y Dolores hablaban de sus novios, cuando llegaba su madre se callaban. Y lo mismo ocurría con mi marido y su hermano Manolo: si estaban fumando y llegaba su padre, inmediatamente apagaban el cigarro y lo tiraban.

      Por ese tiempo Víctor se compró un pequeño Seat 600 de ocasión (que un amigo le vendió por cuatro perras) y, por las noches, cuando terminábamos cansados del bar, nos íbamos a la calle Bailén en el «Seílla».

      Un día Víctor amaneció un poco acatarrado y yo le dije:

      —Anda, quédate en la cama que ya abriré yo el bar con tu hermano Manolo.

      Sobre el medio día le preparé una sopita caliente y un flan, lo puse todo en el suelo del coche, delante, en el asiento del copiloto. Las calles de Málaga tenían unos baches enormes y el «Seílla» saltaba como si fuera bailando. Cuando llegué a mi casa ni quedaba sopa ni había flan. Parecía como si todos los bebés de una guardería se hubiesen hecho caca en el coche. Mi marido al ver estos estragos se puso al volante y me dijo:

      —Anda, vámonos para el bar, que tú eres un peligro público. —Me dio tanta vergüenza que nunca más conduje hasta doce años más tarde, cuando entré a trabajar a la fábrica Renault en Boulogne Billancourt, pero esto es otra historia de la que hablaré más adelante…

      Estamos en Navidad, la primera que pasaré sin mi hija. Aún recuerdo cuando le monté su árbol el año pasado, cómo le brillaban los ojitos con el juego de luces que su padre le montó y cuánto le gustó su primera muñeca, aunque fue chiquitita porque mi economía no daba para más. Estoy deseando que llegue el mes de agosto en el que tendremos nuestras primeras vacaciones. Aún faltan nueve meses, será como esperarla de nuevo en un embarazo.

      Cada vez que pienso en ella se me hace un nudo en la garganta que me corta la respiración. ¡Dios, nunca pensé que sería tan duro estar separada de ella!

      Antes de que viniera Víctor le dije que me trajera el traje de bautismo de mi hija. Hoy se lo he dado a Antonia para agradecerle toda la ayuda que nos ha prestado a mí y a mi cuñada María. Con este detalle la he hecho muy feliz.

      Víctor


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