Las almas rotas. Patricia Gibney

Las almas rotas - Patricia Gibney


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al escritorio, tan alto que casi no veía por encima del borde, la mujer se inclinó hacia delante y lo agarró del pelo. El pequeño chilló al ver las largas tijeras que tenía en la mano.

       —Tienes el pelo demasiado largo, casi no ves nada. Necesitas un corte.

       Intentó decir que no, pero las palabras se le pegaron al paladar como el caramelo a los dedos. Le encantaba su pelo, largo hasta los hombros. Le recordaba a la foto de su madre. Tenían la misma melena.

       La profesora agitó las tijeras frente a él antes de tirarle del flequillo. Lo miró triunfante mientras sostenía un mechón de pelo en la mano.

       —Ahora puedo ver tu horrible carita.

       En silencio, el pequeño deseó que el día llegara a su fin.

Noviembre

      ¿Existe un buen día para morir?

      En silencio, el hombre respondió que no a su propia pregunta. El cielo tenía un color azul grisáceo. Tenebroso. Las nubes en el horizonte advertían que se acercaba un chaparrón. Aparte de eso, el día no estaba mal.

      Se movió lentamente y avanzó por el bosque que bordeaba la carretera que, a su vez, rodeaba el lago. Quería ver el agua antes de hacer lo que tenía que hacer. Era tarde, casi de noche, y estaba seguro de que los pescadores se habrían marchado. No es que en noviembre hubiera mucho que pescar, pensó con ironía.

      El follaje del suelo del bosque era verde, frondoso y oloroso. Sobre su cabeza, las ramas estaban desnudas. Bajo sus pies, crujían ramitas rotas y helechos. ¿Había pasado alguien por ese mismo camino hacía poco? Su cerebro estaba abarrotado de tantas preguntas sin respuesta que parecía una burbuja a la espera de que la pincharan. Además, sabía que no había nadie en el mundo a quien le importase; nadie que de verdad se preocupara por él. Estaba completamente solo; desolado como las ramas, en paz consigo mismo. Casi.

      Una rama nudosa se le enredó en el pelo mientras se adentraba aún más en el denso bosque, hacia una zona más oscura y húmeda. Se detuvo y escuchó los sonidos de los animales invisibles que se escabullían entre la hierba alta. «Ya no tengo miedo —pensó—. Ya no tengo miedo a nada».

      Se agachó y se abrió paso entre espinas y zarzas, prácticamente a gatas. El ruido del agua llegó a sus oídos. El graznido de los cisnes cortó el aire.

      Se detuvo una vez más y prestó atención. Siguió el sonido.

      Llegó a un claro y encontró la fuente del agua. No era el lago, sino un montón de piedras de entre las que brotaba agua fresca por una grieta. El hombre se inclinó hacia delante, tomó un trago y se deleitó con el sabor. Tomó una decisión. Iba a luchar.

      Fue entonces cuando escuchó otro sonido.

      Al girar la cabeza, una mano le tapó la boca y otra le apretó la garganta con fuerza. Su último pensamiento fue: «Es un buen día para morir».

Diciembre

      1

       Miércoles

      En diciembre, Ragmullin se descubría como un lugar hermoso. Desde la distancia.

      Lottie contemplaba el cielo de la madrugada al otro lado de la ventana. Ni una pizca de azul, solo gris. Incluso la nieve parecía plomiza. El muñeco de nieve que su hijo Sean había hecho para su nieto Louis, de quince meses, estaba en el jardín, duro como una roca.

      Era demasiado temprano para ir a trabajar. Se obligó a llenar la lavadora y el lavavajillas. Fue hasta el recibidor y se detuvo a escuchar al pie de la escalera. No se oía ningún ruido en el piso de arriba, así que regresó a la cocina y encendió el hervidor.

      Esos días prefería un té al café. Un exceso de cafeína la ponía nerviosa. Mientras esperaba a que el agua hirviera, dobló distraída una pila de ropa limpia y la separó en tres montones para sus tres hijos. Las chicas ya eran oficialmente adultas. Habían celebrado el decimoctavo cumpleaños de Chloe hacía unas semanas. Katie, que tenía veintiún años, y Sean, de quince, habían organizado la fiesta. Sean ya era más alto que Lottie y poseía los mismos ojos de ese azul deslumbrante que había tenido su padre. Por un momento, Lottie se vio catapultada a la época anterior a la muerte de Adam, cinco años atrás. Cáncer. Demasiado joven, demasiado rápido. Demasiado difícil de creer. Demasiado tiempo llorándolo hasta que Mark Boyd le había pedido que se casara con él. Titubeó durante un tiempo, sin estar segura de qué hacer, pero sabía que lo amaba. La noche de la fiesta de Chloe le había dicho que sí, aunque aún tenían que concretar los detalles, como fijar una fecha y contárselo a la gente. De momento, era su secreto. Decisión de Lottie.

      El hervidor silbó. La inspectora cogió una taza y metió una rebanada de pan caducado en la tostadora. Anotó pan en la lista de la compra en la pizarra que colgaba en la nevera. Con suerte, Katie iría a la tienda más tarde. «Ya sería suerte», se dijo a sí misma, y tomó una foto de la lista en caso de que tuviera que ir ella después del trabajo.

      Cuando la tostadora saltó, cogió el pan y lo mordió. Estaba seco. El té sabía a serrín. A la mierda. Decidió que pasaría por el McDonald’s de camino al trabajo a por un café, y al diablo con los nervios.

      Se puso la chaqueta, se recogió el pelo desgreñado en una coleta y lo colocó bajo la capucha. Mientras salía de casa, se preguntó de qué humor estaría Boyd ese día.

      * * *

      Mark Boyd se ajustó el nudo de la corbata y evaluó el resultado en el diminuto espejo del baño. La imagen que le devolvió la mirada no lo entusiasmó. Su pelo, muy corto, era ahora más gris que negro, y sus ojos delataban que había bebido de la noche anterior. Las mejillas demacradas enfatizaban los pómulos. Sabía que, a su edad, la piel del cuello no debería colgarle. Le convendría salir un poco con la bici, pero hacía demasiado frío para hacer deporte al aire libre, pensó, e ignoró el hecho de que tenía una bicicleta estática plegada en una esquina de la pequeña cocina. No, tenía que hacerse cargo de los problemas tangibles en su vida. Para eso había pedido medio día libre en el trabajo. Esperaba que Lottie lo aprobara, de lo contrario, tendría que ausentarse sin permiso.

      En el salón del apartamento de una sola habitación oyó a su amigo Larry Kirby que roncaba con fuerza tirado en el sofá con los pies sobre la abarrotada mesita de café. Latas de cerveza y botellas ocupaban toda la superficie disponible. Boyd sintió que le crujían los huesos y se le erizaba la piel. Odiaba el desorden. Recogió las latas y botellas y las metió en una bolsa para reciclar.

      Kirby se removió y se incorporó con dificultad.

      —¿Dónde diablos estoy? —Miró a su alrededor, amodorrado, y se pasó la mano por la mata de pelo despeinado—. Oh, Boyd, eres tú. Menuda farra la de anoche. ¿Dónde está McKeown?

      Boyd se encogió de hombros y pensó un momento. Habían abandonado a Sam McKeown, el miembro más nuevo del equipo, en el pub Cafferty cuando se habían ido a las… Mierda, no tenía ni idea de a qué hora había sido.

      —Solo Dios sabe dónde habrá acabado. —Dejó la bolsa del reciclaje en el suelo junto a la bicicleta estática—. ¿Te apetece tomar un café? Hay una toalla limpia en el armario de la caldera por si quieres darte una ducha. —Encontró un blíster de paracetamol y se tragó dos pastillas.

      Kirby se olisqueó los sobacos.

      —Imagino que no tendrás una camisa que me pueda poner.

      Boyd sonrió con sorna. Kirby era el doble de ancho que él.

      —¿Tú qué crees?

      —Bueno, me tomaré ese café.

      Mientras Boyd preparaba el café, Kirby preguntó:

      —¿Estás bien?

      —Aparte


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